miércoles, 15 de mayo de 2024

"Los herederos", de Isaac Bashevis Singer.

  Otra novela más del Nobel de literatura de 1978, ésta es la continuación argumental de La casa de Jampol. Ahora son los hijos y nietos del patriarca familiar, Calman Jacoby, aquél que se asentó en Jampol en la propiedad de un noble polaco e hizo fortuna con una mina y la construcción del ferrocarril. El propio Calman tuvo vida complicada con amantes, hijos de distintas mujeres, avatares y vicisitudes variadas... Pero sus hijos tendrán muchas más dificultades, tanto económicas como sociales y políticas. Pero los escollos más notables a los que Singer presta atención son los cambios de costumbres religiosas y sociales: la secularización de los judíos, que abandonan sus liturgias e incluso acaban renegando de Dios, y abrazan las nuevas tendencias sociopolíticas que estaban anegando el planeta en aquel fin del siglo XIX, el comunismo, el anarquismo, la revolución social... Todo ello lleva a la judería polaca a cambiar en pocos decenios lo que no se había hecho en siglos. Durante generaciones, los israelitas habían vivido igual, pero ahora los padres no reconocen a los hijos. En ese fin de siglo, además, el antisemitismo entre la población mayoritaria de Polonia lleva a miles de judíos a la diáspora en busca de horizontes más pacíficos: muchos a Estados Unidos, otros a Palestina, unos pocos a Europa Occidental... Las familias hebreas se rompen tanto por separación geográfica como emocional. Todo esto, claro, genera mucho dolor, pero también abre nuevos horizontes que parecían vedados cuando, antaño, los hijos vivían como sus padres y abuelos. Y ahí está la genialidad de Isaac Bashevis Singer, en retratar esa zozobra emocional de los judíos centroeuropeos que modeló en cierta forma la historia de todo el continente.
 Porque a la vez que se narran las mil circunstancias vitales de los personajes (la intrahistoria, que diría Unamuno), se narran vagamente también los hechos más destacados de la alta política: las revueltas antirrusas en Polonia, el militarismo creciente de Prusia, la preocupante animadversión entre ese país y Francia, las huelgas obreras en toda Europa, el tsunami comunista y anarquista que conquista a millones en todo el continente, el aumento del antisemitismo... Todo como un trasfondo entre los amoríos y desamores entre los personajes, sus cambios de costumbres, la secularización de muchos, el retorno a los viejos hábitos de unos pocos... 
 Como en La casa de Jampol el personaje más interesante, por ser el mejor delineado y al que el autor dedica más extensión, es Clara. Clara representa ese espíritu estereotípicamente judío, capaz de arrostrar cualquier dificultad, de adaptarse a la cambiante realidad para sacar lo mejor (o lo menos malo, si no queda otra) de cada día. Una resiliencia que ha permitido sobrevivir durante milenios a uno de los colectivos étnicos más odiados en el planeta. Ahora, Clara se debate entre los amores de Alexander Zipkin, el médico asentado en Nueva York, y Mirkin, un rico empresario ruso; Clara es apasionada, pero la pasión no ciega su visión economicista de la relación, sopesando qué puede ser mejor para sí misma y para sus hijos... Es un personaje tan humano, tan verosímil que uno cree conocerla perfectamente.
 Finalmente, Singer reflexiona (como lo hace un narrador, en la mente y las palabras de sus personajes) sobre la razón última de la existencia, la conveniencia de adherirse a antiguas liturgias y costumbres o adaptarse a los cambios que traen los nuevos tiempos... Releyendo su biografía, uno puede descubrir rasgos del escritor en sus personajes: en la propia Clara y su capacidad de supervivencia, en Ezriel y su tendencia al vegetarianismo, en Jochanan y su adhesión a la religión de sus padres... Se puede decir que todos los personajes tienen algo de su creador.
 Por otro lado, todo es expuesto sin acaloramiento y, sobre todo, sin sectarismos. Singer no toma partido por ninguna tendencia, simplemente las muestra, dejando al lector que madure su propio criterio. Esto es especialmente tangible cuando, por ejemplo, describe hechos a través de los protagonistas que retratan, cada uno desde su perspectiva, los acontecimientos, será el lector el que llegue a la conclusión de qué ha ocurrido, al leer referencias complementarias o contrarias. Es, en sí mismo, la defensa a ultranza de la relatividad de todo, de la ausencia de hechos absolutos, de la inexistencia de verdades o mentiras totales, de la carencia de "instrucciones para vivir". No hay líneas maestras, no hay líderes infalibles, sólo se puede cargar con nuestra propia inseguridad y abrirse camino en la oscuridad. Ya lo decía Machado: "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar..."

