sábado, 28 de noviembre de 2020

"El peso falso", por Joseph Roth.

  Otro relato más de Joseph Roth, otra historia más de gente desarraigada, sin solución posible, que llevan sus vidas arrastrando todo tipo de problemas, traumas y complejos. Ahora pienso, sin embargo, que, a pesar de todo lo anterior, las novelas de Roth no son especialmente deprimentes. El retrato de esas gentes, esos lugares y esos tiempos es tan fiel y verosímil, que no se hace duro ni áspero al leerlo. Pues eso, con respecto a las gentes, en El peso falso, el protagonista es Anselm Eibenschütz, un funcionario que controla el comercio, en concreto que las medidas y los pesos de los comerciantes no estén falsificados y, por tanto, que no estafen a los clientes; el lugar es especialmente importante, hasta el punto de que es un personaje más del relato: Zlotogrod, una localidad ficticia, frontera entre los entonces Imperio Austro-Húngaro e Imperio Ruso, un lugar perdido en Europa Oriental, camino de ningún sitio y destino sin importancia; los tiempos también son los habituales en Roth: la época previa a la Guerra del 14, cuando esos dos grandes imperios todavía campaban por sus respetos, aunque tenían ya la suerte echada. Con esos mimbres Joseph Roth elabora un relato minucioso y preciosista que muestra la increíble capacidad que tenía este tipo para poner negro sobre blanco las vidas de sus contemporáneos y, tal vez, la suya propia enmascara entre las demás.
 Desgranaré lo anterior: con respecto a los personajes, el principal, Eibenschültz, es característico suyo: alguien perdido en su propio mundo, alguien que, tras un cambio no especialmente importante, ha perdido el rumbo de su vida. El cambio en este caso es dejar de ser militar para acceder a un humilde puesto de funcionario de pesos y medidas en un confín del Imperio. Es fácil ver a Roth tras este personaje, como él, inadaptado, como él, sufriente, como él, alcoholizado... De hecho es en el alcohol en lo que el funcionario decide sumergir su vida, en eso y en los amoríos con una joven gitana hacia la que sólo siente una pasión animal que lo arrastra irremisiblemente. Los otros personajes parecen mejor adaptados al ambiente duro y sin esperanza de Zlotogrod: los gendarmes armados que lo acompañan y que se limitan a cumplir inopinadamente su función; el tabernero, Jadlowker, que tiene su garito poblado con lo peor de un lado y otro de la frontera; Kapturak, traficante de desertores rusos a los que vende una suerte de futuro irrealizable y esperanzas sin fundamento; Euphemia, la chica que arrastra las pasiones de varios hombres y que las satisface inopinadamente; incluso su mujer, Regina, que engaña a su marido y tiene un hijo del escribiente... Todos parecen vivir sus pequeñas vidas sin exigir mucho más, es Eibenschültz el único que no comprende la razón de su existencia, que se va hundiendo lentamente, que asiste anonadado a su propia autodestrucción... Frecuentemente se habla del desarraigo social de Franz Kafka, un judío germanófono en la Praga católica y checo-parlante de entreguerras, pero lo mismo podría decirse de Joseph Roth, también judío y también germanófono nacido en una localidad ucraniana y mayoritariamente ortodoxa, pero también podría decirse del ficticio Eibenschültz, nacido en Bosnia y viviendo en Zlotogrod.
 Con respecto a la localización, Zlotogrod es, como antes decía, la nada. Pero, una nada muy importante. Un fin de un mundo, mejor, un fin de dos mundos, espalda contra espalda, los dos Imperios plenamente europeos que desaparecerán como tales en la Primera Guerra Mundial. Los de Alianza Editorial dicen en la contraportada, tal vez con acierto, que Zlotogrod es un trasunto de Brody, la localidad natal de Roth. Es muy probable que sea correcto, pero en todo caso, la localidad ficticia es punto de partida y de final de la trama de la novela, mientras que Brody fue, para Roth, la localidad natal, el lugar desde el que huir a ciudades más prometedoras e interesantes. Porque es evidente que Joseph Roth, a pesar de haber nacido en un municipio de menos de veinte mil habitantes, era un animal de ciudad, de gran ciudad exactamente. Roth era vienés hasta la médula, aunque separen más de 800 kilómetros esta ciudad de su localidad natal. En todo caso, Zlotogrod es otro personaje más de la novela, con su terrible clima, su pequeño río helado en invierno, su bosque fronterizo...
 Y luego está la localización temporal, otra que el propio autor vivió. Época de cambios: el Imperio Austro-Húngaro, esa gigantesca Criatura de Frankenstein que estallaría en mil pedazos en la guerra; el Imperio Ruso que mutaría social, política y económicamente del zarismo opresor al comunismo subyugante sin solución de continuidad... y sin verdadera solución para sus sufridos ciudadanos. Época de cambios bruscos en la alta política que llevaban a los hombres de a pie a una suerte de muladar de la Historia, a un lugar donde nadie quisiera estar. 

