miércoles, 1 de julio de 2015

Ahora leyendo: "El profeta mudo", por Joseph Roth.

 De nuevo Roth, de nuevo una historia de perdedores del período de entreguerras en aquel país finiquitado llamado Austria-Hungría.
  Las novelas buenas tienen argumentos que enganchan y apasionan; personajes redondos con muchos matices; y situaciones verosímiles. Todo eso lo tienen la mayor parte de los relatos de Roth, pero, además, algunos son verdaderos frescos de la situación política y socioeconómica de períodos concretos de la historia de este continente.
 Hablando de la faceta literaria de ser testigo de las peripecias humanas, me viene a la memoria una trilogía de novelas que marcó mi juventud y que, en mi opinión, no ha recibido en nuestro país la justa atención que merece. Hablo de Los gozos y las sombras de Torrente Ballester, un detallado retrato de las circunstancias sociales, políticas y económicas que acabarían llevando a nuestra tierra a la Guerra Civil: una sociedad cuasi feudal que desaparecía (encarnada en el boticario, doña Mariana y en el personaje principal, Carlos Deza), otra con tintes fascistoides que acabaría por gobernar cuarenta años (representada por Cayetano Salgado), la contraria que se debatía entre el comunismo y el anarquismo (principalmente, Aldán y sus adláteres). La trilogía de Torrente Ballester es, por sí sola, una lección de historia.
  Análogamente, los personajes de El profeta mudo se debaten, en una convulsa época para Europa central, entre el comunismo más visceral, el nacionalismo descarnado y la arrolladora llegada de los fascismos. Es, como algún historiador denominó al siglo XX, la "era de las ideologías". En ese contexto siempre queda algún personaje más escéptico, descreído de cualquier pasión humana, que habitualmente puede ser identificado con el autor y con el que muchos lectores (al menos el que esto escribe) simpatizan fácilmente.

Sobre la presunta inferioridad literaria de la ciencia ficción.

 También en el ámbito cultural, la independencia de criterio diferencia al sabio que marca su propio camino del papanatas que solo quiere formar parte del rebaño, ser uno más y recibir la mísera escudilla con bazofia al final del día. En literatura, bien es sabido, también existe la famosa "casta" de la que tanto se habla estos días, es decir, gente biempensante que reparte carnés de creador literario serio. Tal canalla se suele esconder en mullidos sillones de reales academias, pero también bajo más humildes cátedras y "titulillos" varios (vanitas vanitatis et omnia vanitas), eso sí, su pomposidad y afectación es común. Así, uno de los subgéneros que desde siempre sufrió el sambenito de "literatura de segunda" fue la ciencia ficción. Bien, no soy un erudito en la materia, pero sí tengo conocimientos necesarios como para afirmar (como era de esperar, por otra parte) que en la ciencia ficción hay literatura tan excelente como aquella que puebla justamente el Parnaso de los grandes, pero también hay verdadera basura, tengo el honor y la desgracia, respectivamente, de haber catado ambos. Además en defensa de la ciencia ficción, diré que en muchas ocasiones, esta ha sido un recurso utilizado para decir cosas que de otra manera nunca se hubiera podido decir, especialmente en situaciones históricas de falta de libertad; el hecho, precisamente de que la ciencia ficción sea poco apreciada hace que el censor no se cebe en ella. Hace poco leí un prólogo escrito por Úrsula K. Le Guin, gran representante moderna de este subgénero pero que también cultiva la poesía y la narrativa infantil. Lo que la autora ponía en negro sobre blanco me parece lo suficientemente conciso y apropiado como para ponerlo a continuación:

 La ciencia ficción se presta a subvertir cualquier statu quo mediante la imaginación. Burócratas y políticos, que no pueden permitirse cultivar la imaginación, tienden a asumir que todo son pistolas de rayos y tonterías graciosas para los críos.

                                     Úrsula K. Le Guin