martes, 8 de junio de 2021

Inciso cinematográfico: "The Whole Town's Talking", dirigida por John Ford en 1935.

  Hay películas que destacan por tener argumentos que atrapan, interesantes y con giros sorprendentes; otras por conectar con la realidad social de forma más o menos coyuntural; otras por tener una fotografía deslumbrante, que las convierte en obras de arte; y hay otras que son, simplemente, puras demostraciones de la valía del actor principal. The Whole Town's Talking encaja perfectamente en esa última categoría. El argumento, aun cuando tiene mordiente suficiente para mantener la atención del espectador, no es novedoso en absoluto, habiéndose empleado en mil ocasiones tanto en literatura como en cine y teatro. Se trata del parecido extraordinario entre dos individuos, sosias el uno del otro, pero claro, parecido físico, no de carácter; aquí son los dos extremos: uno es un criminal buscado por la policía, un matón brutal y sin escrúpulos capaz de la mayor fechoría; el otro es un anónimo oficinista carente del más mínimo carácter, un pusilánime que pide perdón incluso por existir, incapaz de matar una mosca. Y en la mezcla de ambas vidas está la razón de la película, no gran cosa...
Imagen tomada del sitio IMDb.com
 No gran cosa, si no fuera por Edward G. Robinson, que encarna a ambos, al criminal y brutal Mannion, y al pusilánime Jones. En 1935, Edward G. Robinson ya era un actor consagrado, de hecho había firmado alguna de sus mejores actuaciones, incluso la que lo llevó al estrellato y también a un cierto encasillamiento, Little Caesar, la película que consigue que cuando pensemos en un gánster pensemos en el bueno de Robinson, con el sombrero ladeado y su sempiterno puro. El encasillamiento sobrevino además por otras películas de los años 30, bastante peores que Little Caesar, que seguían aprovechando el físico (su expresión facial, más que otra cosa, no su estatura) de tipo sin escrúpulos capaz de vender a su abuelita por un plato de lentejas. En The Whole Town's Talking, que, por cierto, fue presentada en Reino Unido como Passport to Fame, de donde saldría la traducción literal de Pasaporte a la fama con la que se visionó aquí, Edward G. Robinson se duplica para mostrar ese estereotipo gansteril y el de un tipo sin coraje y sin apenas fuerzas para nada. Sus gestos más nimios, sus más leves cambios de entonación son recogidos por la cámara, dando verosimilitud por igual a ambos personajes. 
 Del resto del elenco actoral, la actriz coprotagonista, Jean Arthur, está, no a su altura, eso sería casi imposible, pero sí a muy buen nivel, representando a la compañera del oficinista Jones de la cual éste está secretamente enamorado. Del resto no destaca nadie, ni por bueno ni por malo, aunque Robinson deslumbra tanto que apenas queda sitio para nadie más.
Imagen tomada del sitio torontofilmsociety.com
 Y poco más que contar... Una película para lucimiento de actor, eso sí, ¡vaya actorazo! Cuentan los que lo conocieron que, a diferencia de los papeles de gánster y criminal que lo encumbraron, Edward G. Robinson (cuyo nombre real, por cierto, era Emanuel Goldenberg) era un tipo dulce y familiar en absoluto dado a gritos y exabruptos. En esta película tampoco aparece ese carácter personal, simplemente encarna a dos polos opuestos con la facilidad con la que un camaleón cambia de color.