martes, 4 de enero de 2022

Cartas paulinas (II)

 Continuamos con las epístolas de San Pablo y otras que no son de tan egregio autor: 
Carta a los tesalonicenses (I y II): Supuestamente, el escrito más antiguo del Nuevo Testamento (los exégetas creen que fue escrito en torno a los años 50 o 51 de nuestra era), tal vez por ello sea una de las cartas más cercanas al espíritu evangélico, pues reza literalmente: “procurad que nadie devuelva a otro mal por mal, tanto entre vosotros como entre los demás. Estad siempre alegres. Orad sin cesar. Dad gracias en toda coyuntura...”, algo que, efectivamente, vivifica el alma y es acorde con el principal mensaje cristiano; no es como el resto de las cartas, mucho más apegado al ámbito humano, de creación de una estructura social humana (la Iglesia) y su funcionamiento.
 Cartas a Timoteo (I y II): Se duda de que sean obra de san Pablo. Siguen con las normas para la organización de la Iglesia, con sus jerarquías dividas en tres niveles (obispos, presbíteros y diáconos), así como qué tienen que hacer y cómo esos tres estamentos. Aparece aquí, al parecer por vez primera, la prohibición explícita para que la mujer tenga un papel importante en la Iglesia.
 Carta a Tito: Carta personal de san Pablo, que envía a Tito, máximo responsable de la primitiva Iglesia cristiana en Creta. Continúa con las recomendaciones para obispos y presbíteros, aunque también da directrices moralizantes para el conjunto de los cristianos.
 Carta a Filemón: Brevísima epístola personal en la que Pablo se dirige a Filemón, cristiano rico (¿oxímoron?), en favor de Onésimo, su esclavo, para que sea tratado como amigo. ¿No chirría algo aquí? ¿Se puede ser cristiano y, a la vez, rico entre pobres? ¿Se puede ser cristiano y tener esclavos? Desgraciadamente, desde principios del cristianismo se hace la vista gorda con personajes que, por interés para la Iglesia, son contados entre los cristianos aun cuando se comportan como bárbaros paganos.
 Carta a los hebreos: No es ni carta ni de san Pablo. El exégeta de la editorial paulina dice que hoy se considera que los destinatarios no eran judíos sino cristianos antes paganos, pero se habla de la superioridad de Cristo sobre Moisés, y se exhorta a abandonar las prácticas judeizantes. Ese mismo exégeta afirma que esta epístola habla sobre el “peligro de los cristianos”, “el cansancio”. Supongo que será el cansancio de la vida que acaba alejando del “camino estrecho” para acabar cayendo en el “camino ancho”, eso y los que se consideran cristianos como mera identidad personal y social, que son la mayoría, tristemente.
 Carta a Santiago: Otra carta no paulina. Presente en la biblia católica, no en la reformada. Asegura el exégeta que es más judía que cristiana. Lutero la rechazó porque argumenta que la solución sólo se logra con obras, no sólo con la fe. Incluye multitud de consejos y exhortaciones para llevar una vida bajo moral cristiana.
 Cartas de San Pedro (I y II): De estas se duda incluso de la autoría que afirman en su título. Epístolas muy católicas (en el mal sentido). Exhortan a vivir en el mundo sometidos al poder terrenal, con algunos fragmentos que reproduzco para que les chirríe a los europeos del siglo XXI. “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos”, “esclavos, someteos”. ¿Mensaje cristiano?
 Carta de San Juan: Más encíclica (manifiesto teológico) que epístola. Amonestación contra los gnósticos (aquéllos que rechazan la naturaleza mesiánica de Cristo y la redención de la humanidad por Su muerte en la cruz). Parece ser que en los inicios del cristianismo, éstos, los gnósticos, eran muy importante en número y, de hecho, podrían haber sido la corriente dominante de la época.
 Carta de San Judas: Último libro antes del Apocalipsis. Se duda si la autoría es de Judas o de alguien posterior. Abominación de la doctrina gnóstica, de nuevo.
 Para terminar con el repaso a las epístolas del Nuevo Testamento me reafirmo en la opinión de que no transmiten ningún mensaje importante, salvo excepciones. La mayoría son instrucciones para organizar esa estructura social exclusivamente humana que es toda Iglesia. Siendo comprensivo, es de suponer que sería necesario en aquella época homogeneizar e incluso jerarquizar (para evitar cismas, secesiones y demás) la organización, aunque sólo sea para poder evangelizar de una forma más eficaz y poder llegar a todos los rincones del mundo conocido en la época. En el siglo XXI (y mucho antes), sin embargo, no es necesario evangelizar, creo yo, al menos de palabra... Quiero decir que hoy todo aquel que quiera conocer el mensaje de Jesús de Nazaret lo puede hacer fácil y libremente, sin necesitar de pasar por el filtro de una Iglesia (cualquiera de las que existen) que solamente va a dar su versión como válida mientras tilda de heréticas al resto. Por otro lado, siempre pensé que la verdadera evangelización no consiste en cansarse de predicar en un púlpito, sino vivir de acuerdo a la moral cristiana, y quien quiera fijarse en las obras de aquel que lo haga. Lo que ocurre es que, por desgracia, desde aquellos primeros años, unos cuantos miles (que con el paso del siglo llegarían a millones) de espabilados quisieron hacer profesión (en el sentido pecuniario y de modo de vida, no de vocación) de la evangelización; es decir, que se apuntaron al carro de la Iglesia para poder comer y medrar socialmente, llegando los más inescrupulosos a ejercer altos cargos en la misma.

