domingo, 25 de septiembre de 2016

Pequeña crítica a "Engreídas estatuas", de Javier Marías.

 Es habitual la maestría con la que Javier Marías toca casi todos los temas de la actualidad, son análisis certeros y simples pero a la vez cargados de hondura y buen hacer; noto, eso sí, que según pasan los años (Marías lleva décadas escribiendo para Babelia, el suplemento cultural de El País) una mayor dosis de amargura... los años, tal vez.
 En Engreídas estatuas, el autor afea la actitud dictatorial y soberbia de los políticos patrios, principalmente del Partido Popular, aunque tampoco se libran los del PSOE (Marías, sin comprometerse oficialmente, siempre ha dejado claro que escora ligeramente a babor), y los tilda de engreídos y estúpidos. Nada que objetar. Me temo que la mayor parte de los españoles sienten el desprecio supino que sus gobernantes les deparan, precisamente ellos que, ahora se puede percibir, son incapaces de negociar para llevar a buen término la formación de un gobierno medianamente viable que trate de ventilar los innumerables problemas que se ciernen sobre la ciudadanía. Sin embargo, leyendo el nudo del artículo siento que los gravísimos defectos que atribuye a la clase gobernantes están ampliamente distribuidos por la generalidad de la sociedad. Cuando afirma: "Llamémoslos “avasalladores”. Son desconsiderados y despectivos, no escuchan a quienes les señalan (pocos se atreven) sus abusos y defectos, no admiten consejos que los contraríen o amenacen con limitar su voluntad. Cualquier objeción los irrita, por razonable que sea, por mucho que vaya encaminada a ahorrarles un futuro disgusto o una catástrofe. De eso no suelen tener visión, de futuro. Creen, como los niños, que cada presente es inmutable. Así, no se privan de ofender, imponer, sojuzgar y humillar..." creo sentir que se refiere a todo aquellos que ejercen el más mínimo poder sobre cualquier otro ser humano.
 En mi modesta opinión, la propia organización social de la humanidad (no ya de España o Europa, ni siquiera de este siglo o del anterior, sino del ser humano desde que es tal) lleva a que esas actitudes dictatoriales, tiránicas y ofensivas se repitan del nacimiento a la tumba. Es la autoridad del jefe sobre el subordinado; la del padre sobre el hijo; la del rico sobre el pobre; la del sabio sobre el ignorante... la naturaleza del hombre es la de sojuzgar, someter y aplastar a su prójimo. Solo las grandes teorías filosóficas y religiosas (el anarquismo, el cristianismo, el marxismo... no sus pésimas aplicaciones prácticas, sino la teoría pura) nos libra de este comportamiento tan animalesco, pero la historia demuestra tozudamente que el ser humano no aprende, solo repite los errores de sus mayores que lo mantienen enfangado en la violencia contra su igual. Por todo ello creo que el análisis de Javier Marías es acertado pero no solo aplicable a los políticos, sino a todo hombre o toda mujer que quiera ejercer la más mínima autoridad sobre su congénere.

"Engreídas estatuas", por Javier Marías, publicado en el diario El País del 25 de septiembre de 2016.