  En el cuadro que pinta Joseph Roth, están reflejados todos los estamentos sociales. Si Zlotogrod es trasunto de Brody, lo es en todas sus dimensiones: ambas son ciudades que parecieran haber "caído mal" en el mapa del mundo, con una población demasiado heterogénea poblada por rusos, ucranianos, polacos, judíos... (Brody es hoy una localidad de poco más de veinte mil almas, perteneciente al oblast de Leópolis, el oeste de Ucrania, que fue brutalmente desprovista de su pluralidad racial, primero con el Holocausto nazi que eliminó a los judíos, después con la expulsión de aquellos habitantes de origen alemán tras la Segunda Guerra Mundial, y más recientemente con la expulsión de todo lo que huela a ruso en el centro y oeste de Ucrania). Se le antoja a uno que son ciudades desgraciadas, con una historia demasiado trágica que parece querer perpetuarse sin que sus habitantes quieran o sean capaces de evitarlo. Tal vez ese componente autodestructivo del territorio se transmite a sus habitantes, tal vez también a Anselm Eibenschütz.
 El peso falso es, en definitiva, una pequeña gran novela, algo a lo que nos tiene acostumbrados Joseph Roth, un autor capaz de sacar un texto perfecto de un conjunto de vidas sin importancia en un lugar perdido del mundo.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Mateo 7: 13-14

  13 Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. 14 ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. 

"Abel Sánchez", de Miguel de Unamuno.

