lunes, 11 de diciembre de 2017

"Unos ojos azules", por Thomas Hardy.

 La novela más autobiográfica de Hardy, con la ambientación en una parroquia de Cornualles (semejante a la que vivió en sus primeros años de vida al ser hijo de un pastor anglicano de aquella zona sudoccidental de Inglaterra), la eterna lucha de clases y lo que se pierde sin haber podido luchar por ello (como la renuncia forzosa que tuvo que hacer el autor a continuar estudios), o un padre, el clérigo, que, perdido en su misticismo, no llega a comprender totalmente el drama de su hijo. Todo eso lo vivió Thomas Hardy y conforma el armazón de Unos ojos azules. Es bueno recordar esto para no leer superficialmente la novela, que quedaría limitada a los amores y desamores de la protagonista, Elfride, con un joven arquitecto o un viejo hombre de letras, y así se perdería la enorme crítica social que Hardy vierte sobre su "esplendorosa" sociedad.
  Porque, claro, en la época victoriana no se podían hacer críticas explícitas sobre, por ejemplo, la brutal desigualdad social que había provocado la Revolución Industrial, se corría el riesgo de no publicar en vida nunca más. Pero un buen lector reconocerá la sátira y el sarcasmo en todas las obras de Dickens, muchas de Hardy, bastantes de las de las Brönte, algunas de Henry James y ninguna, eso sí, de la pedorra de George Eliot. Quizás críticas muy suaves para nuestros explícitos días, pero que reventaban la supuesta brillantez del Imperio. 
 Es como si la novela tuviera dos lecturas: la más simplona con los amoríos de una joven como tema principal, y la más profunda con la crítica social mencionada. En esta última lectura está la denuncia de una sociedad que basa sus juicios de valor sobre las personas en la tenencia de dinero y títulos nobiliarios o en la hipocresía religiosa como método para trepar.
  La novela fue publicada, como era habitual en la época, por capítulos en una revista semanal, lo cual exigía que cada capítulo acabara con un giro argumental o una promesa de complicación temática para enganchar al lector, un mal menor presente en casi toda la literatura victoriana.