"La pequeña Dorrit", de Charles Dickens.

  Otra extensa novela (952 páginas en la edición de la Editorial Alba) que fue publicada en su época, como tantas de Dickens, por entregas en publicaciones semanales. No tiene, desde luego, la rotunda belleza de David Copperfield, ni la apabullante historicidad de Historia de dos ciudades, tampoco la desbordante humanidad de Oliver Twist, pero las características principales del gran escritor victoriano están de principio a fin. La feroz crítica social que aparece en las tres obras maestras antes citadas también está en La pequeña Dorrit, en este caso dirigida a aquellas cárceles para delitos económicos y financieros (fundamentalmente, deudas impagadas) que menudearon por el Londres de finales del XIX y que el propio padre del escritor sufrió como prisionero durante muchos años. Esto es otra constancia en Dickens: los lugares que son verdaderos personajes de sus novelas; habitualmente, Londres con su smog, sus calles atestadas de basura, de mendigos andrajosos, de miseria económica pero sobre todo moral... Ahora el “personaje geográfico” de la novela es la Cárcel de Marshalsea, un despreciable penal símbolo de todas las injusticias humanas del Imperio Británico de la época (y, quede claro, de cualquier país, estado, imperio, república o nación de aquel tiempo... de éste... y de siempre). Sin embargo, Marshalsea es una sociedad dentro de la sociedad, y, aunque sorprenda (no para los lectores de Dickens), los presos son mucho más honestos que los carceleros.
 En cuanto a los “personajes humanos”, Dickens gusta de delinearlos por excelsas descripciones de sus caracteres, pero también por oposición a otros que son sus antítesis. Así, por ejemplo, Dorrit (como tantos protagonistas dickensianos) representa la humildad, la caridad y la bondad; mientras que su propia hermana, Fanny, es la imagen de la soberbia, la vanidad, la inmisericordia... ¡Cuántas veces se lee esto en Dickens... y cuántas se ve en nuestra sociedad y aun en nuestras propias familias! Para Charles Dickens, claro está, siempre será preferible una sociedad de corderos a una de lobos, algo que está presente en la esencia del mensaje evangélico, tan caro para el inglés y para todas las personas de bien. Dickens, como gran moralista, pergeña personajes otorgando virtudes evangélicas a protagonistas y defectos satánicos a los demás.
La impresionante calidad prosística de Dickens le permite alternar narración con descripción de una forma perfecta, pues las minuciosas descripciones no detienen nunca el sosegado pero firme ritmo narrativo. Un ejemplo notable es la descripción que hace del padre de la señora Plornish en el capítulo XXXI del primer libro, Dignidad.
 Para no acabar sin encontrar un solo defecto en esta novela y, en general, en todo Dickens, he de afirmar que, debido a la necesidad que tenía en su época de publicar por entregas en esas revistas semanales, a veces, la trama puede parecer un tanto estirada artificialmente; eso, y que muchos de esos capítulos acaban con un giro argumental que no se explica salvo que se esté aumentando la intriga para que el lector compre el siguiente número de la revista de marras. Un poco esa expresión un tanto injusta que ya escribí antes de “literatura de té y pastas”, en el sentido de que uno se imagina a orondas señoras burguesas cuyas vidas transcurren plácidamente entre rutinas insulsas de ámbito social, discutiendo con sus amistades las últimas entregas que ese joven escritor, ese tal Dickens, había publicado recientemente. Bueno, pues sí, tal vez, pero eso hace ciento setenta años, hoy, leer a Dickens es uno de esos placeres que le permiten a uno (misántropo como pocos) reconciliarse con el género humano, al menos con los humanos con esa sensibilidad y talento literario, claro.