Ayer la OSCyL estuvo dirigida por el francés de origen estadounidense Hugh Wolf, mientras que la interpretación solista estuvo a cargo del israelí de origen ucraniano Vadim Gluzman. Las obras representadas, una vez más, notablemente contrastantes, fueron desde la contemporaneidad étnica de Gabriela Lena Frank, pasando por el vanguardismo "personalísimo" de Shostakóvich, hasta el postromantticismo de Sibelius.
El mestizaje cultural es, claro está, beneficioso en cuanto a la creación de nuevas formas y estilos. Y muchas veces, ese mestizaje cultural se fomenta por el puro mestizaje biológico. Ese es el caso de Gabriela Lena Frank, quien, siendo estadounidense de nacimiento y crianza, tiene antecedentes lituano-judíos por su padre y peruano-chinos por su madre, ¡ahí es nada la mezcla! Tanto es así, que es considerada una suerte de "antropóloga musical", buscando raíces musicales especialmente por Latinoamérica y experimentando con ellas. La obra representada ayer en el auditorio Miguel Delibes, Escaramuza, está inspirada en una danza atávica de los campesinos peruanos, elevada al rango de música culta por una instrumentación que recae exclusivamente en las cuerdas y la percusión. Nada menos que cinco músicos de percusión indica la fortaleza rítmica de la obra, que se puede comprender con un inicio y final con solos de bombo. Así pues, es una "danza tribal vertiginosa y siniestra" que plasma una celebración religiosa local. Su belleza melódica es discutible, pero su fuerza rítmica no, siendo ésta la principal característica de la obra. Un plato picante para comenzar el concierto de ayer.
Después tocó el turno de Dmitri Shostakóvich, un autor amado y odiado a partes iguales, y no sólo en nuestros días, también por las autoridades de su sufrido país en su época. Porque, de todos es bien sabido, el bueno de Shostakóvich pasó por brutales altibajos a lo largo de su vida, desde la admiración absoluta de los gerifaltes soviéticos y su promoción como héroe patriótico, hasta la denuncia y amenaza con acabar en un gulag. En fin, la Unión Soviética es lo que tenía, sensibilidad y respetos a los derechos humanos no eran su fuerte. En todo caso, para ser justo, hay que admitir que en toda época los compositores pasaron por distintos avatares que supusieron adversidades notables en sus capacidades creativas, pero tanto como estar amenazado de muerte por el propio Estado... eso ya era casi exclusivo del régimen soviético. En fin, lo cierto es que los vaivenes compositivos de Dmitri Shostakóvich no se sustrajeron a estas fluctuaciones políticas, modificando artificiosamente su estilo. Esto es especialmente notable en tiempos de Stalin, cuando cualquiera podía perder la vida por un "quítame allá esas pajas", incluso aunque uno fuera un aclamado compositor. Afortunadamente, la obra interpretada ayer, el Concierto para violín y orquesta nº 2 en Do sostenido menor, opus 129, fue escrita en 1967, cuando el tirano georgiano había muerto. Obviamente, todo "concierto para..." supone un ejercicio de glorificación del instrumento y del instrumentista en concreto, pero este concierto lo es más aún, pues el propio Shostakóvich lo compuso para su amigo el violinista Isaak Gilkman. Es, pues, una obra para la glorificación del virtuosismo del violinista, papel que ayer Vadim Gluzman cumplió más que sobradamente. El estilo desgarrado y obsesivo del ruso también forman parte de las melodías del concierto para violín y orquesta nº2, opus 129, así como las melodías de origen popular judío, a las cuales era muy aficionado. No es fácil de digerir, como todo lo de Shostakóvich, pero es un espectáculo ver y escuchar los esfuerzos del violín solista para adecuarse a la exigente partitura.
Y nada más contrastante tras Shostakóvich que la Sinfonía nº 2 en re mayor, opus 43 de Jean Sibelius. Es ésta una obra melódica, poco rítmica, con entonaciones dulces y amables, en absoluto discordantes. Se inicia con un Allegretto que contiene esa melodía con un tono "desenfadado y pastoral" que lo reconcilia a uno con la existencia, algo así como la Sexta sinfonía de Beethoven; continúa con el movimiento más sombrío y dramático de la obra, tempo que el propio Sibelius consideró que reflejaba la dura dominación rusa de su país, Finlandia, tanto es así que en ese país nórdico la obra fue rebautizada como la "Sinfonía de la independencia"; prosigue con un scherzo vigoroso; para acabar con un Allegro moderato que propone el discurso triunfal y majestuoso. En toda la obra, el oboe tiene un papel preponderante, especialmente en ese tema desenfadado al que hacía alusión antes. Es, en conjunto, una obra amable pero no exenta de fuerza y vigor, ejemplo claro de lo que una sinfonía debe ser, y las obras que más gusta escuchar en un auditorio sinfónico, con toda la orquesta dando el do de pecho, un verdadero espectáculo.