martes, 29 de septiembre de 2015

martes, 22 de septiembre de 2015

Ahora leyendo: "Cuentos de crímenes, fantasmas y piratas", por Daniel Defoe.

 Muchos autores de todas las épocas tienen alguna obra por los que son conocidos mundialmente, esto no deja de ser en cierto modo injusto, pues hace olvidar el resto de su obra. Este es el caso de Daniel Defoe, a quien todos conocemos por su Robinson Crusoe, novela de aventuras al nivel de las de Verne, Salgari, Kipling, Stevenson o Conrad; además también es famosa su Molly Flanders.
  Sin embargo, Daniel Defoe, un tipo de vida verdaderamente interesante según parece, dejó un buen puñado de excelentes relatos que hoy llamaríamos "góticos" o que, al menos, recogen ese gusto por lo sobrenatural, lo oculto, lo fantasmagórico que sedujo a muchos escritores del siglo XVIII. Esos son los relatos que la editorial Valdemar ha compilado en este pequeño volumen. En ese subgénero narrativo que algunos llaman "literatura de terror", Defoe era un precursor en todos los sentidos, con esto quiero decir que fue en cierta manera un pionero de este subgénero que estallaría en el siglo XIX, pero también que los relatos nos parecen hoy un poco pacatos. Son cuentos que adolecen de mordiente, de finales sorprendentes (algunos son incluso previsibles) y de giros en la trama que nos dejen sin respiración. Todo eso es fácil de encontrar en autores como Poe, Maupassant, Sheridan Le Fanu o Mary Shelley.
   Con todo, Defoe tiene una calidad literaria muy alta, se perdonan esos pequeños"defectos" que en realidad no son tales sino distintos gustos estéticos que han ido variando a lo largo del tiempo.

lunes, 21 de septiembre de 2015

"Reconstrucción"

 Por fin llegó. Ya hablé del concurso de relatos de terror de la editorial Donbuk del cual mi relato Las humedades fue finalista, aquí el libro.
  Poca cosa, sin duda. Pero para alguien que, como yo, está acostumbrado a la indiferencia cuando no al desprecio de propios y ajenos, es un verdadero espaldarazo que algo que uno escriba sea publicado.

sábado, 19 de septiembre de 2015

A vueltas con Tolstoi.

  Siempre se pone como ejemplo a Dostoyevski para hablar de la descripción psicológica de los personajes, esto es: cuál es su pensamiento íntimo, cómo ha ido evolucionando a lo largo del tiempo hasta el momento actual; tómese como ejemplo a Raskolnikoff, el inmortal protagonista de Crimen y castigo. Desde el principio de la novela se muestra  a un estudiante atribulado por las deudas, pero también por las dudas sobre la moralidad, sobre el bien y el mal, sobre la supuesta imposibilidad moral del asesinato. Toda una lucha interior entre los principios en los que fue educado, de claro origen cristiano, y el instinto animal de supervivencia, el de comer o ser comido, que no se detiene ante la eliminación física del otro si con esto se obtiene algún beneficio. Finalmente, acaba asesinando a la prestamista sin sentir remordimiento alguno. Esa evolución psicológica es muestra del extraordinario talento creativo de Fyodor Dostoyevski.
  Pues bien, en Tolstoi yo encuentro la misma capacidad de mostrar la psique de los protagonistas. Se aprecia en Guerra y paz y en Anna Karennina, pero, debido a la enjundia de los argumentos de ambas novelas no es tan evidente como en el relato Sonata a Kreutzer. Aquí el personaje que narra, con asco, su vida conyugal muestra su evolución en el tiempo, desde su juventud hasta la madurez, explicando sus más íntimos pensamientos y sentimientos, mostrando incluso la perplejidad que sentía ante los cambios que tanto él como su mujer iban experimentando. Es una verdadera lección de descripción psicológica que lleva al lector a empatizar con el protagonista aunque no se sienta ni piense como él; algo que también ocurría con Raskolnikoff.
 Será la cercanía cultural entre Dostoyevski y Tolstoi, o la lenta y profusa prosa rusa que facilita la descripción minuciosa, pero lo cierto es que es difícil, si se tiene la sensibilidad suficiente, no maravillarse ante el talento narrativo de estos dos gigantes.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Ahora leyendo: "Sonata a Kreutzer", por Lev Nikolaievich Tolstoi.

