De repente, el otro día, una sensación vino a mi cabeza... no, no era el trombo arterial que me produzca el ictus, de momento no... La sensación fue que, siendo un servidor nacido en la "piel de toro", leo demasiados autores anglosajones... y demasiada narrativa. Y, con un brinco patriótico pensé: ¡caramba, no hay autores españoles de calidad sobrada para que siempre acabe leyendo aquellos de la "pérfida Albión"! Cuando estaba a punto de salir al balcón a gritar a pleno pulmón aquello de ¡Gibraltar, español! Pude contenerme una miaja y hacer memoria de autores españoles que no supiesen hablar inglés, fueran morenos de ojos oscuros y preferentemente bajitos. Y claro, la lista se hizo interminable. Así que, dejando de lado los gloriosos rasgos físicos de nuestra imperial raza (inclusive la hipermetropía de ambos pies), empecé a buscar autores teatrales y poéticos (los cursis los llaman dramaturgos y poetas) españoles que me hicieran olvidar a los pesados del verbo "to be". Ojeando las desbordadas librerías de mi humilde morada me encontré con un tipo con nombre de toro con "h" incorporada, y recordé las lecturas escolares que tanto me subyugaban en una época en la que algunos dedicaron a explotar granos y otros a descubrirse la entrepierna (que el lector decida a que grupo pertenecía... con honradez, ¡eh!, que luego no queremos pertenecer a ninguno...), pues eso, en aquellas profundidades adolescentes nos hicieron leer a un tal Mihura (ya digo como los cornúpetas pero con "h") y su Tres sombreros de copa, y por aquello de recordar viejos tiempos y poner a prueba mi cascada memoria, resolví releerlo.
Y los recuerdos son muy crudos... pero muy crudos, ¡eh! Porque empecé a recordar todas esas lecturas que, por obligatorias, se me atragantaban de principio a fin. Un servidor, humilde y bien educado hasta la náusea, hoy diríamos "tonto de los c*jones", leía de pe a pa el texto, comprendía más o menos, hacía el correspondiente comentario de texto o similar, y, mal que bien, aprobaba la asignatura. Pero, eso sí, lo leía a la fuerza y lo aborrecía de corazón. ¡Qué pena! Y pensar que, por ejemplo, me costó Dios y ayuda leer Crimen y castigo de Dosto, novela que luego releí varias veces y que hoy considero paradigma de la calidad literaria y modelo a seguir en las descripciones psicológicas de los personajes... Pues eso mismo me pasó con Tres sombreros de copa, obra teatral que tuve que leer en no sé que curso de lo que entonces se llamaba B.U.P. (acrónimo, por cierto, de "Bachillerato Unificado Polivalente", aunque tal como lo dieron en aquel colegio debía ser monovalente y disperso en varios); entendí a mis quince o dieciséis años los chistes absurdos de Mihura, la mayoría de los cuales son muy evidentes, pero no entendí (y me temo que haya mucha gente que siga sin entender) que más que una comedia, Tres sombreros de copa es una tragicomedia.
Tres sombreros de copa es una tragicomedia porque pone en negro sobre blanco la lucha del hombre por huir del redil para seguir los dictados de su corazón (esto es, casarse con su fea novia en lugar de largarse por el mundo con Paula), cosa, la primera, que finalmente acaba ocurriendo. Es posible que el propio Mihura sintiera esta fractura interior, la que nos lleva a buscar el aplauso de nuestros iguales y, a la vez, romper con todas las convenciones. Pues eso, que lo del "humor del absurdo" está bien traído porque los chistes son, evidentemente, absurdos, pero que sepan los sesudos académicos (tanto sus mohosos sillones como sus casposas cabezas) que lo de Mihura era una tragicomedia, especialmente trágica por la asombrosa semejanza con la vida real.
Hay mil ejemplos en la obra que corroboran su aspecto trágico y el sarcasmo que usa el autor madrileño sobre las convenciones sociales, aquí van unas cuantas: En el acto primero, don Rosario, un "venerable anciano de blanca barba" le muestra las luces de las farolas del puerto que supuestamente se ven desde el balcón de la habitación, y cuando Dionisio le pregunta si él las ve, responde que nunca las vio por su mala vista, pero que "me lo había dicho mi papá. Al morir mi papá me dijo: Oye, niño, ven. Desde el balcón de la alcoba rosa se ven tres lucecitas blancas...". Así, la convención social consiste precisamente en eso, en repetir lo que uno escuchó a sus padres y antecesores sin ponerlo en duda ni un solo momento. En el segundo acto, por ejemplo, dialogando Paula y Dionisio, se contrapone la vida del espectáculo (hacia la que estaba llamado el propio Mihura) con sus alegrías y escasez de dineros, y la vida convencional con sus aburrimientos pero que renta para vivir. Ya en el tercer acto, se ridiculiza a don Sacramento, futuro suegro de Dionisio, que cree que éste es un bohemio porque se fue a pasear de noche (excusa que le dio el joven para no haber cogido el teléfono a su hija). Don Sacramento es paradigma del convencionalismo, todo organizado, todo cuadriculado, todo regulado hasta el más nimio detalle.
No me extraña lo más mínimo que Tres sombreros de copa tardara veinte años en poder ser representada, de hecho, me sorprende que tuviera tanto éxito ya en los años cincuenta. Temo que la mayor parte de los espectadores se quedaran con el humor absurdo, que sí, que lo tiene, y no llegaran a entender plenamente el sentido dramático de la obra.