viernes, 8 de noviembre de 2024

"El club de los incomprendidos", de G.K. Chesterton.

  Chesterton es inconfundible. Es un autor que está a medio camino de la llamada Literatura victoriana y la contemporánea, en buena medida como corresponde a haber vivido entre 1874 y 1936, pero también por su formación y su manera de ser. Así, trata de representar la naturaleza (del mundo que lo rodea o de sus personajes) con un realismo absoluto, sin dejar nada a la idealización, predominando la razón sobre lo romántico; al mismo tiempo tiene una moralización de las actitudes y los personajes, penalizando a los negativos y premiando a los positivos; y, por supuesto, el estilo cuidado, con frases largas, abundancia de frases subordinadas y muy rica adjetivación. Todo lo anterior se podría aplicar sin problemas a la narrativa de Dickens, Henry James, Tackeray, Wilkie Collins y demás autores victorianos, y también a Chesterton. Pero Chesterton es de otra generación, con  lo que los temas son tratados más livianamente, con mucho más humor y despreocupación, con otro estilo, mucho más contemporáneo. Pero lo que define a Chesterton (y precisamente en está pequeña novela es muy evidente) es la paradoja, un juego intelectual, con el que el autor presenta de una forma clara a los personajes y sus relaciones, para darle luego la vuelta como a un calcetín, invirtiendo por completo aquellas relaciones y la idea que el lector se hace de los personajes. Es un recurso que han utilizado otros autores famosos como Kafka o Borges, pero en el que Chesterton destaca sobremanera, haciendo que la lectura sea fresca y sorprendente. Por otro lado, la cuestión moral y religiosa es fundamental en Chesterton, debió ser un hombre de profundas preocupaciones espirituales, lo cual lo llevó de un agnosticismo militante, imbuido por su familia y por el industrialismo y materialismo que predominó en la Revolución industrial, al anglicanismo y, por último, al catolicismo. Así, los personajes encarnan frecuentemente las virtudes evangélicas: la humildad, la misericordia o la bondad, despreciando los valores humanos y sociales que han predominado en toda época.
 El club de los incomprendidos se explicita mejor con su subtítulo, Cuatro granujas sin tacha, pues presenta a cuatro individuos que son precisamente lo más deplorable de la sociedad, pero que al final (ejemplo de la paradoja de la que hablaba antes) pasan a ser verdaderos dechados de virtudes. Así, un ladrón, un charlatán, un asesino y un traidor se transforman en ejemplos a seguir, cuando su verdadera condición es expuesta y se comprueba que no son sino lo mejor de la sociedad, aunque como no buscan honores humanos son repudiados por la misma. Cada uno de los cuatro personajes son presentados en respectivos relatos, que conforman la unidad de la novela. El asesino moderado está ambientado en el Egipto bajo administración británica, donde el gobernador Tallboys ha sido tiroteado. Su agresor, un tal Hume (quizá remedo del filósofo escocés David Hume que postulaba que el conocimiento humano derivaba exclusivamente de la experiencia), se presenta como un "asesino moderado", ese oxímoron, en un principio incomprensible se explicita al final cuando se comprueba que el pistolero había herido superficialmente al gobernador para que éste no fuera asesinado, como se preveía lo iba a ser, poco después; así, ese tal Hume mantenía el poder establecido en Egipto como buen moderado que era. El segundo incomprendido es El charlatán honrado, descrito en un relato detectivesco en el que un médico se ve obligado a inventarse una enfermedad mental para incapacitar e ingresar en un psiquiátrico a un conocido que va a ser acusado falsamente de asesinato. Haciendo eso éste quedará eximido de culpa, con lo que se demuestra que toda la charlatanería falsa del galeno tenía un fin honrado. En El ladrón absorto se narra a un estrambótico personaje, hijo de una familia adinerada que hizo fortuna de formas poco honorables. El tipo, Alan, pasa por ser la oveja negra de la familia, pues no siguió con los negocios familiares y fue enviado a Australia. Allí vio la luz y volvió a Inglaterra con un extraño propósito: enmendar los desmanes familiares. Pero lo hace sin aparentarlo, convirtiéndose en un aparente ladrón, pero que en lugar de quitar dinero a sus víctimas, éstas quedan con más dinero del que tenían. Así trataba de compensar todo el latrocinio que su familia cometió en el pasado. El traidor leal está ambientado en los Balcanes, allí un supuesto revolucionario urde un plan con personajes ficticios para forzar al gobierno a que tenga mejor trato hacia sus súbditos.
 En fin, en todos los relatos está presente la paradoja a la que hacía antes referencia: se presentan una situación y unos personajes concretos de forma clara y meridiana, pero al final es exactamente lo contrario, los malvados son bienhechores y viceversa. En todo, como decía antes, está presente ese huir de las falsas apariencias de la sociedad, buscar la verdadera naturaleza de las cosas y de las personas, siempre bajo una óptica cristiana.

Segundo concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta de Castilla y León, dirigida por Fabien Gabel. Obras de Fauré, Gruber, Richard Strauss y Florent Schmitt.