  Después de leer a Walser, Unamuno parece un remanso de paz, incluso con la carga psicológica que siempre tienen los personajes del vasco; al menos no hay reflexiones enfermizas y sin salida. Porque Unamuno, bien es sabido, daba a todas sus obras una orientación reflexiva muy marcada, de los individuos, pero también de la sociedad y sus pecados. Abel Sánchez no es una excepción: la reinterpretación del mito bíblico y del concepto de envidia ya es en sí misma una meditación sobre la naturaleza humana; pero, además, Unamuno le da un enfoque muy español y, aunque no hay referencias temporales exactas, también es evidente la referencia a aquellas primeras décadas del siglo XX que tan dañinas serían para España y para el resto de Europa.
 En efecto, Abel Sánchez, es, claro está, una reinterpretación del mito bíblico de Caín y Abel. Como en el Génesis, Abel agrada a todos (el Dios social) con su obra pictórica, mientras que Joaquín (el Caín moderno) no concita las simpatías de sus allegados; esta situación provoca la envidia de Joaquín Monegro hacia su, por otra parte, amigo del alma, Abel Sánchez, deseando (y provocando, casi accidentalmente, su muerte). El detonante de las envidias no son como en la Biblia la ofrenda a Dios, sino una mujer, Helena; por tanto también es un triángulo amoroso, al menos en un principio, luego, las reflexiones de Joaquín lo llevan a pensar en la envidia como concepto, como motor de vida incluso... y motor de muerte, claro... La trama se complica con más personajes: si Helena es la mujer aparente (la "pava real", la llaman Abel y Joaquín), la belleza superficial y con un punto de maldad; Antonia (que será la mujer de Joaquín) es la mujer madre y esposa arquetípica, toda resignación y comprensión. Con todo, ese personaje maternal (muy habitual, por otro lado en la narrativa unamuniana) no consigue aplacar la envidia que Joaquín siente por el éxito social de Abel. La llegada de dos hijos, uno de cada pareja, Abelín de parte de Abel y Helena, y Joaquinita por Joaquín y Antonia no calma las aguas, pues, por interés de Joaquín, acaban casados (mezclándose así las sangres de los Monegro y los Sánchez), eternizándose el conflicto entre los ya abuelos. Desde una interpretación más superficial y moderna se podría inferir una auténtica enfermedad mental en Joaquín Monegro, incapaz de superar una envidia infantil que nadie entiende y todos ridiculizan, enfermedad mental que lo convertirá en un ser atormentado y desgraciado cuando, en realidad, la vida le sonríe en todos los ámbitos.
 El relato también tiene algo de metaliterario, al menos por las continuas referencias que se hacen al Caín de Lord Byron, que Joaquín lee y relee. Esta obra, recordemos, es otra reinterpretación del mito desde el punto de vista de Caín, es decir, en el relato de Unamuno, de Joaquín. Decía antes que, aunque Unamuno no da muchos puntos de referencia temporales y espaciales, se puede considerar que la obra es hija de su tiempo. Lo es porque en un momento de las disquisiciones sobre la envidia como fuente de dolor y de destrucción para todos pero especialmente para el que la sufre, se hace una explícita referencia a España y su atraso sempiterno en el ámbito de la lectura y la cultura en general cuando se espeta:
 - Sí, hijo, sí, todo sería ponerse a ello, pero cuantas veces lo he pensado y no he llegado a decidirme. ¡Ponerme a escribir un libro... y en España... y sobre Medicina...! No vale la pena. Caería en el vacío...
 Eso, unido a un claro pesimismo social, a la sensación de que las envidias y los rencores malsanos llegarán a provocar un gran desastre son hoy evidente presagio de lo que acontecería poco después; recordemos que la novela fue publicada en 1928, a ocho años del estallido de la Guerra Civil. Esos argumentos, la preocupación por la situación política y social de España y la imposibilidad aparente de reconciliación alguna, están muy presentes en todos los autores de la Generación del 98 y en la obra de Unamuno en concreto. Por todo ello se puede afirmar que Abel Sánchez es, a la vez, una obra coyuntural, pero también atemporal.

martes, 24 de noviembre de 2020

"El bandido", por Robert Walser.