domingo, 5 de mayo de 2024

"El amor de un hombre de cincuenta años", de Anthony Trollope.

  Novela menor de Trollope, menor tanto en extensión (menos de trescientas páginas en su época hubiera sido considerado más un relato que una novela), como en su calidad (nada que ver con las novelas del ciclo de Barchester o las llamadas políticas). Es un ejemplo típico de lo que yo injustamente llamo "literatura de té y pastas", en el sentido de que su argumento, amores y desamores de gente burguesa, es perfecta para que las señoronas también aburguesadas las leyeran en sus interminables horas de ocio y luego las comentaran con sus amigas (algo semejante con lo que hoy ocurre con los culebrones televisivos). Pero, ya digo, es injusto denominarla así porque la calidad literaria es verdaderamente excelsa. Ojalá esta "literatura de té y pastas" fuera la forma de matar el tiempo de esta época en lugar de estar enganchados a basura televisiva o internáutica. 
 El argumento es, en efecto, los amores y desamores de gente acomodada que no tiene mucho que hacer: un rico gentleman de cierta edad (a este respecto es curioso que se haya traducido la novela por El amor de un hombre de cincuenta años cuando el título original es An Old Man's Love, si bien es cierto que desde el principio, Trollope describe al señor Whittlestaff como un cincuentón, aludiendo a que no es viejo todavía pero ya no joven para esos amoríos) acoge en su casa a una joven de veinte años, Mary Lawrie, tras la muerte sucesiva de sus padres y su tía. Esta tal Mary Lawrie era hija de un íntimo amigo de Whittlestaff al cual prometió cuidar de su única hija cuando le faltara apoyo familiar. La señora Baggett, ama de llaves de la mansión, entrometida y mandona, desaconseja a su señor que acoja a una jovencita ya talluda de la que, muy probablemente, se acabe enamoriscando. El señor de la casa, contra el consejo de la vieja, acoge a la chica y, como la vieja predijo, se acaba por prendar de ella. Tras mucho pensar, Whittlestaff acaba por pedirla en matrimonio, cosa que la joven acaba aceptando más por obligación que por otra cosa, no sin ocultarle que dio palabra de amor en el pasado a un joven que fue rechazado por su pobreza. Bien, el joven en cuestión, John Gordon, regresa de Sudáfrica, donde ha conseguido enriquecerse con acciones de minas de diamantes. La llegada de Gordon (joven apuesto, antiguo enamorado de Mary, y ahora rico) completa este triángulo amoroso clásico entre la joven indecisa, el viejo paternalista, y el joven y antiguo amor. 
 Una historia muy vieja, como se puede ver, pero Trollope la cuece a fuego lento dando avances y retrocesos, decisiones e indecisiones, dimes y diretes en las relaciones entre los tres, con el entrometimiento de la señora Baggett, su alcohólico marido, un cura deslenguado y una familia amiga que compone toda la troupe de la novela. 
 Ése es el argumento. Los temas tratados en la novela serán la soledad, el afán de compañía aunque sea con relaciones disparejas y la validez de la palabra dada. Leyéndola ciento cuarenta años después de ser escrita (lo fue en 1884) habrá que incluir entre la temática los roles de sexo entre la mujer que no tiene otra salida que esperar la decisión de un hombre (dos en este caso) sobre ella, o la de los hombres cuya situación económica lo es todo. Pero, aclaro, eso sería en la evolución social de nuestros tiempos, la novela se puede entender perfectamente (si se tiene un cierto nivel cultural, claro) sin sacarla de su contexto histórico.
 Pero, en mi opinión, lo mejor de la novela, habitual en Anthony Trollope, y que lo eleva a la más alta categoría de los escritores de todos los tiempos es la extraordinaria verosimilitud de los personajes. Trollope es un excelente creador de personajes, los dota de vida de una manera tan convincente que el lector acaba por "conocerlos" perfectamente. Una de las formas de dar credibilidad a personajes de ficción es describir sus sentimientos y pensamientos con detalle, con mimo y en eso Trollope es un maestro; otra forma es hacer que los personajes evolucionen en el tiempo, cambiando sus pensamientos y sentimientos, para que el lector pueda ver que están vivos, que son reales. En El amor de un hombre de cincuenta años, Trollope se esmera en la evolución psicológica de los tres personajes principales, pasando todos por distintas fases como una persona real hace a lo largo de su vida. Esa es una de las mayores grandezas de este autor, algo que hace meritoria su lectura aunque el argumento nos parezca un tanto ñoño.

