lunes, 29 de octubre de 2018

"Casa de muñecas", por Henrik Ibsen.

 Casa de muñecas es una de las obras teatrales por excelencia, representada infinidad de veces y de lectura obligatoria a partir de bachillerato. Es obra atemporal (más o menos) pero coyuntural en cuanto a la sociedad occidental que describe. Un español de hoy lo entiende perfectamente igual que un sueco de hace cien años o un italiano de hace cincuenta, pero dudo mucho que lo comprenda plenamente un tibetano, por ejemplo de cualquier época; así que podríamos relacionarla con la civilización occidental, signifique esto lo que signifique. Casa de muñecas es, evidentemente, una obra feminista, puesto que coloca a la mujer en un plano de total igualdad con el hombre cuando esto no era habitual (la obra se publicó en 1879). Esto último, su fecha de publicación, es lo más sorprendente, pues hoy, casi ciento cuarenta años después, el tema sigue estando de plena actualidad.
 La protagonista principal, Nora, es, aparentemente, una mujer adornada con todos los vicios que supuestamente tenían las señoras de su época: superficial, débil, insegura, caprichosa... una verdadera "muñeca" que poco más podía hacer que adornar el hogar de su señor. Su inicial falta de experiencia social la lleva a comportarse de forma ligera e infantil en asuntos económicos ante los cuales confía en la bonhomía del otro, cuando se ha dejado claro que el otro (el abogado Krogstad) es precisamente un timador sin escrúpulos. En los dos primeros actos, Nora se comporta como una perfecta estúpida, incapaz de comprender la realidad que la rodea, como un jarrón chino, cultivando imágenes periclitadas de mujer exclusivamente como madre y esposa. El otro personaje principal, su marido, Torvaldo Helmer, la trata como un objeto... pero eso sí, como un objeto precioso y querido. En su frenesí de proteccionismo paternalista la trata como a una disminuida psíquica, con nombres como "alondra", "ardillita", "testarudita" y más epítetos acabados en diminutivo. Y eso es, en mi opinión, lo más interesante: el tipo de machismo que describe, un machismo muy alejado (aparentemente) de la violencia física, del insulto o del menosprecio; antes al contrario, el machismo presente en Casa de muñecas es un machismo dulce, protector (en el mal sentido), que a fuerza de sobreproteger a la mujer la acaba haciendo una perfecta inútil incapaz de valerse por sí misma. No es casualidad que Nora incluya en el mismo grupo a su marido y a su padre, pues ambos han acabado tratándola igual. Este tipo de machismo paternalista no sale en las portadas de los diarios ni en los noticiarios puesto que no causa víctimas mortales, pero está muy ampliamente distribuido incluso hoy. 
 La actitud vital de Nora cambia de forma radical en el tercer y último acto. Aquí la protagonista despierta, descubre que ha sido tratada como una incapaz, que más que un marido ha tenido un poseedor, un propietario, se rebela contra su situación y comprende que sólo abandonando a su marido conseguirá encontrarse a sí misma y realizarse como persona adulta e independiente. La obra es, por tanto, si no atemporal, al menos de muy largo recorrido en el tiempo, pues hoy en día sigue funcionando (afortunadamente, cada vez menos) este machismo dulce y paternalista que acaba dejando en algo decorativo a la mujer. 
 Algo que no me ha gustado es lo brusco del cambio que experimenta la protagonista. Desde un punto de vista meramente formal da la impresión de que faltara un acto intermedio para que se desarrollara una evolución de Nora de forma gradual. Tal como está es demasiado explosivo, un poco apresurado. En todo caso, Casa de muñecas es una obra teatral ya totalmente clásica, imprescindible para todo aquel que quiera comprender la relación entre sexos, las convenciones subyugantes que han sufrido las mujeres y hombres a lo largo de los siglos y que han convertido a las primeras en meros objetos y a los segundos en meros coleccionistas. De nuevo, la literatura salva vidas... o, al menos, las hace mucho más inteligentes y válidas.

domingo, 28 de octubre de 2018

"Recuerdos durmientes", de Patrick Modiano.