 Seguramente han conocido, padecido a alguien así en su vida. No es difícil, ya que en España un buen número de jefes o “superiores” responden a esas características. Se trata de personas que por el motivo que sea adquieren poder o ascendiente sobre otros. No han de ser más inteligentes ni perspicaces, ni poseer más talento, ni desde luego ser más sabios. Ni siquiera más prácticos. A menudo son una nulidad completa en todo, pero ay, la suerte los ha bendecido con desenvoltura o abierta desfachatez. Tanta, que desarma a los demás. Estos se quedan perplejos, no dan crédito, y el desconcierto los lleva a no reaccionar, a la paralización incluso. Si el individuo en cuestión es un jefe, no les queda más remedio que acatar y tragar los desafueros, sin rechistar con frecuencia. Pero, ya digo, no es necesario el poder real: hay gente que, sin tenerlo, se abre paso a codazos y con sus malos modales acaba acoquinando al resto. Ese resto, acomplejado, se hace a un lado para evitar choques frontales. La educación lo pierde.
"Hay personas que pretenden que sus vejaciones no se les tengan en cuenta"
 Llamémoslos “avasalladores”. Son desconsiderados y despectivos, no escuchan a quienes les señalan (pocos se atreven) sus abusos y defectos, no admiten consejos que los contraríen o amenacen con limitar su voluntad. Cualquier objeción los irrita, por razonable que sea, por mucho que vaya encaminada a ahorrarles un futuro disgusto o una catástrofe. De eso no suelen tener visión, de futuro. Creen, como los niños, que cada presente es inmutable. Así, no se privan de ofender, imponer, sojuzgar y humillar: no piensan jamás que quien está debajo de ellos pueda estar un día encima, o a su nivel por lo menos. Que puedan necesitarlo o hayan de solicitarle un favor. Su soberbia se lo impide. Ignoran lo que todo el mundo sabe instintivamente: que la vida da vueltas y que, por alto que se sienta uno en la cumbre, conviene establecer vínculos para el porvenir, o no agraviar demasiado, por si acaso. No se molestan en conservar algunos puentes porque otro de sus rasgos es la ufanía: pretenden que sus vejaciones no se les tengan en cuenta. Ni sus insultos, ni sus cacicadas, ni sus injusticias, ni sus putadas. Es raro, pero es así: hay muchos sujetos en España que se portan reiteradamente mal con uno, que le hacen incontables faenas, que lo tratan con despotismo y grosería. O que lo atacan sin piedad ni disimulo. Y después, inverosímilmente, si cambian un poco las tornas, aspiran a que nada de eso les pase factura: su frase favorita en estos casos es “Pero si aquí no ha pasado nada”. Es más, si quienes los sufrieron durante tiempo les niegan el saludo, o una prebenda, o les responden con justificado despecho, entonces se soliviantan y escandalizan, y acusan a sus antiguas víctimas de “intratables” y “rencorosas”, “frívolas” y “egoístas”. Bien, a todos nos pasa que olvidamos más fácilmente las ofensas en que incurrimos que aquellas de las que somos objeto. Pero no hasta ese punto. Los avasalladores no es que olviden exactamente las por ellos infligidas, es que les restan toda importancia porque en el fondo creen que tenían derecho; y aunque su poder ya no sea el de antes, están convencidos de que se debe a un equívoco y regresará naturalmente. Se siguen sintiendo acreedores a él, y por tanto esperan que los viejos siervos, si bien ahora emancipados o con la sartén por el mango, continúen plegándose a sus deseos. Niegan la realidad, no saben verla, están enfermos. Se cruzan de brazos y aguardan a que los demás les rindan pleitesía por sus inexistentes carisma y gracia. A menudo sólo despiertan cuando se ven echados a patadas, rebajados o destituidos. En 1789 algunos tuvieron despertares peores.
 Esta clase de delirio, de imprevisión absoluta, parecería difícil que se diera colectivamente. Y sin embargo asistimos a uno de estos extraños casos clínicos. Rajoy y su Gobierno han sido estos avasalladores durante cuatro años de mayoría absolutísima. Han despreciado a todo el mundo y no han atendido a las razones de nadie. Ni de los otros partidos ni de la ciudadanía. Ni de los médicos y enfermeros ni de profesores y estudiantes. Ni de los jueces y fiscales ni de los parados y pobres. Ni de los comerciantes ni de las clases medias. Han impuesto leyes injustas y recortado derechos y abusado fiscalmente, han desahuciado a mansalva mientras inyectaban dinero a los bancos. Su partido ha practicado la corrupción enfermizamente. No han dado explicaciones de nada y han menospreciado al Congreso. No digo que, contra toda cordura, no les toque seguir gobernando si no hay otro remedio. Lo que no pueden hacer es cruzarse de brazos, no pedir disculpas ni rectificar mil medidas, no hacer concesiones infinitas a cambio de unos votos o abstenciones. Y el PSOE, dicho sea de paso, tampoco puede cruzarse de brazos y no aplicarse con los cinco sentidos a exigírselas: me refiero a las disculpas, las rectificaciones y las concesiones. Así da la impresión de que estemos, los ciudadanos, en manos de engreídas, estúpidas estatuas.