viernes, 4 de junio de 2021

"Éxodo".

   Después del Génesis, le toca el turno al Éxodo, segundo libro del Pentateuco. En realidad, tienen semejanzas y diferencias, pero, en mi opinión, les une la extrema ancianidad. Ancianidad en el sentido opuesto a modernidad, pero también a atemporalidad, pues narran hechos propios de una sociedad tribal, primitiva, agresiva (y agredida), que busca por todos los métodos posibles la supervivencia, métodos que frecuentemente incluyen los comportamientos más inmorales posibles.
 Igual que el nombre del primer libro del Pentateuco daba ya las claves de su argumento, el segundo es lo mismo. Narra el éxodo del pueblo de Israel tras escapar de la esclavitud de Egipto. Es un libro que presenta, una vez más un dios tribal (mi dios frente a los dioses de los otros, casi como si fueran equipos de fútbol). Un dios tribal que no duda en enviar plagas terribles (la muerte de los primogénitos, la peste, las úlceras...) contra tipos, los egipcios, que son presentados como si no fueran verdaderos humanos. Esto es quizás lo más difícil de tragar de todo el Antiguo Testamento en la actualidad: que sólo el "pueblo elegido", el pueblo de Israel tenga derecho a ser cuidado y mimado por Dios, los otros son como animales silvestres que, casualmente, viven junto a ellos. 
  En todo periodo tribal es necesaria la existencia de líderes fuertes, casi infalibles e inmisericordes, y en el Éxodo no podía ser menos, con un Moisés (al que, por otro lado, muchos de nosotros no podemos quitarle la cara de Charlton Heston, ¿por qué será?) que lidera a los israelitas bajo toda suerte de miserias y dificultades, pero, sobre todo, bajo una incredulidad terrible de sus seguidores, que siguen desobedeciéndole aun cuando el tipo ha separado las aguas del Mar Rojo para que huyeran de los egipcios o les ha conseguido que lloviera el maná del cielo; pues no, en cuanto el bueno de Moisés se daba la vuelta ya le habían esculpido un becerro de oro para adorar; en cuanto subía al monte para hablar con Dios, los israelitas ya se estaban quejando, "que sí hombre que sí, que el maná no está mal, pero ¿no tienen algo de pescado?", y así continuamente. Frente a ello, un Moisés impertérrito (demasiado parecido a Charlton Heston) los perdona (tras haberles echado una bronca de aquí te espero, eso sí) y vuelve a sacarles las castañas del fuego. He aquí una imagen del bueno de Moisés (la semejanza a Heston es, ya digo, pura casualidad).
Imagen tomada de Wikimedia Commons
 Pero lo más alucinante es que Moisés tiene un lugarteniente, sí, el bueno de Aarón, que por comparación con su jefe es un pusilánime de tomo y lomo. Es un tipo incapaz de dominar a su pueblo en cuanto Moisés se ausenta para ir al baño. El propio Moisés le reprende como a un niño, y Aarón, como un verdadero niño, sale con excusas infantiles. Así, por ejemplo, tras recibir Moisés las tablas de la ley y encontrarse, a la vuelta, que habían construido un becerro de oro, el patriarca le espeta: "Tú sabes que este pueblo es muy inclinado al mal", a lo que Aarón responde: "Me dijeron: haznos un Dios que vaya delante de nosotros, porque ese Moisés, que nos ha sacado de la tierra de Egipto, no sabemos qué ha sido de él. Yo les he dicho: El que tenga oro que se desprenda de él. Me lo han dado, lo eché al fuego y ha salido este becerro." Como se puede apreciar todo muy maduro y sensato. Pero aún hay más, ¿qué solución encuentra el gran Moisés a tamaño desatino? Pues que los levitas maten al menos a uno de cada familia israelita. Total, que, según el texto, "aquel día cayeron unos tres mil hombres del pueblo". Todo muy civilizado y moderno.
 Esto es el libro del Éxodo... A ver, no pongo en duda que las historias que narra tengan una fuerza literaria enorme: el pueblo esclavizado que es liderado por un tío que fue criado por los propios esclavistas pero que tiene una conexión con Dios que ríete tú de la telefonía 5G; este líder, melena y barbas patriarcales al viento, envía plagas al faraón que, erre que erre, pasa de los judíos; luego la salida de Egipto y la separación de las aguas del Mar Rojo para que los israelitas lo atraviesen a pie enjuto y, eso sí, cuando lleguen los egipcios, allá te van las aguas; luego la travesía del desierto, el hambre, la sed... y, finalmente, el maná; luego las tablas de la ley... Vamos que da para hacer un peliculón; a mí se me ocurriría, por ejemplo, que lo dirigiera un tal Cecil B. DeMille y que lo protagonizaran tal vez un tal Charlton Heston o un Yul Brynner, pero eso se me ocurre a mí, claro...
 Vale, todo perfecto, pero ¿desde el punto de vista de la fe? Pues, hombre, no mucho, la verdad. La historia es tremebunda, pero hay pocas cosas que uno pueda aplicar directamente al siglo XXI. Tal vez la incredulidad de la gente, que nunca llegará a confiar plenamente en Dios, incluso aunque le caiga el maná del cielo. Sobre todo es poco útil, porque, como decía antes, igual que en todo el Antiguo Testamento, presenta a un dios tribal (por eso, muy pequeño, válido sólo para unos cuantos elegidos) al que se usa como a un arma de destrucción masiva para conseguir escapar de unos (y caer bajo otros, los mesopotámicos), pero, en cualquier caso, no tiene nada que ver con el Dios del Nuevo Testamento, Dios para todo ser humano, paternal y misericordioso, que está muy por encima de las pequeñas miserias humanas, ya sean personales o colectivas.