miércoles, 18 de diciembre de 2019

¿Por qué no releer?

 Cumplidas ya las cuatro décadas de lector empedernido, se comienza a hacer inmenso el acopio de lecturas (unas retenidas, la biblioteca, y otras perdidas pero presentes en la memoria), y uno recuerda de muy distinta forma dichas lecturas. Por supuesto, los recuerdos son subjetivos y están ligados a distintas épocas de nuestras vidas, a eventos positivos y otros negativos (o, mejor dicho, que juzgamos positivos o negativos); así, esos juicios son, como siempre, excesivos y nos llevan a error.
 Todo este rollo seudofilosófico lo suelto porque estoy releyendo a Verne. Ya conté en otra entrada que Verne formaba junto con Kipling, Salgari, Stevenson, Conrad y algún otro más el parnaso de escritores que nos enganchó a miles (millones, más bien) de jóvenes lectores europeos y occidentales y consiguieron, indirectamente, que la lectura habitual formara parte de nuestras vidas, forjara nuestros caracteres y, en definitiva, nos marcara de forma indeleble. Así, ligados a esos recuerdos, los nombres antes citados son como dioses todopoderosos a los cuales uno casi no se atreve ni a mirar de soslayo. Pero claro, lo bueno de la lectura (la buena lectura, la reflexiva y con critero propio) es que nos convierte a todos en iconoclastas furibundos, dispuestos a destruir lo más sagrado. Así que... vamos allá...
Imagen tomada del sitio wikipedia.org
 A Julio Verne lo leí con doce o trece años. ¿Quién era aquel chico? Probablemente un chaval bienintencionado, corajudo, optimista y esforzado que no sabía que habría de darse todas y cada una de las hostias que un ser humano puede darse en esta vida. Bien, ahora tengo casi cincuenta años, tristemente, el coraje, el optimismo y las ganas han sido sustituidas por el cansancio, el hartazgo y la suspicacia... Escribo esto para ser honesto (de las poquitas virtudes que me esfuerzo por mantener) y así dejar claro que el juicio que hago ahora sobre Verne puede ser tan inválido como el que hice a los trece años. Bien, lo cierto es que al leer La isla misteriosa me he cansado decenas de veces de lo insensatamente pueril que es la novela, de la sociedad ñoña pero, a la vez, autoritaria e injusta que el autor parece preconizar. De nuevo otro aviso que mi mente me dicta: cuidado, estoy juzgando a un escritor del siglo XIX bajo criterios morales del XXI, eso es injusto (valga la redundancia) y simplista. Sí, lo que hago es injusto y simplista, pero no puedo y no voy a dejar de hacerlo. En la otra entrada hablé de racismo en el texto de Verne. Bueno, pues a medida que avanza la novela, esto ya clama al cielo. El negro de la novela, Nab, es comparado abiertamente no ya con el perro, Top, sino con un orangután amaestrado, llamado Jup. Esto es hecho de forma explícita, me sorprende (y, por otro lado, no me sorprende en absoluto) que no me haya dado cuenta cuando leí a Verne en mi adolescencia. El tratamiento a Nab es, verdaderamente, perturbador; uno tiene que recordarse una y otra vez que está leyendo un texto escrito a mediados del siglo XIX y que la sociedad ha cambiado tanto que lo canónico se ha convertido en inaceptable y viceversa. Pero, por otro lado, la jerarquización extrema de esa pequeña sociedad formada por cinco hombres demuestra también un sistema social opresor en el que, según el autor, el eslabón más bajo tiene que sentirse agradecido y sumiso al  superior como si fuera un demiurgo omnipotente que permite la vida del inferior... ¡Buff, qué difícil me está siendo escribir esto!
 En fin, no quiero terminar sin reconocer a los autores que antes cité como los grandes promotores de la lectura en adolescentes y jóvenes desde aquel mediado siglo XIX hasta finales del siglo XX, pero, las cosas cambian (uno mismo cambia) y la relectura duele. Duele más que nada porque uno se percibe distinto al releer, no mejor ni peor, distinto, muestra evidente del paso del tiempo que acabará finalmente por laminarnos a todos.