 En una vida tan larga y prolífica como la de Tolstoi se puede apreciar, si se tiene tesón y sensibilidad, la evolución intelectual que muestran sus obras. A las novelas y relatos un tanto aventureros y alocados van sucediendo con la madurez del autor reflexiones más sesudas sobre la existencia humana o la condición espiritual del hombre. En Sonata a Kreutzer se adivina ya una de las líneas más clásicas del pensamiento tolstoyano: el alejamiento voluntario de lo terrenal, especialmente de la gula y la lujuria. En efecto, los últimos ensayos de Tolstoi advierten sobre el peligro que él creía apreciar en la satisfacción desordenada de estos instintos primarios: un alejamiento de la búsqueda de Dios, principal motor de la existencia.
  En este relato, dos viajeros en un tren intercambian pensamientos sobre el sentido del matrimonio y la vida conyugal. Uno de ellos, evidente álter ego del autor, admite su vida desordenada y lujuriosa de juventud que lo llevó a malgastar sus energías y pervertir su matrimonio. Pero sobre todo, el personaje perora sobre el animalesco comportamiento de la biempensante sociedad que trata a las mujeres como ganado de exhibición, como prostitutas que se alquilan de por vida, mientras sus maridos son los perfectos cornudos que muestran a sus mujeres-trofeo mientras satisfacens sus instintos con otras prostitutas, estas sí, de breve alquiler.
 Hoy nos puede parecer exagerado o incluso inverosímil tal descripción, pero no me cabe duda de que en tiempos no tan lejanos (tal vez incluso en la juventud de mis abuelos, allá a principios del pasado siglo) la hipocresía se enseñoreaba de aquella sociedad, y que aquellos matrimonios tenían más de funda hueca que de otra cosa.
   En los últimos tiempos de su vida, Tolstoi propugnaba el celibato o el comedimiento alimenticio (incluido el vegetarianismo) como vías que ayudaban a alejarse del cenagal en el que todo humano se refocila desde el nacimiento a la muerte. No me cabe duda de que cuando escribió Sonata a Kreutzer esas ideas ya habitaban su cabeza.

Septiembre.

 Vuelta a la rutina. Vuelta al corazón desbocado. Vuelta a la soledad infinita... Ya está aquí septiembre...

viernes, 4 de septiembre de 2015

Inciso cinematográfico: Aki Kaurismäki.

 El tópico habla de las enormes diferencias entre el comercial cine de Hollywood y el europeo, tal vez sea demasiado estereotipado, todos hemos visto películas europeas que parecen un anuncio de dentífrico... no es el caso, desde luego, del cine de Aki Kaurismäki.
  Vaya por delante que no he podido visionar toda su filmografía, eso sí, gracias a internet y al intercambio P2P (el cual el propio director recomienda) he podido disfrutar de Le Havre (2011), Luces al atardecer (2006), Un hombre sin pasado (2002), Juha (1999), Nubes pasajeras (1996) y Contraté a un asesino a sueldo (1990). Tal vez esas seis películas sean una muestra demasiado pequeña para un director con cerca de veinte cintas, pero lo cierto es que la impronta que añade el finlandés es tan poderosa que muchos elementos se repiten, sin perder por ello originalidad cada una de ellas, con lo que me creo capacitado para hablar del conjunto de su obra. Las características más habituales son: en los argumentos la narración de vidas que, estereotípicamente, podríamos llamar de perdedores, de gente que son expulsados de su sociedad: inmigrantes, desempleados, delincuentes, enfermos terminales... personajes con los que el espectador empatiza inmediatamente, pues son tan verosímiles y cercanos que nos recuerdan a nosotro mismos (en algún caso de forma dolorosa); otra constante en Kaurismäki son los decorados que parecen sacados de un mundo que se hunde: viviendas paupérrimas, sucias pero a la vez luminosas, decorados industriales y ciudades (el ejemplo más claro es la francesa El Havre) que conocieron mejores épocas; otra peculiaridad de su obra son los diálogos escasísimos, las largas secuencias sin absolutamente nada más que las miradas de los protagonistas, esto combinado con un ritmo lento hace que muchos espectadores (los más degradados por Hollywood o Walt Disney) abandonen sus películas. En definitiva, el cine de Kaurismäki es tan personal que al visionar cinco minutos de una película suya ya encontramos esas características tan notables; muchos dicen que son historias depresivas y anodinas, pero, visionadas con atención, se descubre un fino humor irónico que impregna hasta el absurdo cualquier situación trágica.
   Ese es el caso de Un hombre sin pasado, donde un trabajador metalúrgico es agredido brutalmente en un muelle portuario (lugar omnipresente en Kaurismäki) por lo que pierde totalmente la memoria. El protagonista se ve obligado, pues, a vivir de la caridad de sus coetáneos, en su caso del Ejército de Salvación, de la que una miembro (la actriz fetiche del director, Kati Outinen) acabará siendo su amante. La sucesión de desatinos en la vida de este pobre hombre lanzado de la noche a la mañana a la mendicidad es tan descacharrante con un humor absurdo y con esas miradas de perro pachón en silencio absoluto que uno no puede por menos que carcajearse. Pero lo bueno es que uno se ríe no de las desgracias del protagonista, sino de lo absurdo de la organización social de los seres humanos, de su estúpida organización injusta, de su escala de valores totalmente invertida. Kaurismäki es un espíritu burlón que pone en evidencia la imbecilidad humana, para hacernos reflexionar sobre nuestra existencia, tanto individual como colectiva, en este "valle de lágrimas".
  En Contraté a un asesino a sueldo (1990) rescata a un actor fetiche de otros tiempos muy conocido para todos los cinéfilos: Jean-Pierre Léaud, sí, el mismo de las películas de Truffaut y  que también llevó a la fama Godard. Con François Truffaut le vimos crecer y hacerse hombre en el papel de Antoine Doinel (obviamente un álter ego del propio Truffaut), desde la maravillosa Los cuatrocientos golpes hasta Domicilio conyugal, pasando por Antoine y Colette y Besos robados. Con Kaurismäki, Léaud se convierte en un francés viviendo en Londres que pierde lo único fijo que tenía en su anodina vida: su trabajo. Como consecuencia el tipo decide suicidarse, pero es tan torpe que no consigue ahorcarse ni intoxicarse con gas, por lo que contrata a un asesino para que lo liquide. Ya el argumento parece absurdo, pero, para complicarlo un poco, el protagonista, que siempre fue desconocedor del amor, se enamora y vive un idilio con una vendedora de rosas; esto, claro, le hace replantearse su decisión y decidir huir del asesino que él mismo contrató. Humor absurdo puro y duro, todo reforzado con la mirada obtusa de Léaud y sus silencios de autista. Aunque alguien lo dude, una verdadera comedia.
   Pero la mejor película del finlandés, al menos para mí, es Le Havre (2011). Donde en unos paisajes industriales en decadencia, sobrevive económicamente a duras penas pero moral e intelectualmente de lujo el protagonista principal, Marcel Marx (André Wilms), un humilde y a la vez altivo limpiabotas ("uno de los pocos oficios acorde al sermón de la montaña") que, por casualidad, topa con un inmigrante ilegal (el niño Blondin Miguel) que trata de llegar a Londres en busca de su madre y una vida mejor. La vida de Marx se complica por la grave enfermedad de su mujer, Arletty (de nuevo Kati Outinen), quien no llega a saber plenamente que su marido trata de esconder al chico de la policía (encarnado por un duro pero a la vez tierno Jean-Pierre Darroussin) y enviarlo a Londres. La película tiene tintes muy humanos al denunciar la brutalidad e insensibilidad de la sociedad en uno de los dramas más terribles a los que asistimos en la actualidad que es el de la inmigración (llamada ilegal por quienes ejercen el poder). El resto de características antes citadas de Kaurismäki están presentes. Uno se pregunta cómo diablos consigue financiación este hombre para hacer películas que tanto (algunos pensarán que sutilmente) critican la sociedad actual, porque, claro, si eres Walt Disney fácil es que consigas dinero, al fin y al cabo estás glorificando al poderoso y convirtiendo a los espectadores en siervos agradecidos...