  Ya he comentado anteriormente lo complicado que es leer a Walser, no porque sus temas sean eruditos o complejos sino por la estructura, a veces deslavazada, y, sobre todo, porque sus personajes frecuentemente muestran un grado de autohumillación y pusilanimidad rayanos en la autoaniquilación. Pero claro, esto se combina con un dominio de la lengua extraordinario. Walser es un Miguel Ángel Buonarroti de la narrativa, un Leonardo da Vinci de la prosa, alguien capaz de pergeñar los textos más hermosos con una prosa compleja pero brillante, imaginativa pero gramaticalmente impecable. Por todo esto tengo sentimientos contrapuestos con el autor suizo: cuando me topo con una de sus novelas ansío sumergirme en ese estilo intrincado y minucioso, pero, a la vez, recuerdo haber abandonado con verdadero desaliento Jakob von Gunten, novela claramente autobiográfica (como, aparentemente, todas las de este autor) en la que no es que se roce, es que se penetra ampliamente en la indignidad, tratándose a sí mismo un auténtico despojo desprovisto de la más mínima autoestima. La preponderancia de este sentimiento no es baladí: todos los días se suicidan cientos de personas a lo ancho y largo del mundo, acosados por esa falta de autoestima necesaria para seguir alentando; en el mayor de los casos, sin verdadera justificación (en realidad, nunca está justificada la falta de autoestima), con lo que ahondar en ese pozo sin fondo que es la depresión no sólo es inaceptable sino que cabría pensar que debería impedirse. Sin embargo, también leí de Walser pequeñas maravillas como El paseo o El pequeño zoológico, ambas pequeñas grandes obras que mantienen esa altísima calidad literaria pero que, al carecer de elementos autobiográficos, no entran en esa espiral autodestructora. Estos dos pequeños libros son apuntes a vuelapluma (a vuelapluma de alguien que escribe con una calidad como la gran mayoría escribe, comprueba, reescribe y recomprueba...) tomados durante sus queridos paseos, por la simple contemplación de la belleza natural o humana por parte de un alma sensible. Una verdadera delicia. Bueno, pues, para bien o para mal, me decidí por la lectura de otra novela de Walser, ésta:
  ¿Y en qué grupo de anteriores se encontraría El bandido? Pues, probablemente, en una categoría intermedia: es clarísimamente autobiográfica, pero, aunque en algunos casos, como luego citaré, llega a ser dañina para el propio personaje, no es tan autolesiva como las principales, y mantiene un cierto tono optimista que ha sido maravilloso encontrar en Walser.
 Parece ser que esta novela fue escrita, como tantas por el autor suizo, sin afán alguno de publicarla, lo cual, tal vez, permitiera mayor libertad creativa. Lo cierto es que los estudiosos de Walser lo incluyen en eso que llamaron "microgramas", es decir, centenares de hojas escritas a lápiz, con una letra minúscula, plagada de abreviaturas y vocablos absolutamente  ininteligibles. Estos microgramas han sido estudiados desde una doble vertiente: la meramente literaria y la psiquiátrica. Porque, es algo de todos conocido, el propio Walser tenía serias preocupaciones por su salud mental, hasta el punto de que pasó sus últimas décadas de vida internado en un sanatorio psiquiátrico, en el que ingresó por petición propia. El bandido es un ejemplo claro de comportamiento de lo que algún especialista no dudaría en incluir dentro de conducta esquizofrénica: creación de varios personajes, todos ellos álter ego del propio autor, que desarrollan su personalidad de una forma psicótica; comportamientos autolesivos y de desprecio de sí mismo (mucho más frecuente, ya lo dije, en novelas como Jakob von Gunten); descripción de voces y diálogos interiores que abruman al individuo; hablar de sí mismo en tercera persona... En realidad todos estos son síntomas que los psiquiatras engloban dentro del entorno esquizofrénico, pero que, no nos engañemos, son muy frecuentes entre muchos escritores, probablemente una profesión que, por el exceso de trabajo intelectual, tiene una cierta propensión a la enfermedad mental.

 Sea como fuere, me ha costado mucho menos leer esta novela de Walser. Sí, ha habido momentos que he estado apunto de dejarlo, pero, en todo caso, los vicios de la prosa del suizo estaban menos acentuadas en ella que en otras novela. Además, Robert Walser es un genio en la creación de frases impactantes, verdaderas perlas de sabiduría popular que uno lee, asombrado de tanta clarividencia en unas pocas palabras. Dejaré algunas aquí transcritas con la recomendación final de ir a la fuente original, al autor, a su novela, para disfrutar verdaderamente de ellas.
  Nos fastidiamos los unos a los otros porque siempre hay algo que nos tiene fastidiados. Nos vengamos menos por maldad que a causa de algún mal, y estamos hechos de tal pasta que nadie de nosotros está libre de ningún mal.
  A menudo la arrogancia es nuestro último refugio, aunque es un refugio al que no deberíamos huir. Tendríamos que salir de nuestra arrogancia, que no es más que una jaula, y hablar con los más modestos y así redimirnos.
  Los escritores suelen hacer gala de un reverente desprecio por sus editores, de una mezcla de sentimientos que es reconocida en todas partes.
  Los tímidos se esconden con suma facilidad detrás de la impertinencia. Si uno molesta a estas naturalezas apacibles en sus sueños, en sus caprichos, responden con cualquier insolencia.
  No todos los hombres han sido llamados a ser útiles. Tú eres una excepción.

jueves, 19 de noviembre de 2020

"El zorro en el ático", por Richard Hughes.

