Tercer libro (y último de los disponibles hasta el momento en español) que leo de Weil. Esta vez vuelve a la narración en tercera persona, aunque también tiene claros tintes autobiográficos: parece ser que Weil fue enviado a la Unión Soviética por el partido comunista checo, al que pertenecía, con la finalidad de traducir al checo las obras de Lenin. Lo que allí se encontró tuvo que chocar bruscamente con el idealismo del joven comunista, ya que topó con el más brutal estalinismo; tanto fue así que llegó a ser deportado temporalmente a Kazajistán.
Ese choque entre el individuo y la colectividad, entre lo esperado y lo encontrado, entre el ideal y la realidad es, en toda la obra del autor checo, una constante. De aquí se puede inferir la honradez del intelectual que no se pliega a ideas preconcebidas o a ideales impuestos, sino que pasa por el filtro de la razón todo aquello que experimenta. Esto lleva al ostracismo más absoluto del intelectual, que no es apreciado por los rebaños (normalmente se hace referencia a un solo grupo de biempensantes ciudadanos, pero, en general, suele haber varios grupos enfrentados). El pensador debe ser siempre un marginado por una sociedad que no quiere avanzar en dirección alguna sino solo sentirse cómoda en el calor que emana del grupo. En la sociedad actual, por ejemplo, los políticos, periodistas y demás líderes sociales fomentan el maniqueísmo formando dos grandes grupos enfrentados... y la inmensa mayoría de los ciudadanos se deja manipular.
Weil, por el contrario, siguió su propio camino y, como bien recuerda su traductor y prologuista, Eduardo Fernández Couceiro, fue un traidor para los comunistas, un comunista para los burgueses, un judío para los nazis y un renegado para los judíos. Con estas filias por parte de sus coetáneos difícilmente se puede llegar a líder social; sin embargo, sus textos destilan una autenticidad y una honradez muy complicadas de encontrar en nuestros días.