 Otro más de Patrick Modiano... la misma sensación de deja vu... ¿esto lo he leído ya o era algo muy parecido? Con este tipo nunca se sabe... Todos sus novelas ambientadas en un París fantasmal, pobladas por gentes lánguidas que aparecen y desaparecen  y que, décadas después, se reencuentran como quien no quiere la cosa, apenas reconociéndose y callando oscuros secretos compartidos. Alguno diría que Modiano ha escrito la misma novela decenas de veces...
 Y, sin embargo, tiene algo de hechizante. Patrick Modiano no es un gran escritor, por mucho que la augusta organización que reparte los premios Nobel tenga otra opinión. Es demasiado repetitivo y vulgar para ser distinguido con un premio tan prestigioso... o lo contrario, que ya he repetido hasta la saciedad: si lo merece él, lo merecen cientos de escritores más... Yo, la verdad, no sabría decir que es lo que me atrae de él, quizás su actitud no moralista. En todas sus novelas los personajes son siempre gentes al límite de la marginalidad, algunos cayendo directamente en ella; sus vidas azarosas y de negro futuro son narradas con la asepsia de un forense, sin juicio moral alguno. Esto da una sensación de libertad que pocas veces se alcanza cuando el autor, omnisciente o no, deja claro su actitud ante su criatura, es un poco como jugar a ser Dios con tus propios personajes. Modiano está por encima de esa posición, como alguien que juega con un terrario de hormigas viendo cómo éstas se afanan en llevar vidas pequeñas y trágicas que pueden acabar en cualquier momento.
 El resultado, ya digo, es muy atractivo, pero no tanto como para concitar tanto halago.

martes, 23 de octubre de 2018

Fragmento de "Culto secreto", de Algernon Blackwood.

 Se había dado cuenta de que había escapado del vulgar y codicioso mundo del trabajo y los mercados y las ganancias, de que había entrado en un ambiente puro donde prevalecían los ideales espirituales y la vida era sencilla y devota.

                      Culto secreto. Algernon Blackwood.

martes, 16 de octubre de 2018

"John Silence. Investigador de lo oculto", por Algernon Blackwood.

 No había leído nada de Algernon Blackwood hasta la última recopilación de relatos de terror, me gustaron los dos que incluía el volumen y me compré este otro de Valdemar:
 En realidad es muy diferente de lo que leí en aquel tomo, pues aquí más que terror, el tema principal es el espiritismo. El tal John Silence es una suerte de médium que va deshaciendo todo tipo de entuertos que los espíritus mal acomodados a su nueva existencia van creando. No es un tema que me guste mucho, la verdad; sé que fue recurrente en los escritores anglosajones de finales del XIX y principios del XX, como es el caso. De cualquier modo, la cuidada prosa entronca con la llamada "literatura victoriana" que es, con mucho, lo que más he leído en los últimos años.
 La semejanza de Blackwood con Lord Dunsanny y Arthur Machen es evidente; son historias bien pergeñadas en cuanto a su calidad técnica que no pretenden (o al menos no lo consiguen) aterrorizar al lector, sino crear un estado de asombro e interés morboso.

jueves, 11 de octubre de 2018

"Books are...", by Grant Snider (incidentalcomics.com)

Imagen tomada del sitio www.incidentalcomics.com

"Proverbios morales", de Sem Tob.

 La literatura del siglo XX y lo que llevamos de XXI está preñada de historias sobre las vidas, costumbres y culturas de una parte de Europa que fue cercenada de forma brutal en la Segunda Guerra Mundial (aunque ya empezó a ser hostigada muchas décadas antes). Me refiero, claro está, a la población judía asquenazí, estimada en varios millones de almas y que fue eliminada a golpe de Zyklon B cuando no de balas, tortura o emaciación extrema. Así, escritores extraordinarios como Joseph Roth, Isaac Bashevis Singer, Primo Levi, Stefan Zweig, Imre Kertesz Elie Wiesel y tantísimos otros quedaron marcados de por vida por la barbarie que vivieron en sus juventudes. Hoy somos (yo al menos así me considero) sus deudores, y hemos de aprender de aquel terrible periodo no por afán de morbo sino para vacunarnos contra la violencia del hombre contra el hombre. Esto ocurrió, bien lo sabemos, en Europa central y del Este, principalmente en lo que hoy es Polonia, Alemania, Ucrania, Bielorrusia, Lituania o Rusia, pero también en mayor o menor medida en el resto de Europa central. Puede parecernos lejano en lo geográfico (comprobándolo en un mapa no lo es tanto, menos en nuestro mundo globalizado) o en lo cultural; tal vez por ello esos autores que he nombrado no han dejado tanta huella en nuestro país. Porque, aparentemente, en todos los pueblos hay una tendencia a la amnesia preocupante. Hace cinco o seis siglos, el holocausto se daba en nuestro país, en nuestras ciudades, en nuestra lengua. Estoy hablando, claro, de la expulsión (previos pogromos) de los judíos sefarditas. Para no olvidar la historia valga este tipo, apodado "de Carrión", a unas pocas decenas de quilómetros de donde estoy escribiendo.
 Desgraciadamente, los españoles nunca supimos lo que de verdad importa y qué hace grande a un pueblo (algunos siguen pensando que es que la selección de fútbol gane títulos), por ello autores que son estudiados con veneración en otros países, Maimónides, Ibn Gabirol o Judah Haleví entre otros, son absolutamente ignorados en el nuestro. Uno de estos es Sem Tob de Carrión (1290-1360), cuya obra más conocida son los Proverbios morales.
 Los Proverbios morales son, en realidad, un elegante recordatorio al rey para que pague su deuda. El bueno de Sem Tob (valga la redundancia) pasaba por ser un erudito tanto en su comunidad como en el país en general (en aquella época, Castilla), de modo que la forma de hacerse de valer no era otra que escribir un conjunto de consejos de vida al rey y a aquéllos que supieran leer recordando un conjunto de principios morales de origen judeocristiano y natural. Así, este texto es encantador por su simpleza, por su naturalidad y franqueza; pero, eso sí, empieza y acaba recordándole al rey que tiene una deuda contraída con el poeta y que debe pagarla lo antes posible.
 Los lingüistas incluyen esta obra en el conocido Mester de clerecía, aquella literatura medieval desarrollada, no tanto por clérigos, como por hombres cultos, para diferenciarlo del Mester de juglaría que, supuestamente, fue creado por gentes con menor instrucción (aquí ya parece que empezaba la famosa "titulitis" de los españoles).
  Es un texto entrañable por lo humano que resulta. El castellano medieval es fácilmente entendible salvo alguna expresión perfectamente traducida y razonada por Paloma Díaz-Mas y Carlos Mota en la edición de Cátedra. Pongo algunos ejemplos:

