martes, 24 de septiembre de 2019

"El candelabro enterrado", por Stefan Zweig.

 Zweig llegó a ser un respetado escritor profesional en su época. Esta afirmación se deduce de la variedad de temas que trata, desde el ensayo político y social, pasando por la novela realista e incluso la novela rosa, por no hablar de poemarios y libretos de óperas. Luego, ya es sabido, por mor del fanatismo nacionalista imperante en los años treinta en Austria y Alemania hubo de exiliarse, primero a Inglaterra y luego a Brasil. Pero antes de caer en desgracia, Stefan Zweig disfrutó de un reconocimiento sin duda merecido. Digo esto porque la variedad temática de sus novelas sorprende a quien piense en escritores muy centrados en una visión literaria y vital concreta; por supuesto, esto enriquece su obra literaria, que duda cabe.
  En El candelabro enterrado, Zweig enfoca en el judaísmo, algo que, pese a que Adolf Hitler y sus muchachos pensaran, a él le traía bastante al pairo. Parece incluso que declaró cierta vez que  su judaísmo era meramente accidental. Tanto él como su coetáneo y amigo Joseph Roth tuvieron una relación muy superficial con el judaísmo, al cual ni siquiera valoraban como tradición cultural, muchísimo menos en el plano religioso. Con todo, ése es el tema principal aquí: narra la vida de un judío (Benjamín Marnefesh) que es encargado de recuperar la menorá, el candelabro de siete brazos ritual y simbólico de los judíos. El propio Benjamín será testigo, siendo niño, del robo del mismo por los vándalos en el saqueo de Roma; y  muchas décadas después, al final de su vida, será comisionado para pedir al emperador bizantino Justiniano su restauración. Es, por tanto, una novela histórica. El grado de documentación y respeto a la referencias históricas más fiables es exquisito, nombrándose con acierto al emperador Tito, conquistador de Jerusalén; Genserico, rey vándalo, propulsor del saqueo de roma; o Justiniano y su Renovatio Imperii que llevó la menorá de Cartago a Bizancio.
 Como hiciera Pérez Galdós en sus Episodios nacionales, Zweig narra la Historia como paisaje de la acción, puesto que se centra en la intrahistoria, en personajes pequeños, inventados, que vivieron durante los hechos históricos conocidos. En todo caso, lo mejor de Zweig es la pulcritud de su prosa; su capacidad de descripción, sobre todo psicológica de los individuos. Es notable, a final del libro, el sueño pesadillesco que tiene el propio Benjamín acerca de su propio pueblo, siempre errante tras la menorá que acabará sí o sí en una "tierra con palmeras y cedros" que no es otra que su "tierra prometida". Es interesante, teniendo en cuenta que la novela se publicó en 1937, once años antes de la fundación del Estado de Israel, es, en este sentido, premonitoria. La lectura de Zweig es un placer que ha de cultivarse a fuego lento; su prosa tan lenta y adjetivada, sus descripciones tan complejas no son para leer a salto de mata.