  Había leído cosas interesantes sobre este tal Hughes: obra escasa pero selecta, argumentos enraizados en lo histórico pero de pura ficción, temas que incitan a la reflexión... Así que tomé una de las novelas que encontré en la biblioteca local, ésta:
 La novela está estructurada en tres libros que tienen continuidad (de hecho, no hay cambios argumentales entre ellos, parece más una división estética que otra cosa). En el primero (Polly y Nelly) se presenta al protagonista, Augustine, al que los críticos literarios consideran trasunto del autor, pues es un aristócrata inglés que lleva una vida anodina en la campiña de su país, alejado de su sociedad, una sociedad llena de arcaísmos, prejuiciosa e inútil. El tal Augustine abomina de su sociedad, se siente (y es sentido como) extraño, por lo que decide viajar a Baviera donde tiene parientes. Parece ser que Richard Hughes fue algo parecido: un aristócrata venido a menos que nunca encajó bien en su anacrónico mundo. El segundo libro (El cuervo blanco) es, sin duda, el más histórico de los tres, pues entrelaza la vida del inglés en Alemania con el famoso Putsch de Munich en el que Hitler se dio a conocer, al menos a los alemanes, y que, en realidad, fue un sonoro fracaso. En este segundo libro se muestra una sociedad alemana más moderna que la inglesa, en la que las prebendas aristocráticas (la familia alemana de Augustine es también aristocrática en el país centroeuropeo) han quedado olvidadas, que los nobles se implican como cualquier otro ciudadano en la tarea de reconstruir o redirigir el país (en el libro primero se había hecho especial énfasis en mostrar a la nobleza inglesa como un grupo de opulentos ricachones sin interés por los aspectos mundanos). Se hace un retrato parcial de Adolf Hitler que lo presenta como un aspirante mediocre a gobernante, alguien lleno de dudas que trata de caminar entre dos aguas para sobrevivir a todos los posibles avatares que la cambiante política alemana de la época pudiera traer. Entre los familiares alemanes del inglés se encuentran tipos diversos: Otto, el tío y patriarca, militar de la vieja escuela y partidario de la secesión de Baviera; Franz, sobrino del anterior, que cae bajo el influjo de una Alemania nueva y brillante que vendía el nacionalsocialismo; o Mitzi, hermana de Franz, una joven que queda súbitamente ciega (desprendimiento de retina), de la cual se enamora perdidamente el inglés, aunque ésta apenas sabe de su existencia. Por último, en el tercer libro (El zorro en el ático) se narra el desenlace del Putsch, la estoica aceptación de la ceguera por parte de Mitzi y su acercamiento progresivo a la religión, así como algunos argumentos secundarios (en mi opinión, un poco a desmano) de la familia inglesa del protagonista.
 ¿Y qué me ha parecido? Bueno, desde el punto de vista formal no hay queja alguna. Está bien narrado, con una prosa moderna, es decir, de lectura rápida, con pocas frases subordinadas y escasa adjetivación, pero que no cae en el simplismo, capaz de simultanear la narración de dos o más ámbitos distintos sin que el lector pierda el hilo en ningún momento. Con todo, al principio de cada uno de los libros hay un párrafo de mayor o menor longitud que trata de presentar lo que va a contar a continuación de una forma un tanto pretenciosa, como si el autor hubiera rebuscado en exceso las palabras, dejando una sensación de texto afectado, impostado. ¿Y en el plano argumental? Con respecto a los argumentos, creo que son interesantes, están bien pergeñados los ficticios y bien engranados con éstos los históricos, pero no dejo de tener un sabor agridulce al terminar de leerlo. Hay muchos altibajos de calidad en la novela. Ya decía antes, esos párrafos iniciales, demasiado pretenciosos, se alternan con capítulos que parecen claramente de relleno, sin mordiente ni verdadera justificación de su existencia. En conjunto, parece una obra muy pensada... demasiado pensada, tal vez. El autor ha trabajado en exceso el texto, pero no con resultado positivo, ha quedado algo demasiado artificial. Se ve calidad evidente, pero no acaba de convencer, una pena.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Inciso cinematográfico: "Dark Passage", dirigida en 1947 por Delmer Daves.