Si omre dulce fuere,  com agua lo bebrán,
e si agro sopiere todos lo escopirán.

oy bravo e cras manso; oy simple, cras loçano
oy largo, cras escaso;  oy otero, cras llano;

Con todos non convién  usar por un igual,
mas a unos con bien  e a otros con mal.

El que quisier folgar  ha de lazrar primero;
si quier a paz legar,  sea antes guerrero.

miércoles, 10 de octubre de 2018

"Suicidios en los totalitarismos", por Álvaro Corazón Rural, publicado en el sitio jotdown.es


No hay forma de probar si hubo una alta o baja tasa de suicidios en los campos de concentración nazis; se estima que el índice era mil veces mayor que fuera de ellos en tiempos de paz. Pero en Alemania las cifras de suicidios estuvieron disparadas desde el final de la Gran Guerra. Con la crisis de la República de Weimar, el suicidio era la salida de las clases medias y la pequeña burguesía que se vieron sumidas en la miseria. Una deshonra social. No era extraño que se suicidaran familias enteras, contó el historiador alemán Joachim Fest. En 1932, las cifras cuadruplicaban las de Gran Bretaña y doblaban las de Estados Unidos. En 1939, todavía había el doble de suicidios en Alemania que en Gran Bretaña. Oficialmente las autoridades alemanas registraron 214.409 suicidios entre 1918 y 1933.
En los campos de concentración, el gran trauma era la llegada. Un shock. Se humillaba a los prisioneros con un discurso de bienvenida en el que se les explicaba que valían menos que un perro. Llevaban días viajando hacinados, sin higiene. Al ingresar, se les requisaban sus pertenencias, se les tatuaba y se les rapaba la cabeza. Era una anulación, una despersonalización instantánea. Este impacto inicial, la pérdida de toda esperanza en pocas horas, llevó a suicidios masivos.
La adaptación a la nueva situación solo era posible si el prisionero alcanzaba el único estado de autodefensa posible: la apatía. Si reparaba en lo que estaba obligado a presenciar o en las actividades en las que tenía que participar, estaba perdido. Solo sobrevivía quien se concentraba en una sola cosa, sobrevivir cada día.
Según Victor E. Frankl, psicólogo austriaco que fue encerrado en campos de concentración por su origen judío, la desnutrición y la falta de sueño ayudaban a alcanzar ese estado de apatía. En algunos casos iba tan lejos que se perdía todo tipo de contacto con la realidad sin posibilidad de vuelta atrás. Quienes caían en ese estado eran los llamados «musulmanes», que se dejaban morir lentamente.
Además, otros sentimientos necesarios para sobrevivir en el campo, según Frankl, eran el resentimiento y la envidia hacia, por ejemplo, los internos que se encontraban en mejor situación o tenían privilegios. Eso ayudaba a seguir adelante, el rencor. Un psiquiatra estadounidense, Paul Chodoff, encontró que, incluso, asumir los valores de los guardias del campo era un mecanismo de adaptación que ayudaba a sobrevivir. Los que no se acoplaban a estas nuevas realidades y sus exigencias fueron los que se quitaron la vida.
Algunos se suicidaron y se lanzaban a la muerte cogidos  de las manos; el 14 de octubre de 1941, por ejemplo, la SS informó de que dieciséis judíos habían muerto «saltando a la cantera». Los hubieran empujado o no, los hombres de la SS eran culpables, una responsabilidad que se tomaban a la ligera. Cuando llegaron más convoyes de judíos a Mauthausen, los agentes de la SS bromearon, dando la bienvenida a su nuevo batallón de «paracaidistas». (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)
El grupo al que se pertenecía y la solidaridad que se establecía entre sus miembros también era fundamental. Los comunistas o los testigos de Jehová fueron grupos muy homogéneos. Además, según la teoría del suicidio, si la culpa de la frustración se puede dirigir a algo externo, es menos probable que se produzca el trágico desenlace. Primo Levi, que puede que se suicidase años después —aún no están confirmadas las causas de su muerte—, dijo que la lucha por la supervivencia diaria disminuía la probabilidad de quitarse la vida. Sumar un día vivo más a la hora de irse a dormir.
La información podía marcar la línea entre el suicidio o la supervivencia. Entre los que trabajaron en fábricas de armas y escuchaban noticias sobre la evolución de los frentes hubo menos suicidios. Y al revés, en los primeros compases de la contienda, las noticias de las conquistas nazis los aumentaron. El psiquiatra alemán Thomas Bronisch señala que cuando más suicidios hubo en Dachau fue con ocasión de los Juegos Olímpicos de Berlín, la anexión de Austria y Checoslovaquia y el pacto germanosoviético. La historiadora Kathryn Atwood apunta que los judíos que huyeron a los Países Bajos se suicidaron inmediatamente cuando estos territorios cayeron poco después en manos de Hitler.
También hubo suicidios provocados. El ejemplo que cita Bronisch es el de cuando los miembros de las SS asesinaban bebés, por ejemplo, estrellándolos contra un árbol. Las madres que lo presenciaban quedaban tan impactadas que podían suicidarse pocas horas después. Era un tipo de escena que se solía presentar cuando algún miembro de las SS estaba borracho y pretendía darle la bienvenida a Auschwitz a un convoy recién llegado.
La primavera de 1944, los de la Lager-SS asesinaron a varios miles de chiquillos de uno y otro sexo. En el campo principal de Kaunas, tal acción estuvo precedida por una fiesta infantil concebida a modo de tapadera por el comandante local. Las deportaciones subsiguientes fueron acompañadas de escenas terribles: los padres gritaban e imploraban a los de la SS mientras se llevaban a los menores. Hubo quien subió con sus hijos a los camiones para darles la mano mientras se dirigían al lugar en que iban a morir, y familias enteras que se suicidaron antes de que la SS pudiese dividirlas. (Historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann)
