martes, 14 de septiembre de 2021

"La sal de la tierra", por Józef Wittlin.

  La nueva edición de Minúscula presenta esta gran novela junto con un fragmento de Muerte sana, la que tendría que ser la continuación de La sal de la tierra y conformar una trilogía sobre la I Guerra Mundial que, desgraciadamente, nunca se llegó a terminar. En cualquier caso, se puede apreciar claramente que La sal de la tierra es una gran novela inconclusa, pues pergeña un argumento y unos personajes que tienen mucho más recorrido que las trescientas páginas de esta edición. Es, verdaderamente, una pena que no haya continuidad a la novela inicial, de una calidad difícilmente igualable.
 Lo primero es lo primero: La sal de la tierra narra la vida de un campesino hutsul (grupo étnico ucraniano localizado en los Cárpatos), Piotr Niewiadomski, analfabeto, greco-católico y ferviente súbdito del emperador austro-húngaro Francisco José, que es movilizado en el verano de 1914 para contrarrestar los ataques que sufría el Imperio a manos de serbios. El conflicto, es bien sabido, se expandiría por toda Europa como la pólvora y acabaría siendo llamado inicialmente "Gran Guerra" o "Guerra del 14", hasta que, tres décadas después ya recibiera el nombre actual de "Primera Guerra Mundial". La novela es sutilmente antibelicista. Digo "sutilmente" porque en ningún momento se denuesta de forma manifiesta el conflicto bélico, sino que se pone en evidencia la sinrazón e inhumanidad de cualquier guerra, en contraposición de la vida más natural y comprensible en tiempos de paz.
 Józef Wittlin era un ejemplo claro de esa heterogénea mezcla de gentes, lenguas, religiones y culturas conocido como Imperio Austro-Húngaro, que dio, sin embargo, extraordinarios escritores como los archiconocidos y admirados Joseph Roth y Stefan Zweig. Wittlin era lingüísticamente polaco, étnicamente judío y de nacionalidad austro-húngara, mezcla que en su caso fue claramente enriquecedora, ya que le aportó una visión globalizada a la vez que respetuosa de las diferencias de todos aquellos que formaron parte de aquel país. 
 El personaje principal, Niewiadomski, deja a las claras que es un arquetipo humano más que un personaje real. Su apellido proviene, parece ser, de la expresión polaca nie wiadomo, "no se sabe", que podía ser traducido al español, por tanto, como "Pedro Expósito", aunque también como "Pedro Nadie". Vamos, que en el protagonista están concentrados no sólo todos los ciudadanos de aquel heterogéneo imperio, sino la esencia misma de cualquier ser humano.
 La prosa de Wittlin tiene una calidad difícil de igualar. Apenas hay diálogos, sino que todo se basa en minuciosas descripciones tanto físicas como psicológicas que, sin embargo, no hacen que el texto sea de lectura lenta ni farragosa. Pese a haber sido escrito hace más de un siglo, el texto (de profusa adjetivación) no es en absoluto rebuscado ni anticuado, sino que resulta moderno y actual, probablemente por la atemporalidad del tema. Es, me atrevo a decir, prosa poética, principalmente por lo primoroso en la descripción psicológica que llega a ser un verdadero cuadro digno del mejor Dostoievsky.

 Como antes decía, deja una sensación triste terminar la novela, pues es evidente que está inconclusa, y que sería una de las mejores novelas del siglo XX si hubiese terminado los otros dos tercios que el propio Wittlin tenía planeado. La acción concluye con el inicio de la guerra, habiéndose centrado la novela en los prolegómenos del conflicto y la llamada a filas de todos los varones jóvenes de aquel imperio centroeuropeo. Es a todas luces evidente que Wittlin había pergeñado tan cuidadosamente como lo había hecho con la primera parte las otras dos novelas, tarea quizá ingente que comprometió de manera nefasta su realización. Como lector buscador de la excelencia lo lamento profundamente, ya que, leyendo La sal de la tierra, queda fuera de toda duda la sobresaliente calidad literaria de Józef Wittlin. En todo caso, por sí sola esta novela es una pequeña joya que aúna esa calidad literaria excelsa con una humanidad y compasión por el "mono con pantalones" y su sociedad que hace que uno pueda congraciarse, aunque sea momentáneamente, con sus congéneres.