  Hay parejas cinematográficas que exceden los platós para convertirse en parejas en la vida real, ya se sabe. Humphrey Bogart y Lauren Bacall es una de las más reconocidas parejas fuera y dentro del celuloide; su química personal daba a las películas un extra, especialmente cuando había tensión sexual entre ambos. Aparentemente, no importaba que el bueno de Humphrey doblara en edad a Lauren (se casaron con 46 y 21 respectivamente) o la evidente diferencia de estilo personal (de tipo duro, él; de "mujer-pantera", ella). Pues eso, cuando rodaron Dark Passage llevaban dos años de feliz matrimonio que fructificaría con dos retoños y varias películas, algunas de ellas memorable. Memorable es ésta, hasta cierto punto. Es una de esas cintas que, redescubiertas en los repositorios de internet, despiertan inmediatamente la atención de uno: por los actores, dos genios; por el tema, relativamente frecuente pero interesante; y, sobre todo, por el planteamiento inicial. El argumento principal: Bogart, preso en San Quintín, se enfrenta a la pena de muerte por el asesinato de su mujer; él, inocente, huye a San Francisco y es recogido cual cachorro perdido por una joven intrigante, hermosa y con un punto de arrogancia (la Bacall) con la finalidad de demostrar su inocencia; ante la caza al hombre instaurada en toda California, el fugitivo se opera la cara para ser irreconocible. Bueno, el argumento no es nada del otro mundo, pero sí la técnica cinematográfica, al menos para 1947. Para evitar tener que andar con maquillajes raros, la primera parte de la película, hasta la cirugía estética, está rodada desde el punto de vista subjetivo de Bogart, sólo se ve lo que él ve además de sus propias manos; ya después de la operación aparece el rostro con rictus de madera del bueno de Humphrey.
Imagen tomada del sitio www.filmaffinity.com
 Ya digo, muy innovadora técnica para 1947; de las primeras veces que se rompe de forma imaginativa la llamada "cuarta pared", el plano que ocupa la cámara. Así, la propia Bacall y otros actores miran a cámara cuando hablan con el Bogart "pre-operación", con una frescura que se agradece. Por supuesto, después de la cirugía estética y, por tanto, de la aparición del protagonista, todo vuelve a la normalidad y respetan la cuarta pared.
 Ese planteamiento, tan nuevo para la época, da caché a la película por sí solo. Luego hay que sumar a los actores, la fotografía y demás. Con todo, en mi opinión no es una gran película. Le falta mordiente, a medida que va avanzando la trama (sobre todo a partir de la operación) se hace previsible, le faltan giros argumentales o, al menos, algo de suspense. Si el guión estuviese más trabajado y consiguiera mantener en vilo al espectador tal vez estuviéramos hablando de una de las mejores películas de la era dorada del cine americano.
 Con respecto a los actores, están muy en su salsa, quiero decir, los papeles que los encasillaron y antes apuntaba, el tipo duro y la mujer-pantera, con lo cual son verosímiles, en realidad no había muchos más actores que lo pudieran hacer como ellos.

Imagen tomada del sitio www.oviedo.es
  La fotografía también juega su papel, con un deambular por las calles de San Francisco que convierte a la ciudad californiana en otro actor más, con esa combinación de calles imposiblemente empinadas, tranvías arcaicos y atractivos edificios art decó que no son tan frecuentes en el cine de Hollywood, más acostumbrado a mostrar la anodina Los Ángeles o la opresiva Nueva York.

sábado, 7 de noviembre de 2020

"Mascarada", por Terry Pratchett.