Pero Frankl subraya que existió la figura del suicidio subversivo. El que se quitaba la vida porque quería morir sin autorización de las SS. Sin esperar a su sentencia de muerte. El tipo más conocido era lanzarse contra la alambrada electrificada. Según el testimonio de Morris Kesselman, un superviviente, contra las vallas se arrojaban «los más viejos, los más inteligentes». Para los más jóvenes y menos formados era más fácil resistir.
No obstante, la desesperación fue más común en situaciones menos escalofriantes. Sobre todo en los pogromos para detener a los judíos, es ahí donde más se suicidaron. Christian Goeschel piensa que para los judíos de la época, antes de la detención, llevar encima cianuro fue una cuestión de rutina, pese al tabú judío ante el suicidio. Matarse a uno mismo se convirtió en una salida aceptable dada la gravedad de la situación. En Austria, cuando se produjeron las deportaciones, se suicidaron cientos en pocos días, como explica Richard Evans en su trilogía sobre el Tercer Reich. Muchos lo hacían en el momento de recibir la carta con la orden de deportación. Cita el caso de la viuda del pintor Max Liebermann para dar las cifras globales:
La enterraron en el cementerio judío de Weissensee, donde el año anterior habían enterrado a ochocientos once suicidas frente a doscientos cincuenta y cuatro en 1941. Hasta cuatro mil judíos alemanes se suicidaron entre 1941 y 1943, solo en el último trimestre de 1941 el número ascendió a ochocientos cincuenta. Por entonces, los suicidios de judíos conformaban casi la mitad de todos los suicidios en Berlín, a pesar de que la comunidad judía superviviente era muy escasa. En su mayor parte, se trataba de ancianos, e ingerir veneno, el método más común, lo veían como una manera de hacer valer su derecho a poner fin a su propia vida cuando y como ellos querían, en lugar de morir asesinados a manos de los nazis. Algunos hombres se ponían las medallas por el servicio en la Primera Guerra Mundial antes de suicidarse.
Emil Fey, que se había destacado en la derrota del levantamiento nazi en Viena en 1934, se suicidó cuando se produjo la anexión de Austria, no sin antes matar a su mujer y a su hijo. Los austriacos no eran buenos nazis, dijo Alfred Pogar, pero sí eran excelentes antisemitas. Según Carl Zuckmayer, con los pogromos, las ciudades austriacas se convirtieron en «un cuadro del Bosco». Hasta Heydrich tuvo que llamar la atención a sus ciudadanos por sus desmanes. En el último cuatrimestre de 1941 se suicidaron ochenta y siete judíos en Viena, que se sepa, y doscientos cuarenta y tres en Berlín.
Entre los judíos de Viena abundaron los suicidios, porque muchos prefirieron morir a vivir gobernados por los nazis. William Shirer escribió que un amigo había visto como «un tipo de aspecto de judío» estaba en un bar y «poco después, se sacó del bolsillo una vieja navaja de afeitar y se cortó el cuello». Goebbels incluyó en su diario, el 23 de marzo de 1938, la siguiente nota cínica: «En el pasado, los alemanes se quitaban la vida. Ahora es al revés». (El Holocausto. Las voces de las víctimas y los verdugos, Laurence Rees).
Lo que llamó la atención de los nazis es que luego los judíos del gueto de Varsovia no se suicidasen en masa como los austriacos después del Anschluss. Primo Levi escribió en su trilogía sobre Auschwitz que era más fácil suicidarse después de sobrevivir al campo de concentración que durante la experiencia. Hubo muchos casos posteriores, algunos inmediatamente posteriores. Y señaló que tanto los historiadores soviéticos como los occidentales coincidieron al observar que hubo pocos durante la privación de libertad. Dio tres motivos. Uno, el suicidio es humano, no animal. Cuando vives como un animal, te puedes dejar morir, como un animal, pero no quitarte la vida. Segundo, la jornada estaba completa de principio a fin, no tenían tiempo de pensar. «Por la inminencia constante de la muerte faltaba tiempo para pensar en la muerte». Y tercero, no podían sentir culpa, algo que motiva el suicidio en algunos casos, porque ya estaban expiando con sufrimientos diarios.
La culpa llegaba después. Cuando se recordaba haber omitido socorro a otro interno más débil. Su petición de ayuda podía llegar a obsesionar toda una vida. «Recuerdo, también, y con desasosiego, que muchas más veces me alcé de hombros impacientemente a otras solicitudes, y precisamente cuando ya estaba en el campo hacía casi un año y había acumulado una buena dosis de experiencia: pero también había asimilado bien la regla principal de aquel lugar, que ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie», reconoció Levi.
En una entrevista a una médica que salvó muchas vidas, Ella Lingens-Reiner, publicada en Prisoners of Fear, de Victor Gollancz, dijo: «¿Cómo he podido sobrevivir en Auschwitz? Mi norma es que en primer lugar, en segundo y en tercero estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». En este sentido, los testimonios de los judíos que tomaron parte en las tareas del campo, tales como colaborar en el gaseo y cremación de los otros prisioneros, dan prueba de ello.
Morris Venezia se siente aún más responsable por sus acciones y sostiene que «nosotros también nos convertimos en animales… cada día estábamos quemando cadáveres, cada día, cada día, cada día. Y llegas a acostumbrarte a ello». Cuando escuchaban los gritos que provenían de la cámara de gas «pensábamos que debíamos matarnos a nosotros mismos y dejar de trabajar para los alemanes. Pero incluso suicidarte no es tan sencillo». (Auschwitz. Laurence Ress).



