Rememorando mi vida como lector, recuerdo claramente los años en que me convertí en tal de por vida (a menos que el Alzheimer o la demencia hagan presa en mí, así será mientras aliente): fue a mis trece o catorce años, cuando descubrí que leer me protegía de la áspera realidad, del trato autoritario y militarista de mi padre, de la manipulación femenina de mi madre, de mis inseguridades de adolescente... sí, la lectura me protegía de todo aquello pues me transformaba en un personaje fantástico y poderoso de paisajes exóticos, nada que ver con aquel chico apocado y tímido de Madrid. Como tantos otros jóvenes comencé por leer las novelas de aventuras de Julio Verne, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Emilio Salgari, Rudyard Kipling o Jack London, todo bastante habitual para la edad y la época. Años después, claro está, fui complicando mis lecturas, buscando encontrar en las páginas de un libro algo que no encontraré jamás: el sentido de la vida; por otra parte, comencé a ser más crítico con mis lecturas, analizando seriamente las mismas: si el argumento estaba bien desarrollado, si la prosa era más o menos adjetivada, más o menos realista, si los personajes eran redondos o más bien planos... me convertí, sin querer en un aprendiz de crítico literario, o como otros dicen, en "un buen lector". Y sí, tal vez hoy sea un buen lector, pero he de reconocer que he perdido la ilusión de leer por leer, sin estar pendiente de mil factores de la prosa o el autor. Es por eso por lo que leo ahora a Jack London.
Quiero decir con lo anterior que para muchos de nosotros la lectura se ha transformado en algo demasiado serio y grave, una actividad que uno ha de practicar con gran serenidad y conocimientos... puede que esté bien y que ayude al crecimiento personal, pero hemos perdido (al menos yo la he perdido casi por completo) la ilusión juvenil que tuvimos. A los trece años uno se sentía pirata en La isla del tesoro de Stevenson; recorría grandes extensiones heladas subido en un trineo en Colmillo Blanco de London; me trataban como a un rey casi divino de la India en El hombre que pudo reinar de Kipling; me alejé de la tosca realidad en el submarino Nautilus del capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino de Verne; o remontaba el río Congo con Conrad. Todo aquello lo hacía sin fijarme en si los autores tenían una prosa muy adjetivada o apresurada, si había muchas o pocas frases subordinadas, si era más bien naturalista o realista... simplemente leía, devoraba en verdad. Tristemente la infancia y la juventud quedaron muy atrás, y con ellas, según parece, esa capacidad de admirarme de lo desconocido.
Así que aquí estoy con London. El vagabundo de las estrellas no es Colmillo Blanco ni La llamada de lo salvaje (que, por cierto, en España se publicó con una traducción latinoamericana infame como El llamado del bosque, cuando el título original era "The Call of the Wild"), es menos aventurero y más filosófico. El personaje principal, Darrell Standing, es un condenado a muerte de San Quintín que recapacita sobre la existencia humana, la estupidez generalizada en la sociedad y la individualidad salvadora de los mayores errores cometidos por la colectividad.
Francamente, no creo que reviva aquellas lecturas despreocupadas de mi adolescencia, pero, al menos, espero alejarme un poco de tanto artificio e imposturas literarios como me he tragado estos últimos años.