sábado, 4 de mayo de 2024

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León dirigida por Thierry Fischer. Obras de Copland, Tower, Adams y Beethoven.

  Decimosexto concierto de abono de la temporada 23-24 de la OSCyL, dirigida por su habitual batuta. Leyendo el título de esta entrada ya pongo en palabras la idea que tengo en la cabeza: la primera parte del concierto fueron obras de Copland, Tower y Adams, la segunda parte, de Beethoven. ¿Qué parte del concierto me gustó más, cuál tuvo más calidad? La respuesta es obvia, ¿no? Pero, como diría un buen programador de conciertos, éstos tienen que ser contrastantes, variados y diversos. No puede ser más diverso un concierto en cuya primera mitad se interpreta a compositores del siglo XX y, en la parte final, a un gigante como Beethoven. Y, bien mirado, en la variación está el gusto, también en el ámbito musical, aunque suponga cambios notables en el número de músicos y su disposición, algo que pone en un brete la logística y organización del escenario. Y es que no puede haber muchos cambios más profundos que organizar el escenario para que toquen una fanfarria de Copland o Tower, todo con viento metal y percusión, y, en unos pocos minutos, disponer todo para que toque una orquesta sinfónica completa. Desde este humilde blog vaya mi reconocimiento y admiración a los esforzados trabajadores de la logística del auditorio, grandes olvidados, sin los que no sería posible el cotidiano milagro del disfrute musical.
 En la primera parte, pues, obras del siglo XX. La Fanfarria para el hombre común es una obra muy reconocible, que hemos escuchado en multitud de películas, documentales y videos. En sus escasos tres minutos se condensa una música épica, imponente y subyugante que sólo la combinación entre los instrumentos de viento metal y la percusión puede producir. Por ello se ha utilizado tanto para ilustrar momentos únicos de heroicidades y descubrimientos varios. Si al lector de este blog, como es probable, no le viene a la cabeza la melodía de esta fanfarria, búsquese en internet y seguro que se emite un "ah, sí..." Pues eso. Hay piezas cuyo autor, en este caso Aaron Copland, no son conocidos para la gran audiencia, pero sí sus melodías. Según parece, Copland compuso su Fanfarria para el hombre común en 1942 en una suerte de concurso para homenajear a los combatientes que se dejaban la vida en la entonces en curso Segunda Guerra Mundial. Hubiera sido mejor homenaje suspender los combates, pero bueno, al menos nos ha quedado esta excelente y breve pieza.
 Después, estamos en 2024 y en Europa, parece ser que es necesario hacer un contrarresto para buscar la "igualdad de género", con lo que se programa la Fanfarria para la mujer fuera de lo común, de Joan Tower, compuesta en 1987. Poco más se puede decir que esto tan recurrido de la "igualdad de género" (de hecho, en el programa de mano del concierto de ayer es lo único que se destaca). La obra es de mucho menor empaque que la anterior; a pesar del viento metal y la percusión, no tiene la fuerza que debiera, resultando ser una pieza anodina y vulgar.