Durante la guerra, en el ejército alemán se registraron mil ciento noventa y seis suicidios entre el 1 de abril de 1939 y el 30 de septiembre de 1941, según los datos de la Inspección de Sanidad militar (Heeressanitatsinspektion). Solo en septiembre de 1943, la cifra llegó a seis mil ochocientos noventa y ocho. Lo atestigua un telegrama enviado por Martin Bormann a Himmler quejándose por la alta tasa de suicidios dentro de la Wehrmacht. No obstante, William Craig en La batalla de Stalingrado pone en boca de Hitler la siguiente reflexión: «En Alemania, en tiempo de paz, de dieciocho a veinte mil personas se suicidan cada año y, sin embargo, nadie se encuentra ante una situación así. Y aquí hay un hombre [Paulus] que ve a cincuenta o sesenta mil soldados suyos morir defendiéndose bravamente hasta el final. ¿Cómo ha podido él rendirse a los bolcheviques?… Esto es algo que uno no puede entender del todo».
Lo escalofriante es la gran cantidad de gente que se suicidó llevándose a sus familias por delante. Lo de Magda Goebbels no fue un caso aislado. En el libro Suicide in Nazi Germany de Christian Goeschel se citan casos como el de una mujer que, tras el suicidio de su marido, mató a sus dos hijos y luego se cortó las venas. En la familia Böhm-Bawerk, el marido había huido y su mujer, su hermana y su hija se quitaron la vida. O el farmacéutico de Feldberg que mató a sus hijos y se quitó la vida después.
En los pueblos de la comarca se repetía la misma escena: soldados borrachos, aristócratas muertos. Una mujer había matado ella sola a tiros a quince miembros de su familia y se había suicidado arrojándose al agua.
La propaganda nazi fue tan intensa a la hora de inocular el miedo al Ejército Rojo que hubo una oleada de suicidios ante su llegada. Hay un libro cuya lectura es escalofriante. Después del Reich, de Giles MacDonogh, que cuenta cómo se abrió la veda contra los alemanes tras su derrota. Entre los nazis con responsabilidades, la oleada de suicidios fue de gran envergadura.
La culpa también obraba de modo indirecto. Fritz Haber, inventor del Zyklon-B, tuvo que ver en 1915 cómo su primera mujer, Clara, que también era química, se había suicidado con la pistola de su marido, «al parecer, avergonzada y horrorizada por el cariz que habían tomado sus investigaciones», detalló Philip Ball en Al servicio del Reich. También se suicidó su hijo Hermann, en 1946, debido a la obra de su padre, que era judío, por cierto.
El periodista Konstantín Símonov fue de los primeros en llegar al Tiergarten, en Berlín. Se encontró a los animales escuálidos del zoo entre los cuerpos de los SS que se habían suicidado. «En un cubículo encontró a un general de las SS muerto con la guerrera desabrochada y una botella de champán entre las piernas. Se había suicidado junto con su amante». El actor Paul Bildt se suicidó junto a veinte personas, entre ellas su hija, aunque él no tuvo éxito y les sobrevivió a todos doce años más. Para Michael Burleigh, autor de El Tercer Reich, se había ligado de tal manera a los hombres con su militancia que los suicidios fueron el único final concebible de la historia.
Con el hundimiento, la desgracia les llegó a las comunidades de alemanes fuera de Alemania. En Checoslovaquia hubo disturbios y algaradas exigiendo la expulsión de los alemanes. En el verano del 45, les pusieron brazaletes blancos con la letra «N» de Nemec (‘alemán’ en checo), les pintaron esvásticas en la espalda y tenían prohibido sentarse en bancos públicos, caminar por la acera o entrar en restaurantes, escribió Anne Applebaum en El telón de acero.
Al final, veinte mil tuvieron que dejar el país a la fuerza. Está registrado que en 1946 se suicidaron cinco mil quinientos cincuenta y ocho alemanes residentes en Checoslovaquia. En la ciudad de habla alemana Iglau (Jihlava en checoslovaco) se suicidaron mil doscientos alemanes cuando se produjo su caída. Antes de Navidad, la cifra había ascendido a dos mil. En Brüx (Most) se suicidaron entre mayo, junio y julio dieciséis alemanes al día, a menudo familias enteras. En Polonia, en Breslau, morían entre trescientos y cuatrocientos alemanes al día. Según MacDonogh, la cifra hubiese sido mayor de haber tenido los alemanes gas en la cocina. En Grünberg, en la Baja Silesia, se estima que se suicidó una cuarta parte de la población.
