sábado, 11 de febrero de 2023

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, obras de Richard Strauss y de Ludwig van Beethoven.

 Suelo decir que en la confección de los conciertos se tiene en cuenta la calidad (mejor aún, la popularidad) de las obras a representar. Y es cierto, normalmente se hace un “bocadillo” con las obras más populares al principio y al final, y la menos conocida en el medio. Pero, claro, con el programa de hoy no se puede hablar de bocadillo, haciendo un símil con un menú, cabría decir que este concierto deja para el final un solomillo de dos kilos: la Séptima Sinfonía de Beethoven. Eso sí, las dos obras de Richard Strauss anteriores no son un vulgar aperitivo para abrir boca, son, en sí mismas, dos excelencias musicales, dos bellezas sin igual.

La primera, Muerte y transfiguración (Tod und Verklärung), es un poema sinfónico, aunque parece ser que compuesto al revés, en el sentido de que primero se compuso la música y después el poema. Supuestamente es la narración del proceso de muerte de un artista y su transfiguración en ideal artístico. Así, la verdad, suena un tanto ambiguo. Probablemente sería más fácilmente comprensible (al menos en el ámbito occidental) el tránsito de la muerte a la Vida Eterna, pero quizá los tiempos en los que fue compuesto y los posteriores no eran proclives a pensar en un plano religioso o espiritual. Yo quiero verlo así, me parece más lógico. Así pues, los acordes de Muerte y transfiguración conllevan un fuerte contraste que figuran, por un lado a la muerte reclamando el cuerpo ya caducado, y por otro las ganas de vivir, representadas sobre todo por recuerdos de la lozanía juvenil. La obra alcanza un clímax con la muerte física que es continuado por una dulce melodía que supone (supongo yo) la liberación del alma.

Después nos deleitamos con una suerte de divertimento en el que disfrutar de la excelencia de los solistas y el juego que generan sus instrumentos. Es el Dúo-concertino para clarinete y fagot TrV 293. El contraste entre la ligereza del clarinete y la profundidad del fagot crea un juego delicioso. Ambos instrumentos se entrelazan con una armonía bellísima, mientras la orquesta de cuerda y arpa, siguiendo el modelo del concerto grosso barroco, da una cobertura neoclásica impagable.

Y después del descanso, Beethoven. La Sinfonía nº 7 en La mayor, op. 92, hoy diríamos un bestseller desde su estreno. Sus cuatro movimientos son cuatro “joyas canónicas” de la música. El primero, Poco sostenuto – Vivace, es una alternancia en un patrón rítmico largo-breve-largo, que dan aspecto de danza popular, acabando con la explosión rotunda propia de Beethoven. El segundo movimiento, Allegretto,... ¡qué decir de ese movimiento! Es uno de los fragmentos musicales más rotundos, más intensos de toda la música clásica. Se quiere dar un sentido espiritual o intelectual al mismo, por contraste con las danzas del primer movimiento, tal vez... pero yo siempre lo he sentido (por su profundidad, por su intensidad) como un océano furibundo, como un profundo mar con inmensas olas que vapulean un barco a su merced. Los dos movimientos restantes vuelven al ambiente popular del primero, rematando con el último movimiento, Allegro con brio, con la rotundidad habitual del alemán.



Ha sido, pues, un concierto redondo, impactante. La calidad de Richard Strauss tiene calidad suficiente como para servir de prólogo a toda una Sinfonía de Beethoven. La Orquesta Sinfónica de Castilla y León, como siempre, supera las expectativas con facilidad; las dos solistas: Andrea Götsch (clarinete) y Sophie Dervaux (fagot) vierten su maestría en la obra de Strauss prona al virtuosismo. Otro concierto, uno más, que alcanza la excelencia musical en la capital del Pisuerga.

"Wish List", by Grant Snider. (www.incidentalcomics.com).

Image taken from the site www.incidentalcomics.com

"Naturaleza muerta con brida", de Zbigniew Herbert.