  Decimoctava entrega de la saga del Mundodisco, genial sátira ideada por Terry Pratchett para burlarse de la estupidez humana, tan universalmente distribuida entre el mono con pantalones. Esta vez es una de las pocas novelas de la saga que no comienza con aquella hermosa letanía que ya se hacía entrañable: el Mundodisco, plano como el encafalograma de un político, descansa sobre cuatro gigantescos elefantes que reposan en estación sobre la concha de la inmensa tortuga cósmica, la Gran A'Tuin, que navega por el Multiverso, (lo del encefalograma de los políticos es de mi cosecha pero, a juzgar por sus acciones actuales y pasadas, es indiscutible). 
 Ahora, Pratchett parodia un tema popular conocido por todos: el fantasma de la ópera, esa historia sobre un tipo desfigurado que, desde la admiración pero también desde el rencor, idolatra a la prima donna del espectáculo, espiándola desde un palco que exige quede vacío, y amenazando a todos con represalias si no cumplen sus deseos. Este argumento lo puso "negro sobre blanco" Gastón Leroux allá por 1910 a partir de un original de George du Maurier que lo había tomado a su vez de una leyenda popular; en cualquier caso, la popularidad masiva, sobre todo en el ámbito anglosajón, llega de la mano de Andrew Lloyd Weber en un musical tremendamente exitoso que fue representado durante décadas (en el West End londinense se estaría representando todavía si no fuera por la dichosa pandemia), incluido nuestro país.
 Claro, para un tipo de la burlesca imaginación de Terry Pratchett, la versión musical de Lloyd Weber es perfecta para parodiar la vanidad humana representada en los fatuos tenores y las divas que, en mayor o menor medida, alcanzan al común del ser humano. Pero la sátira de Pratchett, a pesar de ser inglés, no es sangrante ni nociva, es una burla sana y sin mala baba que saca una sonrisa al comprobar que todos caemos en esos vicios. 
 Por otra parte, los estudiosos de la obra de Pratchett clasifican las novelas por distintos ciclos o "arcos argumentales", en las que determinados personajes y, por ende, argumentos concretos son retomados para dar otra vuelta de tuerca a la parodia. En Mascarada el arco argumental es el de las brujas, con personajes recurrentes como Yaya Ceravieja o Tata Ogg, a las que se incorpora ahora Agnes Nitt. Las brujas son, en general, personajes habituales de los cuentos populares europeos, tanto que se pueden considerar arquetipos de una feminidad digamos "ligeramente diferente" de la habitual, una feminidad en la que caben hechizos que conviertan en sapos a aquellos que no entiendan plenamente su forma de entender la vida, o en la que no se necesita medio de transporte alguno teniendo una buena escoba a mano. Hay quien, por cierto, asegura que en toda mujer (al menos, a partir de cierta edad) hay una de ellas pugnando por salir a la superficie, especialmente si se ha alcanzado la notable categoría profesional de "suegra". Este concepto, en manos de un tipo tan agudo y guasón como Pratchett deviene en un texto hilarante, con dobles sentidos por todas partes y situaciones cómicas pero totalmente conocidas por cualquiera que haya estado tropezando por el planeta Tierra unas cuantas décadas.
 En fin, que es un placer leer a Pratchett, hacerlo sin prejuicios (prejuicios sobre la literatura fantástica o los temas populares), para poder superar tantas tonterías, siempre presentes, que han plagado desde Adán y Eva a esta curiosa especie que algunos llaman "insecto humano".

domingo, 1 de noviembre de 2020

"The Hardest Part of Writing...", by Grant Snider (incidentalcomics.com).

 

Image taken from the web www.incidentalcomics.com

"Metro 2035", por Dmitry Glukhovsky.

