miércoles, 4 de marzo de 2020

"El reflejo", por Javier Lacomba de Maruri.

 Heredé de mis padres un pequeño apartamento en una isla subtropical. Dicho apartamento, aunque pequeño, cumplía todas las expectativas que un veraneante desea en una casa en la playa: paredes inmaculadamente blancas, grandes ventanales, hermosas vistas... y un enorme espejo que ocupa la práctica totalidad de una pared.
 El espejo, ya se sabe, aumenta la sensación de profundidad y, por tanto, el tamaño aparente de la casa, además de mejorar la luminosidad del salón. Definitivamente, aquel gran espejo estaba bien pensado para aquella casa.
 Yo, sin embargo, soy poco amigo de los espejos. Me parecen muestra lamentable de la vanidad humana, por no hablar de la necesidad que tienen de ser limpiados con regularidad, mucho más, desde luego, que la pared desnuda. Así que, ni corto ni perezoso, empecé a tapar aquel enorme espejo. ¿Con qué? Con lo que tengo más a mano y más abundantemente: libros. Con vulgares maderas contrachapadas construí un precario armazón a modo de estantería ocupando todo el espejo, y luego lo llené con varios cientos de libros.
 Asunto concluido: el espejo había quedado casi totalmente tapado por una abigarrada colección de colores (las de los lomos de los libros) entre los que predominaban los tonos marrones.
 Pasaron, pues, los días sin el detestado reflejo de luces de la mañana a la noche. Ufano me sentía con mi diminuta hazaña... Hasta que un día traté de buscar un libro concreto en la nueva estantería. Rebuscando entre sus lomos, leyendo sus autores y títulos encontré algo que me horrorizó y me llevó a malvender apresuradamente aquella casa. En un pequeño hueco entre libros vi el reflejo de una cara, pero no la mía; era el reflejo de una cara medio humana medio demoníaca que me hacía muecas amenazantes con ojos inyectados en sangre. Era el reflejo del propio espejo que había sido brutalmente tapado y asfixiado por mis libros.

"Tristana", de Benito Pérez Galdós.

 Leyendo la Antología española de literatura fantástica resurgen los viejos gustos, las antiguas lecturas que me enamoraron tiempo ha; entre ellas las novelas realistas del XIX con gigantes como Pérez Galdós, Pardo Bazán o Clarín. Del primero leí y releí Fortunata y Jacinta con la que estreché vínculos afectivos por la localización y el habla popular de algunos personajes (típicamente, de Fortunata) tan parecida a la de mis abuelos. No me gustaron, sin embargo, los Episodios nacionales que, teniendo los mismos mimbres que la novela anterior, caen en un historicismo que, particularmente a mí, no me interesa. Así que volví a por "Benito el garbancero" como parece que le llamaba su buen amigo Valle-Inclán, y me lancé a por Tristana.
 En Tristana se da un triángulo amoroso típico: por un lado la propia Tristana, huérfana acogida en su mocedad por un viejo hidalgo solterón, don Lope, que, tras haber sufrido años de abusos, se enamora de Horacio Díaz, un pintor bohemio. Los prejuicios morales, las hipocresías sociales y el amor más puro se entremezclan para formar una novela amena sin caer en lo vulgar, erudita sin ser pretenciosa, atemporal sin tacha de moralina... Una novela redonda.
 La edición, por cierto, no puede ser más cutre. Fue Austral (Grupo Planeta, obviamente) la que lanzó una colección con las novelas más señeras de  autores inmortales como Kafka, Melville, Ovidio, Poe, Polidori, Woolf o el propio Galdós. No debió tener mucho éxito porque parece que no han sacado más, pero en cualquier caso a mí me interesa, porque aún siendo una encuadernación pésima (papel casi biblia, letra minúscula y tapa rústica) tiene un precio bajo (3,95€) que para los que compramos libros para leer y no para presumir nos llena por completo.
 Tristana se engloba, a decir de los sesudos filólogos, en el llamado ciclo "espiritualista" del autor canario, con temas importantes de la época y de todos los tiempos como la emancipación de la mujer o la hipocresía social. Pero, para mí, lo más sobresaliente de esta lectura es el preciosismo formal de Galdós. Leer a Pérez Galdós es hacer un máster en literatura amena con una calidad apabullante; los personajes son descritos con una rotundidad difícil de encontrar; los diálogos son tan naturales que uno siente al personaje como alguien cercano. Galdós es un creador de personajes como pocos, personajes que, en realidad, son arquetipos extrapolables pero con rasgos propios que los individualizan. Pocos escritores consiguen esto.
 Los que nacimos, crecimos y somos descendientes de gentes nacidas  a orillas del río Manzanares tenemos un motivo especial de cercanía con tantas novelas de Pérez Galdós, pues el autor también describe con una minuciosidad increíble las grises y trabajadas callejas de aquella maltratada ciudad.
 Todo ello redunda en obras que, pese a lo que muchos puedan pensar, son universales y atemporales, pues los paisajes descritos podrían ser cualquier ciudad de la época, y los personajes son, como dije, arquetipos. Con todo, leer a Galdós es como comer tu plato preferido después de haber pasado meses de hambre... mejor aún, para mí, leer a Galdós es como comer las croquetas que hacía mi abuela Manolita, algo de una calidad insuperable que nunca volverá y que me retrotrae a mi infancia.