Desde mis catorce o quince años conservo una rareza que no hace sino aumentar el grado de incomprensión de los que conmigo coinciden en este extraño camino que es el vivir: a eso de las nueve y media o diez de la noche, cojo un tomo de alguna enciclopedia y me meto en la cama con él, lo hojeo hasta que me entra sueño.
Así compagino dos hábitos muy arraigados en mí: la voluntaria separación del mundo, dejando de lado la vida de ese momento, que suele ser, por desgracia, ver televisión; y el de leer en la cama, del que ya hablé en una entrada anterior.
Cuando era joven me sentía abrumado por la brutalidad de mi familia: un padre autoritario, insensible y cruel, que se idiotizaba con la televisión para matar su amargura; una madre depresiva que trataba de huir de su destino de resignada ama de casa con un trabajo nocturno; y una hermana superficial que se regodeaba en su mediocre autocomplacencia. Esa era la imagen que tenía -y tengo hoy en día- de mi familia nuclear. Siempre fui demasiado dado a la introversión y la reflexión como para huir con amigos o con drogas, de manera que, tal y como sigo haciendo hoy en día, la lectura, aunque fuera de una enciclopedia, me rescataba de tal barbarie familiar.
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