sábado, 9 de junio de 2018

"El pequeño zoológico", de Robert Walser.

 No consigo ser firme con los propósitos antiguos. Decidí hace pocos años no volver a leer a Walser. Y aquí estoy ahora, leyéndolo de nuevo. De Robert Walser ya dije que tengo sentimientos encontrados: por un lado admiro su prosa intricada, lenta, minuciosa y cuidada, propia de alguien que se deleita con la cuidadosa observación de lo más nimio; por otro lado, el carácter obsesivo del autor suizo le llevó a escribir como lo haría un maniático, un enfermo mental, como alguien que no puede salir de un pensamiento circular; también, lo comenté en otra ocasión, su humildad extrema, enfermiza, indigna, hasta la abyección más absoluta me hacía sentir náuseas de tal condición humana. Hay muchos tipos de humildad, me refiero dentro de un escritor. En algunos, como Tolstoi, la humildad engrandece al autor, pues presenta esta cualidad como la respuesta natural ante un mundo deshumanizado. En el ruso, devoto cristiano, la humildad y, sobre todo, la igualdad absoluta entre los seres humanos es la forma de acercarse a Dios y vivir según los designios cristianos. Teniendo en cuenta que Tolstoi provenía de una noble y rica familia (emparentada, incluso, con los zares), el rechazo a lo material y humano para buscar el Reino de los Cielos tiene, si cabe, mayor valor. En el suizo, por desgracia, la humildad extrema solo es aniquilación ante el hombre superior. Walser fue educado (en buena medida, por sí mismo) como sirviente, en el sentido más anticuado y repugnante de la expresión. Walser hubiera sido uno de esos mayordomos abyectos que doblaron el espinazo toda su vida para servir a orondos nobles que no habían hecho nada en toda su vida; pero no lo haría por un plato de lentejas, sino por pura falta de dignidad, de autoestima, de respeto propio. Y, para mí al menos, lo peor de todo es que Robert Walser fue un tipo de una sensibilidad e inteligencia emocional sin parangón, un hombre con un talento literario de los que aparece uno en cada siglo. 
 Afortunadamente, El pequeño zoológico, no muestra esta indignidad, esta humillación, pues está dedicado, como su nombre indica, a los pequeños que nos acompañan en nuestra vida: gatos, gorriones, ratones...
  En El pequeño zoológico destaca esa capacidad de observación tan maravillosa que tenía el autor. Uno se lo imagina dando larguísimos paseos en solitario, con una pequeña libreta en la que apunta, con letra minúscula, los pensamientos más hermosos que le inspira la contemplación de un pequeño animal en cualquier lugar de la ciudad. Esa es una de las esencias de la creatividad literaria (y también de la sensibilidad lectora): la  capacidad de admirarse ante lo más nimio, lo más vulgar, y sacar de allí un hermoso texto que, cuando el lector lo lea, conseguirá establecer un vínculo de admiración por la vida en sus más pequeños ámbitos en ambos. Este libro es, por tanto, principalmente optimista, pues nos da motivos para sonreír a la vida ante cosas que a la mayor parte de la población le pasa, desgraciadamente, desapercibida.
 La mirada de Walser es la mirada de un naturalista que humaniza al animal, lo compara consigo mismo con ojos compasivos y afectuosos, pero no exentos de agudeza social e incluso cierta crítica. 
 Es una pequeña joya, más parecida a El paseo que a Jakob von Gunten, lo cual lo hace mucho más llevadera.
  La editorial Siruela es la que se encarga de traernos esta pequeña obra "walseriana" con una encuadernación preciosista que realza su valor como pequeña joya literaria.