lunes, 26 de septiembre de 2016

Ahora leyendo: "Diario de un hombre superfluo", por Iván Turguénev.

 Del mismo autor que Padres e hijos, esa supuesta "novela nihilista". El personaje ahora es bastante parecido a aquellos, es un hombre rico, Chulkaturin, que, muriendo en plena juventud, decide escribir un diario del pasado, caracterizado por un pensamiento que le ocupa más que obsesionarle: ha sido un hombre superfluo, alguien que no ha hecho nada relevante en la vida, un cero a la izquierda.
  Somos muchos los lectores apasionados con la literatura rusa del XIX, una época dorada con autores tan  "tremendos" como Tolstoi, Dostoievsky, Pushkin, Oneguin, Goncharov, Gogol o el propio Turgueniev. La agudeza en la descripción psicológica de los personajes, su evolución mental o la verosimilitud y redondez de los mismos hacen de las novelas rusas del XIX verdaderas lecciones magistrales para cualquier "letraherido". De los personajes más arquetípicos del momento son los nobles ilustrados, inteligentes, sensibles, idealistas, pero ociosos cuando no perezosos e inactivos, con una visión nihilista de la vida que les lleva a no mover un solo dedo ante cualquier suceso. Tal vez el mejor ejemplo literario sea Oblómov de Goncharov, un rico hacendado que pasa sus días tumbado en la otomana viendo como poco a poco sus riquezas son robadas por múltiples manos y sus tierras quedan improductivas; todo, siendo el terrateniente un hombre culto y apercibido de lo que ocurre. 
 Ya en el siglo XXI, esa indolencia nos resulta atractiva a todos aquellos que pasamos un mínimo de cinco o seis horas diarias pegados a los libros... tal vez nos vemos reflejados en ellos... nuestra inactividad (física, no intelectual) nos delata...
  Obviamente, cuando Goncharov o Turgueniev crearon estos personajes lo hicieron con ánimo de denunciar la existencia de estos nobles ociosos y perezosos que no colaboraban en absoluto en el enriquecimiento social cuando gran parte de la Rusia zarista del momento se moría, literalmente, de hambre. Pero, en nuestra terrible limitación temporal, hoy, con una superpoblación humana de más de 7.000 millones de seres (según cálculos recientes de la ONU); con guerras sin fin en las que los hombres se enfangan como lo hicieron desde el principio de los tiempos y lo harán hasta que se finiquite esta malhadada especie animal; con comportamientos mezquinos sin límite y, sobre todo, con una repetición sin solución de todos los errores cometidos por nuestros predecesores, la inacción no parece tan reprobable.
 Tal vez, de la misma manera Cervantes creó al bueno de Don Quijote con el afán de burlarse de todos aquellos adoradores de las novelas de caballería de su época, simplemente como un divertimento para los que podían dedicar algo de sus vidas a leer, sin embargo, hoy vemos a Alonso Quijano como el ser más hermoso de la creación, un alma pura perdida en un mar de facinerosos, el idealismo en esencia. Cervantes nunca imaginó que pudiéramos enamorarnos de la honradez sin fin del Quijote o de la sencilla honestidad de Sancho Panza, su meta era deformar los caracteres hasta provocar la risa. En fin... cosas de la literatura... basta con dejar que pasen un par de siglos para que todo se vea bajo otra luz y se reinterprete al socaire de los nuevos vientos...