Si hubo un candidato al suicidio tras la ocupación soviética, eran las mujeres. Tras las violaciones a las que fueron sometidas sistemáticamente por las tropas soviéticas, en las que podían quedar embarazadas o contraer enfermedades venéreas, se suicidaban en masa. En los diarios de Ruth Friedrich, una amiga le dice: «Necesitamos suicidarnos, es indudable que no podemos vivir así». Había sido violada por siete soldados. En su libro, Goeschel explica que el suicidio de alemanes tras el final de la guerra fue algo «rutinario». Primero, por las políticas de terror de los nazis contra los propios alemanes conforme la guerra se acercaba a su final. Luego, por miedo a los soviéticos y, después, a consecuencia de los ultrajes a los que les sometieron estos.
En la Unión Soviética, el suicidio era considerado un comportamiento cobarde. Impropio de comunistas. Al principio, con la creencia de que podía prevenirse, hubo estudios y estadísticas, pero en 1920 fueron prohibidos, explican Karolina Krysinska y David Lester en Suicide in the Soviet Gulag Camps. En 1925, Yemelián Yaroslavski, miembro del Comité Central, manifestó que los suicidios se caracterizaban por una voluntad y carácter débiles de personas sin fe en la fortaleza del partido. En definitiva, el suicidio, entendido como un acto de libre voluntad y una elección del destino de cada uno, no se adecuaba a la mentalidad colectivista del sistema soviético.
En los gulag, que eran fundamentalmente campos antiélite, había muchos prisioneros con educación, por eso el shock de ingreso debería haberles afectado más. Sin embargo, según esta investigación, las principales causas de la muerte fueron las epidemias, de tuberculosis, neumonía o disentería, también las congelaciones y enfermedades relacionadas con el hambre o el trabajo en condiciones inseguras, pero el suicidio nunca tuvo una relevancia especial. Según Solzhenitsyn, los suicidios eran «asombrosamente raros, quizá menos frecuentes entre los presos que entre la gente libre». De hecho, cita en su famoso libro el caso de suicidas que se ahorcaron el día de recobrar la libertad.
Ni siquiera a los fuertes les quedaba un medio para luchar contra el sistema penitenciario, como no fuera el suicidio. (…) Pero ¿es lucha el suicidio? ¿No es claudicación?¿Acaso no se debía a eso la asombrosa escasez de suicidios en el campo? En general eran muy pocos, aunque cada recluso recuerde probablemente algún caso de suicidio. Pero seguro que recuerda muchos más casos de evasión. ¡Evasiones sí había más que suicidios! (Los celosos defensores del realismo socialista pueden felicitarme: me inclino decididamente por la línea optimista (…) Incluso creo que, estadísticamente hablando, el porcentaje de suicidios en el campo era menor que en la vida normal. (Archipiélago Gulag)
Si había suicidios, solían ser entre extranjeros, especialmente los occidentales, gente «no acostumbrada como los rusos a hacer frente a los desafíos y dificultades de la vida», pensaba Solzhenitsyn. Ósip Mandelshtam, un poeta condenado por escribir un poema contra Stalin, observó que el suicidio era muy raro entre los delincuentes y más común entre los intelectuales. Echar a correr fuera de los límites del área de trabajo para ser disparado era una de las formas más comunes. Ahí Solzhenitsyn sí que escribió que los que echaban a correr hacia la estepa y eran abatidos a tiros, tenían «una orgullosa forma de suicidio». Y ese era el ejemplo de mayor resistencia a la autoridad que podía encontrarse en el campo.
