lunes, 23 de marzo de 2015

La brutalidad de los "niños de la guerra" (escrito en 2007)


Es indudable que la infancia nos marca sin posibilidad de cambio en la edad adulta, aún así, los diferentes caracteres también pugnan por salir a la superficie, es posible que como se nos explicaba en genética, el fenotipo (es decir lo que se muestra en el exterior) es producto de la interacción del genotipo (la cuestión genética, en éste caso el carácter y personalidad de cada uno) y las condiciones ambientales (alimentación, educación, experiencias personales, etc.).
Si cuando uno tiene menos de diez o quince años, edades a las que se va forjando el carácter, ve como los hermanos, primos o paisanos se matan y despedazan sin piedad; si cuando se es adolescente se ve gente pasar hambre y necesidad, lo cuál les lleva a robar, prostituirse, trampear con lo más básico (véase estraperlo) y en definitiva dejar a un lado cualquier atisbo de rectitud y moralidad en aras de una supervivencia física que está más que comprometida, entonces sin duda, el instinto de supervivencia del ser humano deja las delicadezas civilizadas a un lado y hace al individuo duro, forma callo como se dice vulgarmente para que se consiga la supervivencia en tan terrible situación.
En nuestro país, la generación nacida en los años treinta y cuarenta han sido llamados los niños de la guerra, por haber sufrido tan terrible experiencia a tan tierna edad, es indudable que una experiencia de brutalidad física, carencia afectiva y material como es una guerra civil ha de marcar de forma indeleble cualquier personalidad, y esto se mostrará antes o después en la vida. Estos niños frisan hoy en día las siete décadas de edad y, entrando como están en la senectud, se junta la brutalidad adquirida en la infancia con la que se va adquiriendo cuando llegamos a la vejez. Es por esto, que los que tenemos relaciones con estos tipos en la actualidad, vemos con terror como se aferran a la vida, pisando cabezas (ya sean estas de desconocidos o de hijos y nietos), celebrando cada día de vida como un triunfo sobre los demás, importándoles muy poco el bienestar o futuro de sus contemporáneos, el egoísmo (la fuerza más potente que existe en nuestro mundo) les lleva a rapiñar todo aquello que les interese, hacerse los sordos ante peticiones de terceros y pensar tan sólo en sí mismos. Cualquier pequeña discusión la zanjan con una andanada de reparto de culpas (todos tienen culpa de algo, menos ellos, claro), hurgando en la herida (tienen especial aptitud para ser hirientes) y se regodean en ello, demostrando así su facilidad de ataque y su invulnerabilidad a las críticas y consejos; su amor propio es tan grande que no necesitan de nadie más, se tienen a sí mismos, no olvidemos aquella rutilante frase “el amor mueve el mundo”, efectivamente el amor propio, el amor a uno mismo mueve el mundo.
Uniendo esas experiencias infantiles con la costra que se va formando en el corazón a medida que envejecemos, estos famosos “niños de la guerra” son las más formidables máquinas de supervivencia jamás creadas, no nos extrañemos si un gran porcentaje de ellos alcanzan la centena de años, ya que están dotados para vivir en guerra contra todos, incluidos contra sí mismos, sin hacer caso de cosas secundarias (para ellos) como pueda ser la sensibilidad con terceros o la compasión social. Que Dios todopoderoso nos coja confesados, porque desde luego éstos son tan brutales que ni siquiera necesitan de la idea de Dios para seguir adelante.