  No es la primera vez que me pasa, ni mucho menos; pero esta novela me ha decepcionado mucho, la verdad es que no esperaba mucho, pero aun así no ha cumplido mis expectativas. Me gusta mucho la Ciencia ficción, se puede apreciar en este blog; me gusta porque es el subgénero narrativo que más fácilmente consigue en mi estado anímico algo que he buscado siempre en la lectura: evasión. Mi vida no es terrible en absoluto, diría incluso que es cómoda y aburguesada, y tengo la inteligencia suficiente como para entender que es un lujo estar vivo, sano, felizmente acompañado y razonablemente satisfecho a los cincuenta años; no obstante, toda vida humana tiende al descontento, a la añoranza de lo no conseguido o perdido y a la infravaloración de lo alcanzado; para esa evasión del "spleen" vital es fantástica la Ciencia ficción. Pero, además, la Ciencia ficción permite una libertad creativa que, a los autores talentosos e imaginativos, facilita la creación de mundos fantásticos verdaderamente interesantes. No nos olvidemos de que Ciencia ficción es Julio Verne, Mary Shelley, H. G. Wells, Asimov, Lovecraft, algunos más modernos como Ray Bradbury, Brian Aldiss. Philip K. Dick, Terry Pratchett o Neil Gaiman, todos ellos talentos inmensos. Pero lo malo, ya lo dije alguna vez es ir poco a poco descendiendo en la calidad literaria hasta llegar a autores que, francamente, no merecen la pena leer, ése es el caso, lamento decirlo, del tal Dmitry Glukhovsky.
 La verdad es que no recuerdo cómo ni dónde oí hablar de este autor, supongo que en algún blog literario como éste mismo. Lo cierto es que me llamó la atención el argumento general de la obra (varias novelas ya) y su conversión en un exitoso videojuego. La trama es sencilla pero con muchas posibilidades: tras una guerra nuclear entre las otrora grandes potencias, Estados Unidos y Unión Soviética, se ha producido la contaminación radiactiva generalizada en la superficie terrestre, la muerte masiva de varios miles de millones de seres humanos y la supervivencia de unos pocos miles que se refugian en los túneles del metro de Moscú. Allí sobreviven de mala manera cultivando setas y criando cerdos a los que alimentan con las propias setas y desperdicios humanos. Como no podía ser menos en una sociedad humana, por precaria que sea ésta, se establecen distintas facciones y grupúsculos que luchan por detentar el poder y aniquilar a la otra parte; en este caso, los grupos rivales ocupan sus respectivas estaciones de metro en las que colocan barreras y obstáculos varios. Como toda novela de Ciencia ficción, un héroe, Artyom, se encarga de mantener vivas las esperanzas de su comunidad tratando de subir a la superficie de la destruida capital rusa para, con ondas de radio, tratar de comunicar con hipotéticos supervivientes fuera del metro. Para complicar un poco más la situación, Artyom, al que se le unen unos personajes más, ha de ascender a la superficie por estaciones que están ocupadas por grupos rivales, lo cual los lleva a iniciar un periplo por los túneles de metro preñados de todo tipo de amenazas. Ése es el argumento principal, como se ve es sencillo pero prometedor y, bien pergeñado puede dar resultados brillantes. Lástima que no lo consiga.
  Por cierto, Metro 2035, cuyo título hace referencia a la localización y el año hipotético en que se dan los hechos, no es la primera novela, ésta fue Metro 2033, a la cual siguió Metro 2034 y la que estoy leyendo. La conversión de las novelas en videojuego es fácil de comprender, toda vez que el jugador virtual tome el papel de uno de los personajes de la novela y desarrolle su juego avanzando por la enorme red de túneles moscovita enfrentándose a todo tipo de peligros y consiguiendo metas más o menos grandes. En fin, ya digo, pudo ser una buena novela, pero temo que está escrita con poco talento, con muchos lugares comunes y es previsible e incluso a ratos aburrida, algo que, en Ciencia ficción, es un pecado mortal.