En la documentación del NKVD aparecen casos como uno que tuvo lugar en el campo de Dritrovsky, en diciembre de 1935, donde unos prisioneros, tras un castigo de cuatro días sin comer, intentaron cortarse las venas. Figuraba un informe de la industria maderera que relacionaba la escasez de comida con el índice de suicidios. Si bien muchas veces este no era un castigo deliberado, sino consecuencia de problemas en toda la URSS. Elinor Lipper, que estuvo once años en Siberia, dio testimonio de que en los traslados hubo prisioneras que trataban de ahorcarse en el vagón, o en los barcos quien se lanzaba al agua para morir ahogado. En los hospitales, contó Lipper, los internos trataban de acelerar la muerte. También hubo casos de, sin más, dejarse morir, como los Musselmen de los campos nazis.
Según Anne Applebaum, en su estudio Gulag: A History, la dignidad humana salvaba vidas. En el sentido de que mantenerse limpios y conservar rutinas como afeitarse cuando les era posible, ayudaba a los prisioneros a que no cayeran en la desesperación y acabasen matándose. Según explicó en su obra, algo que impedía el suicidio era la falta de intimidad. Había decenas de personas en cada celda. Tenían que defecar a la vista de todos. Cita casos de personas que, en mitad de la noche, intentaban suicidarse cortándose las venas con los dientes, pero eran delatados en el acto por algún compañero de habitáculo que permaneciera insomne.
El búlgaro Tzvetan Todorov escribió que, para los internos del gulag, el suicidio era una oportunidad para ejercitar el libre albedrío. Al suicidarse, uno cambia el curso de los hechos, explicó, aunque sea por última vez en la vida. «Los suicidios de este tipo son actos de desafío, no de desesperación».
Shalámov, un exprisionero de los campos de Kolyma, escribió una paradoja. Pensar en suicidarse le mantenía con vida. La conciencia de que había reunido fuerzas para quitarse la vida en un momento dado le daba voluntad de vivir. Fue mucho más frecuente la automutilación o autolesión. Lipper contó que algunos se envolvían un pie en trapos húmedos para que se les congelase. Otros se cortaban un dedo, se reabrían heridas, se rociaban con algún producto químico para quemarse la piel. Este tipo de conductas estaba muy perseguido, se consideraba sabotaje a la producción, y podía costar una sentencia de muerte. Pero lo que se observa en ellas es voluntad de vivir, lo contrario del suicidio, era sacrificar una parte del cuerpo para salvar el resto, opinaba Solzhenitsyn. Los que sí lo pasaron realmente mal y contemplaban con frecuencia quitarse la vida, según el Nobel, fueron los comunistas convencidos que iban a parar al gulag:
Zosia Zalesskaia, una polaca de la nobleza, que había entregado toda su vida a la «causa del comunismo» trabajando en el Servicio Secreto soviético, trató de suicidarse tres veces seguidas durante la instrucción: se ahorcó, la descolgaron; iba a cortarse las venas, se lo impidieron; saltó a una ventana del séptimo piso, el adormilado juez de instrucción tuvo tiempo de sujetarla por el vestido. Tres veces la salvaron para fusilarla luego.
En El siglo soviético, de Moshe Lewin, se cita la obra The year 1937, de Oleg Jlevniuk, que puso de manifiesto que en la etapa del Gran Terror hubo múltiples formas de resistencia. Y una de ellas fue una oleada de suicidios. Para la propaganda, el suicidio de un sospechoso probaba su culpabilidad, pero no lograron reducir el índice de personas que se quitaban la vida. Todas las medidas fueron infructuosas: «Los suicidios se contaban por millares. En 1937, se produjeron solo en las filas del Ejército Rojo setecientos ochenta y dos casos. Un año más tarde, la cifra aumentó hasta ochocientos treinta y dos, sin contar los casos en la marina. Estos suicidios no siempre eran actos desesperados cometidos por personas que se sentían impotentes; también eran valientes manifestaciones de protesta».
No en vano, según Ian Grey, el suicidio llegó a preocupar a Stalin. No solo porque lo cometiera su mujer, Nadezhda, sino porque le parecía una forma de traición. De hecho, en 1945, Vasili Chernishev, director del Gulag, envió un memorándum a todos los campos quejándose del comportamiento de los guardias, entre los que había detectado, por supuesto, altas tasas de suicidio.

