jueves, 9 de mayo de 2013

Fragmento del tercer capítulo de mi novela: "Dulce et decorum est pro patria mori"

 
III CHARLES CHOLMONDELEY


Como todos los días desde que fue movilizado, Charles Cholmondeley hizo la litera de su catre en la sede del MI6 en Hanslope Park, dio un beso a la foto de su mujer, Emma, y sus hijos Alastair, Julian y Emma; sabía que estaban mejor en Essex que en Londres, allí eran menos probables los bombardeos que asolaban la capital noche tras noche; aún así, no podía evitar la añoranza de su vida anterior, con ellos, en aquella agencia de seguros, que, si no era el trabajo de sus sueños, al menos les daba para ir tirando. La guerra había acabado con todo: él movilizado por la RAF, había sido destinado a Buckinghamshire, nada más y nada menos que al MI6, ¿qué sabía un vendedor de seguros de inteligencia y espionaje? Supo que algún familiar había hablado en su favor para que no fuera al frente, tendría más probabilidad de sobrevivir aquí. La vida no era complicada en Hanslope Park, le habían nombrado alférez gracias a sus estudios y tenía cometidos más rutinarios que otra cosa, se trataba de ir dejando pasar los días... sin embargo no dejaba de pensar en Emma y los chicos; a la pequeña Emma la había dejado con tan solo un mes de vida, ¿qué había sido de ellos? Los chicos, Alastair y Julian ya estaban hechos unos mozos, pero necesitarían a su padre cerca aunque fuera como un vago modelo... y qué decir de su Emma, además de su mujer, fue siempre su confidente, su consejera en los malos momentos, ahora que más la necesitaba no la tenía... Al menos estaban con sus padres en aquella granja de Essex... no era un mal lugar para aislarse del mundo y olvidar esa maldita guerra... ¡Maldita guerra! Cada vez que oía las sirenas de alarma o escuchaba en la BBC los destrozos nocturnos que jornada tras jornada asolaban Londres, se le hacía un nudo en el estómago.
Charles Cholmondeley era un hombre pacífico, sin grandes expectativas, solo quería criar a sus hijos en Londres, ese mismo Londres que estaba siendo martirizado en aquel tiempo; su devoción, además de su familia, era su pequeño jardín que cuidaba con esmero todos los domingos, los viejos amigos del cercano pub, un buen libro -especialmente de Chesterton-... en definitiva, una vida tranquila, sin problemas, en la que el lento fluir de los días permitiera ver crecer a sus hijos a la vez que a sus tulipanes...
Pero llegó la guerra que todo lo destruye, destruye las vidas de millones de chicos jóvenes; destruye familias, las mella, las separa; destruye ciudades, acabando con edificios y monumentos que fueron la obra de miles de hombres; destruye las sociedades y países, los humillan, los sumen en la desesperación y el resentimiento, asegurando así la existencia de guerras futuras. La guerra, la más primitiva, la más animalesca de las actividades humanas hacía que los estamentos más brutales e irreflexivos de la sociedad, los militares y los grandes empresarios que se lucraban con ella, se hicieran con el control de los países, relegando a los pacíficos ciudadanos a un papel pasivo, de mera carne de cañón. La guerra explotaba un instinto presente ya en el hombre de las cavernas: el nacionalismo, esa identidad colectiva que diferencia entre el “nosotros y ellos”, haciendo innecesaria cualquier explicación para acabar con el otro, por el mero hecho de ser diferente.
Charles Cholmondeley y su familia también fueron barridos por la guerra, separados, maltratados... él lo entendía, al fin y al cabo era un adulto, pero temía por el efecto en sus hijos, especialmente en los chicos, que ya tenían edad para darse cuenta del horror que se plasmaba en sus caras, algo que no comprendían, necesitaban que sus padres les protegieran, que les dieran seguridad ante las zozobras que supone el despertar a la vida, pero cómo iba a ser así, si ellos mismos estaban aterrados...