  Segundo libro de ensayos que leo del poeta e historiador polaco Zbigniew Herbert, esta vez centrado en la Historia y el arte de los Países Bajos, especialmente del siglo XVII.
 Ya dije antes que Herbert destacó "oficialmente" como poeta, pero sin duda fue un tipo enamorado de la belleza (conditio sine qua non para ser poeta), lo cual lo llevó a la admiración del arte, especialmente pictórico, pero sin  desmerecer el escultórico y el arquitectónico. En el otro tomo de la editorial Acantilado que leí, Un bárbaro en el jardín, se recrea en la cultura prehistórica, clásica, gótica y renacentista de Europa, desde la Cueva de Lascaux y su arte parietal, pasando por el clasicismo grecolatino de la Magna Grecia, las catedrales góticas francesas, hasta Piero della Francesca o Fra Angelico. Es por tanto una celebración de la sensibilidad artística de casi toda Europa.
 En Naturaleza muerta con brida, el autor polaco se limita más en el espacio y en el tiempo, reduciéndose a los Países Bajos y una de sus épocas de mayor esplendor, el siglo XVII, coincidiendo con la explosión del Barroco.
 Pero esta vez las digresiones de Herbert (no tan sesudas y formales como para ser verdaderos estudios sociológicos y artísticos, pero suficientemente profundas como para superar el mero comentario) no se centran tanto en el ámbito artístico, sino que buscan su sustento en el plano social, político y económico. Por mejor decir, el autor explica los gustos artísticos del Barroco neerlandés en un carácter propio de la ciudadanía de aquel país que deviene en una forma de gobierno y organización social singular. Singularidad, por cierto, que se habría de expandir a lo largo y ancho de Occidente en siglos posteriores. 
 Hablando en plata, Herbert recuerda que, en el siglo XVII, Países Bajos era una república burguesa, muy diferente de las monarquías que regían en la mayor parte de Europa. De hecho, aquel país surgió de su independencia de la casa de los Habsburgo (equivocadamente identificada históricamente -también en este libro- con la nación española), y nace, por contraposición a las monarquías absolutistas, como una república en la que una acomodada clase media era quien realmente mandaba, no reyes, nobles o la Iglesia, como desgraciadamente era el caso de nuestro país.
 Así, teniendo en cuenta que estamos tan lejos en el tiempo como hace cuatrocientos años, una suerte de democracia se abría paso en esa pequeña parte de Europa. Por supuesto no era una democracia perfecta, esto no existe, pero la estabilidad y bonanza económica que disfrutaban los Países Bajos no se conocería en el resto de Europa hasta bien entrado el siglo XX. Tanto es así, que hoy podríamos decir que vivimos más a la neerlandesa que a la española, si es que juzgamos por la historia vivida por ambos países.
 Y toda esta organización política, económica y social tuvo un reflejo evidente en el arte neerlandés. Si en la Europa monárquica (prácticamente todo el continente) los pintores dependían de las casas reales, de las familias nobles que ejercían mecenazgo o de la Iglesia, en los Países Bajos aquéllos pintaban para el embellecimiento de las casas de los burgueses. Así, mientras en casi toda Europa se pintaban escenas mitológicas y religiosas, en los Países Bajos se desarrolló una fértil creación de bodegones y naturalezas muertas, temas mucho más fáciles de encajar en el salón de cualquier casa, por no hablar de un tamaño mucho más reducido, claro.
 El ensayo que da nombre a esta colección es el de Naturaleza muerta con brida, obra de Johan van der Beeck, conocido como Torrentius. Esta pequeña obra es un óleo sobre tabla, redonda ésta, de apenas cincuenta centímetros de diámetro. No es en absoluto una obra señera de este periodo, ni de la pintura neerlandesa, ni siquiera del Rijksmuseum, donde actualmente se expone. Sin embargo, dice el polaco que fue siempre un punto de atracción de dicho museo en sus visitas. Así, a partir de esta pequeña obra, Herbert urde la ajetreada vida de van der Beeck, que acabará ajusticiado por hereje (contradiciendo así la supuesta imagen moderna y pacífica de aquel país y aquella sociedad) y la propia sensibilidad artística de los Países Bajos.
 Es, por tanto, un conjunto de ensayos que muestran una evidente admiración por el susodicho país, su organización social y su gusto artístico predominante, narrado con el primor y exquisitez propia de Zbigniew Herbert.