miércoles, 23 de enero de 2013

Librerías de mi infancia: Librería Méndez C/ Ibiza 23, Madrid

  Cuando era adolescente, época terrible pero que sin embargo añoro, buscaba la evasión en los libros, ya lo he contado; por ello las librerías se convertían en lugares escondidos en los que podía ser yo mismo, independientemente de lo que mi familia quisiera de mí (ver entrar a mi padre en una librería sería más extraño que verlo en un paisaje venusiano). Mis padres vivían (y mi hermana y yo con ellos, aunque me cuesta llamar a aquella casa  "mi casa") al final de la calle Ibiza de Madrid, iba al colegio Sagrada Familia, que estaba en Lope de Rueda esquina Menorca, de manera que pasaba todos los días por la Librería Méndez, que todavía está en el número 23 de dicha calle.
   Dicha librería (que me perdonen sus dueños, trabajadores y asiduos) es un negocio dado a lo más comercial, no es, desde luego, ningún reducto de la literatura más elitista, sin embargo, para mí, fue uno de mis refugios de adolescencia. La foto que adjunto es moderna, nada que ver con el sencillo escaparate de finales de los 70 y primeros 80 que tengo grabado a fuego en mis recuerdos, ahora es una eficiente librería moderna en un barrio acomodado de Madrid.
  Cuando vuelvo a Madrid y a mi antiguo barrio suelo pasar por allí. Ingenuamente entro en la Librería Méndez buscando alguna cara conocida de aquellos años 70, o buscando que reconozcan en mí a aquel chico azorado que entraba muchas tardes a ojear estantes... Por desgracia ya no soy aquel chico, pero aún así, en el más completo anonimato, suelo comprar algún libro, en un ritual que yo y solo yo sé comprender.

Otra de mis rarezas: meterme en la cama con un tomo de la enciclopedia

  Desde mis catorce o quince años conservo una rareza que no hace sino aumentar el grado de incomprensión de los que conmigo coinciden en este extraño camino que es el vivir: a eso de las nueve y media o diez de la noche, cojo un tomo de alguna enciclopedia y me meto en la cama con él, lo hojeo hasta que me entra sueño.
   Así compagino dos hábitos muy arraigados en mí: la voluntaria separación del mundo, dejando de lado la vida de ese momento, que suele ser, por desgracia, ver televisión; y el de leer en la cama, del que ya hablé en una entrada anterior.
  Cuando era joven me sentía abrumado por la brutalidad de mi familia: un padre autoritario, insensible y cruel, que se idiotizaba con la televisión para matar su amargura; una madre depresiva que trataba de huir de su destino de resignada ama de casa con un trabajo nocturno; y una hermana superficial que se regodeaba en su mediocre autocomplacencia. Esa era la imagen que tenía -y tengo hoy en día- de mi familia nuclear. Siempre fui demasiado dado a la introversión y la reflexión como para huir con amigos o con drogas, de manera que, tal y como sigo haciendo hoy en día, la lectura, aunque fuera de una enciclopedia, me rescataba de tal barbarie familiar.