jueves, 5 de mayo de 2022

"El mundo en que vivimos", de Anthony Trollope.

  Un mundo de distancia hay desde Terry Pratchett a Anthony Trollope. Pero, con todo, hay semejanzas, otras además del hecho de ser dos escritores ingleses. Ambos, por ejemplo se burlan inmisericordemente de la sociedad humana, de sus vanidades, arrogancias y estupideces; de forma muy distinta, por supuesto, más evidente, más moderna en Pratchett, más sutil, más sofisticada en Trollope. Pero que nadie dude de que la crítica a la falsedad, el engaño, la estafa y la hipocresía son denunciados por el victoriano. Lo que pasa es que Trollope es muy "siglo XIX", un tiempo más pausado que el nuestro (aunque la Revolución Industrial ya había cambiado para siempre el idílico -o no- mundo rural), pero en cualquier caso, se disponía de más tiempo para leer (en fin, los que pudieran permitírselo, claro) y se apreciaba más el desarrollo a fuego lento de la trama. Todo eso explica, quizás, que esta novela que, como dicen los de Ático de los libros, atiza la "corrupción y la codicia", tenga cerca de novecientas páginas. Una lectura para varias semanas, que no sólo carga contra esa corrupción social y financiera, sino que urde un detallado cuadro sobre la sociedad londinense (y la humana, en general) de final de siglo XIX (y de siempre).
 La novela se inicia con la descripción de la familia Carbury, encabezada por la viuda, madre de dos hijos, diletante literaria, que, además de querer publicar sus novelas a toda costa, no desea sino casar a sus dos hijos para poder obtener fuente económica de supervivencia. Ahí empieza la primera crítica (que los de las editoriales parecen olvidar): la de las editoriales que publican a amigos (más recientemente, a periodistas amigos) y que, en definitiva, crean de la nada un fenómeno literario (en verdad, sólo fenómeno editorial) para vender, vender y vender... que para eso están... Bueno, pues a través de Lady Carbury se conoce al personaje central de la novela: Augustus Melmotte, un supuesto banquero que nadie sabe muy bien de dónde ha venido ni cuál es el origen de su fortuna. A pesar de esto, en la city todos quieren codearse con él, tiene algo, no sé qué... algo que le da un aura de respetabilidad. La estafa consiste en la búsqueda de capital para la construcción de una línea ferroviaria al otro lado del Atlántico. Los adinerados londinenses, por pura codicia caen en la trampa pensando que alguien tan rico como Melmotte no puede hacerles a ellos sino también asquerosamente ricos... ¡ilusos! 
 Otra muestra de la corrupción de la sociedad se da en el afán desmedido que tienen muchos de intercambiar dinero por títulos nobiliarios y viceversa. Melmotte, por ejemplo quiere casar a su hija (sine nobilitate) con un joven que, precisamente, eso es lo único que tiene, a cambio, claro, de dinero. En fin, Trollope pergeña una sociedad en la que nadie es honesto, todos quieren engañar al prójimo y aparentar lo que no son, ¿suena de algo? A mí, al menos, me suena a la sociedad en la que vivo, que no es precisamente la Inglaterra victoriana...
 Y ya puestos a comparar escritores, la diferencia enorme entre Anthony Trollope y Charles Dickens está, en mi opinión, en la sutileza con la que el primero muestra todo frente a la palmaria muestra del segundo. Sé que lo que voy a decir parece hoy extraño, pero lo diré: Dickens era un escritor de masas, que escribía tanto para el erudito como para la ama de casa, para el industrial y para el obrero (que supiera leer, claro); por ello sus denuncias sociales son muy claras (cabría decir que incluso un tanto infantiles), así, hay personajes heroicos adornados con todo tipo de virtudes, y otros antihéroes con todos los vicios habidos y por haber. Trollope, por el contrario, es más sutil, menos evidente; hace un retrato minucioso del personaje, y el lector avezado descubre poco a poco que es un verdadero canalla. En un principio, en El mundo en que vivimos, Augustus Melmotte es presentado como un simple arribista que, podrido de dinero, no quiere más que obtener título nobiliario para sí mismo y para su familia (algo que, evidentemente, era fundamental en la Inglaterra victoriana y que a él le faltaba); con el transcurrir de la novela se va mostrando como un tipo sin escrúpulos capaz de  vender a su abuelita por un plato de lentejas, y, finalmente, acaba por convertirse en un estafador de tomo y lomo. Todo acabará, evidentemente, en la bancarrota propia y ajena y en el suicidio.
 En fin, una inmensa novela (no sólo por su longitud). Un verdadero retrato al óleo del alma humana, de su mezquindad sin fin, su incapacidad para redimirse aunque pasen veinte, treinta o cuarenta siglos.