Es indudable que la infancia nos marca sin posibilidad de cambio
en la edad adulta, aún así, los diferentes caracteres también
pugnan por salir a la superficie, es posible que como se nos
explicaba en genética, el fenotipo (es decir lo que se muestra en el
exterior) es producto de la interacción del genotipo (la cuestión
genética, en éste caso el carácter y personalidad de cada uno) y
las condiciones ambientales (alimentación, educación, experiencias
personales, etc.).
Si cuando uno tiene menos de diez o quince años, edades a las que
se va forjando el carácter, ve como los hermanos, primos o paisanos
se matan y despedazan sin piedad; si cuando se es adolescente se ve
gente pasar hambre y necesidad, lo cuál les lleva a robar,
prostituirse, trampear con lo más básico (véase estraperlo) y en
definitiva dejar a un lado cualquier atisbo de rectitud y moralidad
en aras de una supervivencia física que está más que comprometida,
entonces sin duda, el instinto de supervivencia del ser humano deja
las delicadezas civilizadas a un lado y hace al individuo duro, forma
callo como se dice vulgarmente para que se consiga la supervivencia
en tan terrible situación.
En nuestro país, la generación nacida en los años treinta y
cuarenta han sido llamados los niños de la guerra, por haber sufrido
tan terrible experiencia a tan tierna edad, es indudable que una
experiencia de brutalidad física, carencia afectiva y material como
es una guerra civil ha de marcar de forma indeleble cualquier
personalidad, y esto se mostrará antes o después en la vida. Estos
niños frisan hoy en día las siete décadas de edad y, entrando como
están en la senectud, se junta la brutalidad adquirida en la
infancia con la que se va adquiriendo cuando llegamos a la vejez. Es
por esto, que los que tenemos relaciones con estos tipos en la
actualidad, vemos con terror como se aferran a la vida, pisando
cabezas (ya sean estas de desconocidos o de hijos y nietos),
celebrando cada día de vida como un triunfo sobre los demás,
importándoles muy poco el bienestar o futuro de sus contemporáneos,
el egoísmo (la fuerza más potente que existe en nuestro mundo) les
lleva a rapiñar todo aquello que les interese, hacerse los sordos
ante peticiones de terceros y pensar tan sólo en sí mismos.
Cualquier pequeña discusión la zanjan con una andanada de reparto
de culpas (todos tienen culpa de algo, menos ellos, claro), hurgando
en la herida (tienen especial aptitud para ser hirientes) y se
regodean en ello, demostrando así su facilidad de ataque y su
invulnerabilidad a las críticas y consejos; su amor propio es tan
grande que no necesitan de nadie más, se tienen a sí mismos, no
olvidemos aquella rutilante frase “el amor mueve el mundo”,
efectivamente el amor propio, el amor a uno mismo mueve el mundo.
Uniendo esas experiencias infantiles con la costra que se va
formando en el corazón a medida que envejecemos, estos famosos
“niños de la guerra” son las más formidables máquinas de
supervivencia jamás creadas, no nos extrañemos si un gran
porcentaje de ellos alcanzan la centena de años, ya que están
dotados para vivir en guerra contra todos, incluidos contra sí
mismos, sin hacer caso de cosas secundarias (para ellos) como pueda
ser la sensibilidad con terceros o la compasión social. Que Dios
todopoderoso nos coja confesados, porque desde luego éstos son tan
brutales que ni siquiera necesitan de la idea de Dios para seguir
adelante.
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