jueves, 3 de septiembre de 2015

John Kenn (http://johnkenn.blogspot.com.es/)


Ahora leyendo: "La leyenda de Sleepy Hollow y otros cuentos de fantasmas", por Washington Irving.

 Otra recopilación, en este caso de la editorial Valdemar, en mi opinión, la mejor forma de acercarse a cualquier autor para poder romper tópicos sin introducirse de lleno en el corpus de su obra.
  Esta antología, en concreto, repasa la producción narrativa de Irving centrándose en aquellos relatos con gusto por lo sobrenatural, lo anómalo, lo oscuro... algo, bien es sabido, del gusto de los escritores románticos, aquel movimiento literario que se dió entre los siglos XVIII y XIX, del cual, para mí al menos, el gran maestro fue Edgar Allan Poe.
 Irving es un escritor a la antigua usanza, de esos que requieren tranquilidad y tiempo para ser leídos; esos que tienen una prosa lenta, ricamente adjetivada, con muchas frases subordinadas; un escritor, en definitiva, de "reposo y sillón orejero" (y si fuera posible, lumbre). Tal vez sea por ello por lo que ha caído en el olvido. En nuestro país se le conoce más por ser un enamorado del mismo, sobre todo de su tipismo y folclor. Fue diplomático aquí y escribió ese puñado de relatos que forman los Cuentos de la Alhambra, algunos de los cuales (los más fantasmagóricos) están recogidos en este pequeño volumen.
  El Romanticismo, obviamente, fue la reacción frente a ese racionalismo excesivo que conocemos como el Neoclasicismo, que dejaba de lado el lado más animalesco del ser humano (esta vez en el sentido positivo, como la reafirmación de los instintos, entre ellos el de supervivencia y su herramienta más útil, el miedo); ese Neoclasicismo que lo reducía todo a puro racionalismo hacía que, en literatura, predominase el ensayo sobre la narrativa (claramente se prefería explicar a contar). El Romanticismo rescata del pasado ese gusto por el lado oscuro que perdura hasta nuestros días, aunque parece que se haya escindido como una rama en lo que llaman "literatura de terror", pero nadie duda, creo yo, de los miles de hijos (literariamente hablando) que dejó gente como Poe, Víctor Hugo o el propio Irving.