 Pero el programador, demostrando que todo se puede empeorar, propone la Absolute Jest (Broma total) de John Adams. Obra de 2012, tiene la peculiaridad de estar compuesta para que un cuarteto de cuerda (en el concierto de ayer, el Cuarteto Casals) la interprete acompañada del resto de la orquesta sinfónica. Lo mejor de esta pieza es lo exigente que es con los solistas, sacando a relucir su virtuosismo con el arco (no el de las flechas, claro, sino con el arco del violín, viola y chelo... Perdón por el chiste fácil, pero no me he podido resistir). Por lo demás, la obra es una verdadera broma, como su nombre indica, un ejercicio de virtuosismo carente de una melodía que sirva de hilo conductor.
 Pero, para terminar, a modo de colofón, de recordatorio de la belleza que inunda el sórdido matadero que antes llamábamos Humanidad, para poder reconciliarnos con el mundo... toca la Sinfonía nº3 de Beethoven, la "Heroica". ¡Menos mal! Porque si no el resultado de la primera mitad, con la obra de Adams al final hubiera sido francamente desilusionante. Pero aquí está el bueno de Ludwig para recordarnos que su mera existencia mejoró la condición humana y elevó el espíritu de este "mono con pantalones" que es el homo sapiens. Bueno, paro ya, que me estoy poniendo tremendo. Como comenté en otra entrada, la Orquesta Sinfónica de Castilla y León tomó la acertadísima decisión de interpretar las nueve sinfonías de Beethoven a lo largo de tres temporadas. ¡Magno y loable propósito! Entiendo la dificultad organizativa y el desafío que supone abordar tal reto, pero como rendido melómano beethoveniano aplaudo la soberbia meta. En la temporada 23-24 ha tocado, pues, las tres primeras sinfonías, hoy la Tercera, comúnmente llamada Heroica. Y, entonces, el mundo se para. Las bromas anteriores, la "igualdad de género" y demás zarandajas desaparecen, y emerge la genialidad de un gigante como Beethoven. En apenas cuatro movimientos y cincuenta y tantos minutos, la sublimidad se hace audible. El primer movimiento, Allegro con brio, contiene una de las frases musicales más reconocibles de toda la música culta, una maravilla sin igual que, teniendo sensibilidad suficiente, emociona y cura de todas las enfermedades del alma que uno acumula con los años. Tanto el tempo como la melodía es amable y alegre, no exenta de pomposidad (recordemos que Beethoven compuso su Tercera sinfonía inicialmente para Napoleón, aunque luego lo dedicara finalmente al príncipe vienés Lobkowitz) y rotundidad. Los musicólogos consideran que con esta sinfonía Beethoven iniciaría su "periodo intermedio o heroico" que acabaría por comenzar el periodo del Romanticismo musical. El segundo movimiento, Marcia funebre, Adagio assai, supone el contrapunto perfecto, otra melodía reconocible por cualquier melómano, ésta triste y pausada como corresponde a una marcha fúnebre. La alegría y el ritmo es retomado con el tercer movimiento, Scherzo, Allegro vivace, evolución natural en Beethoven de los antiguos minuetos. El último movimiento, Finale, Allegro molto, incluye un tutti glorioso que remata una de las más bellas sinfonías del genio de Bonn. La influencia posterior de esta sinfonía es tan inmensa que se considera un punto de inflexión en la música culta que pone el quiebro entre el Clasicismo, con su claridad de melodías y su simetría de frases y el Romanticismo, con sus contrastes melódicos, sus ritmos variados y su mayor dramatismo. En el día de ayer, su interpretación por la OSCyl me reconcilió de nuevo con el género humano.