  Ayer disfrutamos de otro espléndido concierto en el Auditorio Miguel Delibes. La OSCyL estuvo conducida por el director francés Fabien Gabel. Se guardó, como era obligación moral y deseo de todos los asistentes, un minuto de silencio en recuerdo de las víctimas de las terribles inundaciones acaecidas recientemente en el Levante español. 
 El concierto comenzó con un fragmento de Pelléas et Mélisande, opus 80 de Gabriel Fauré, una de las obras más conocidas, junto con la Pavana, del egregio autor romántico e impresionista francés. No sería el único de la noche, pues su compatriota Florent Schmitt y el bávaro Richard Strauss también pertenecen a ese periodo que supuso el paso de las melodías contrastantes y apasionadas, y virtuosismos del piano o del violín del Romanticismo musical hacia la mayor libertad armónica y rítmica del Impresionismo. Sólo Gruber distorsionó el concierto, luego explicaré cómo. Claro está que Pelléas et Mélisande es una obra escénica para ilustrar musicalmente la pieza de teatro homónima de Maurice Maeterlinck, un drama romántico, el clásico triángulo amoroso. Así, la música de Fauré (también ocurre lo mismo en la obra homónima de Claude Debussy, cuyas melodías estuvieron espiritualmente presentes todo el concierto como comentaré más tarde) es música escénica que debe acompañar a lo que está ocurriendo en la obra teatral, y en ese sentido Gabriel Fauré es un genio absoluto. En el primer movimiento, Prélude, la melodía dulce y suave muestra la ingenuidad doncellil de Mélisande; el segundo, Fileuse (Hilandera), por el contrario, simboliza el trágico destino de los amantes, personalizado por la flauta, el fagot y los violonchelos, mientras que la trompa representa al marido engañado, Golaud; el tercer movimiento, Sicilienne, es uno de los movimientos más bellos jamás creados, un diálogo entre el arpa y la flauta, que enamora al más duro de corazón; por último, termina el fragmento con La mort de Mélisande, que, no podía ser de otro modo, no es sino una marcha fúnebre que acompaña a la muerte de la heroína. Es una obra excelsa, de una belleza pocas veces alcanzada.
 Pero hete aquí que los que programan los conciertos de la OSCyL buscan el mayor contraste posible entre las obras (digo yo que será por eso), y plantean una de las obras más conocidas (absolutamente desconocidas por mí, lo digo sin pena alguna) de Heinz Karl Gruber, un compositor austriaco contemporáneo, ya octogenario, discípulo de la llamada Segunda Escuela de Viena, de la cual sobresalió como todo el mundo sabe Arnold Schoenberg. Es decir, la música de Gruber cae en eso que se ha llamado atonalidad y dodecafonismo, una aberración (en mi humilde opinión) en el que la música es hurtada de la melodía y el ritmo que la hacen comprensible. En concreto, la "música" de HK Gruber es definida como neotonal, e incluso se la considera parte de la Tercera Escuela de Viena... En fin, esto de las escuelas de Viena es otra aberración, pues los musicólogos denominaron Primera Escuela de Viena a la música compuesta por Haydn, Mozart y Beethoven, ¡Nada menos! Pero las comparaciones de los tres gigantes con los otros... Bueno, parece que Gruber compuso Aerial pensando en un trompetista concreto, el noruego Hakan Hardenberg, que anoche nos acompañó. La obra, veinticinco minutos de desatinos atonales, sirvió, al menos, para que el solista demostrara su sobresaliente dominio de la trompeta. Fue muy significativo que en el bis, el propio Hardenberg anticipó con un "I think you deserve some melody" ("Creo que merecen algo de melodía"), y nos premió con un estándar jazzístico. Más claro, agua.
 Después del descanso tocó el turno de Richard Strauss y Schmitt. Del muniqués ya he hablado en otras ocasiones en este blog, pues se representa en el Auditorio Miguel Delibes obras suyas con relativa asiduidad. Hoy tocaba la Danza de los siete velos de la ópera Salomé, basada en el drama homónimo de Oscar Wilde, basada a su vez en la historia neotestamentaria de la decapitación de Juan el Bautista por orden de Herodes. Salomé en esta historia, ya se sabe, era la hija de Herodes y Herodías, quien, al bailar ante su padre con extrema destreza y gracia es premiada  por éste con el trofeo que ella decida, siendo urgida por su madre a que pidiera la cabeza del Bautista. Así pues, nos encontramos con más música escénica, para la que Strauss (Richard, no confundir con la egregia familia creadores de los más hermosos valses encabezada por Johann y continuada por Josef y Eduard) es otro genio sin igual. En Salomé, Richard Strauss propone unas melodías de cierto aroma "orientalizante", con preciosos arabescos interpretado por el oboe e incluso una corta tonada de origen turco; por otro lado, enérgicas entonaciones de resonancias wagnerianas contrastan con las suaves canciones anteriores.
 Y por último, otra versión de Salomé, en este caso a cargo del compositor francés Florent Schmitt, concretamente La Tragédie de Salomé, opus 50. Reconozco que no había escuchado nada de este autor nacido en 1870 y fallecido en 1958, y que hace honor a ese periodo del que hablaba antes del paso del Romanticismo musical al Impresionismo, periodo muy fructífero para el país vecino, con gigantes como Debussy, Ravel, Satie o Fauré. La Tragédie de Salomé está dividida en dos partes, ambientada en el palacio de Herodes, comienza con un Prélude de carácter descriptivo con arabescos orientalizantes a cargo del corno inglés; después, la Danse des Perles es un scherzo que musicaliza la danza de Salomé ante su padre; luego, ya en la segunda parte, Les enchantements sur la mer que inevitablemente trae recuerdos del sublime poema sinfónico La mer de Claude Debussy, con esas olas encarnadas en melodías in crescendo; después, la Danse des éclairs (Danza de los relámpagos) con un frenesí rítmico; y por último la Danse de l'effroi  (danza del espanto), que simboliza el asesinato y decapitación de Juan el Bautista. 
 Ha sido, pues, un concierto muy romántico, todo con música escénica de ese periodo, a medio camino entre el siglo XIX y el XX, con melodías y ritmos apasionados que musicalizan las ansias y pasiones humanas. Tan solo el bodrio de Gruber ha estado fuera de lugar.