III CHARLES CHOLMONDELEY
Como todos los días desde que fue movilizado, Charles
Cholmondeley hizo la litera de su catre en la sede del MI6 en
Hanslope Park, dio un beso a la foto de su mujer, Emma, y sus
hijos Alastair, Julian y Emma; sabía que estaban mejor en Essex que
en Londres, allí eran menos probables los bombardeos que asolaban la
capital noche tras noche; aún así, no podía evitar la añoranza de
su vida anterior, con ellos, en aquella agencia de seguros, que, si
no era el trabajo de sus sueños, al menos les daba para ir tirando.
La guerra había acabado con todo: él movilizado por la RAF, había
sido destinado a Buckinghamshire, nada más y nada menos que al MI6,
¿qué sabía un vendedor de seguros de inteligencia y espionaje?
Supo que algún familiar había hablado en su favor para que no fuera
al frente, tendría más probabilidad de sobrevivir aquí. La vida no
era complicada en Hanslope Park, le habían nombrado alférez
gracias a sus estudios y tenía cometidos más rutinarios que otra
cosa, se trataba de ir dejando pasar los días... sin embargo no
dejaba de pensar en Emma y los chicos; a la pequeña Emma la había
dejado con tan solo un mes de vida, ¿qué había sido de ellos? Los
chicos, Alastair y Julian ya estaban hechos unos mozos, pero
necesitarían a su padre cerca aunque fuera como un vago modelo... y
qué decir de su Emma, además de su mujer, fue siempre su
confidente, su consejera en los malos momentos, ahora que más la
necesitaba no la tenía... Al menos estaban con sus padres en aquella
granja de Essex... no era un mal lugar para aislarse del mundo y
olvidar esa maldita guerra... ¡Maldita guerra! Cada vez que oía las
sirenas de alarma o escuchaba en la BBC los destrozos nocturnos que
jornada tras jornada asolaban Londres, se le hacía un nudo en el
estómago.
Charles Cholmondeley era un hombre pacífico, sin
grandes expectativas, solo quería criar a sus hijos en Londres, ese
mismo Londres que estaba siendo martirizado en aquel tiempo; su
devoción, además de su familia, era su pequeño jardín que cuidaba
con esmero todos los domingos, los viejos amigos del cercano pub, un
buen libro -especialmente de Chesterton-... en definitiva, una vida
tranquila, sin problemas, en la que el lento fluir de los días
permitiera ver crecer a sus hijos a la vez que a sus tulipanes...
Pero llegó la guerra que todo lo destruye, destruye las
vidas de millones de chicos jóvenes; destruye familias, las mella,
las separa; destruye ciudades, acabando con edificios y monumentos
que fueron la obra de miles de hombres; destruye las sociedades y
países, los humillan, los sumen en la desesperación y el
resentimiento, asegurando así la existencia de guerras futuras. La
guerra, la más primitiva, la más animalesca de las actividades
humanas hacía que los estamentos más brutales e irreflexivos de la
sociedad, los militares y los grandes empresarios que se lucraban con
ella, se hicieran con el control de los países, relegando a los
pacíficos ciudadanos a un papel pasivo, de mera carne de cañón. La
guerra explotaba un instinto presente ya en el hombre de las
cavernas: el nacionalismo, esa identidad colectiva que diferencia
entre el “nosotros y ellos”, haciendo innecesaria cualquier
explicación para acabar con el otro, por
el mero hecho de ser diferente.
Charles Cholmondeley y su familia también fueron
barridos por la guerra, separados, maltratados... él lo entendía,
al fin y al cabo era un
adulto, pero temía por
el efecto en sus hijos, especialmente en los chicos, que ya tenían
edad para darse cuenta del horror que se plasmaba en sus caras, algo
que no comprendían, necesitaban que sus padres les protegieran, que
les dieran seguridad ante las zozobras que supone el despertar a la
vida, pero cómo iba a ser así, si ellos mismos estaban aterrados...
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