jueves, 4 de octubre de 2018

"Pelle el conquistador", por Martin Andersen Nexo.

 Hay veces que las adaptaciones cinematográficas mejoran las novelas, muy pocas veces, excepciones, pero temo que esta sea una de ellas.
 Según reza uno de los "oráculos de Delfos de nuestros días", la famosa Wikipedia, Martin Andersen Nexo fue un comprometido comunista, que viendo que su sueño político no se concretaba en su Dinamarca natal, no dudó en emigrar hacia la República Democrática Alemana en busca de la igualdad social. Este aspecto es muy evidente en Pelle el conquistador, un relato agrio de las inaceptables desigualdades entre los terratenientes daneses y los emigrantes suecos que llevaban a la creación de una sociedad cruel y violenta que no podría devenir en otra cosa que no fuera un conflicto armado.
 Yo, desde luego, conocía al tal Martin Andersen Nexo a través de la adaptación cinematográfica de Pelle el conquistador, una excelente película protagonizada por el gran Max von Sydow el año 87 y que mereció el Oscar a la mejor película extranjera. La película es excepcional y narra con sobriedad pero también verosimilitud la terrible vida de un chico de nueve años y su padre, ambos emigrantes suecos en la más próspera Dinamarca de finales del siglo XIX. El argumento es una oda a la vida, al amor paterno-filial y la amistad. Es entrañable sin caer en el sentimentalismo facilón, y, por supuesto, Max von Sydow está inconmensurable.
 Llevo leída la mitad de la novela y... francamente, esperaba más. No quiero ser injusto, es una gran novela, pero las formas me están sacando de su lectura. Tal vez sea la traducción (de un tal Dálor Per Hoegh Henrinksen, del cual no hay rastro alguno en internet) que a veces parece muy forzada, como si hubiera sido traducido muy bruscamente, sin adaptar por completo una lengua a la otra... así, por ejemplo, es muy frecuente el uso del hipérbaton, pero sin aparente función poética, lo cual da un aspecto demasiado arcaizante del texto, cuando éste, por lo demás, no está escrito de forma demasiado "a la antigua". El uso, además, de numerosos americanismos ("tomar" por beber, términos como "pegujalero" o "cachicán") me sacan de la concentración de una buena novela. O tal vez sea que la editorial ecc, que según su página web, se dedica principalmente a publica cómics haya editado una versión cuando menos "regular" de la traducción.
 Pero, aún así, he de reconocer que, al margen de la traducción, es una buena novela. Concita la descripción de una época y un lugar (Escandinavia, finales del XIX) con la de unos personajes (Pelle y su padre, Lasse); es decir, la narración de la intrahistoria dentro de la historia, algo que, en mi opinión, supera a aquella literatura que tan solo se enfanga en la narración de unos personajes y sus circunstancias personales.