Otra novela más del Nobel de literatura de 1978, ésta es la continuación argumental de La casa de Jampol. Ahora son los hijos y nietos del patriarca familiar, Calman Jacoby, aquél que se asentó en Jampol en la propiedad de un noble polaco e hizo fortuna con una mina y la construcción del ferrocarril. El propio Calman tuvo vida complicada con amantes, hijos de distintas mujeres, avatares y vicisitudes variadas... Pero sus hijos tendrán muchas más dificultades, tanto económicas como sociales y políticas. Pero los escollos más notables a los que Singer presta atención son los cambios de costumbres religiosas y sociales: la secularización de los judíos, que abandonan sus liturgias e incluso acaban renegando de Dios, y abrazan las nuevas tendencias sociopolíticas que estaban anegando el planeta en aquel fin del siglo XIX, el comunismo, el anarquismo, la revolución social... Todo ello lleva a la judería polaca a cambiar en pocos decenios lo que no se había hecho en siglos. Durante generaciones, los israelitas habían vivido igual, pero ahora los padres no reconocen a los hijos. En ese fin de siglo, además, el antisemitismo entre la población mayoritaria de Polonia lleva a miles de judíos a la diáspora en busca de horizontes más pacíficos: muchos a Estados Unidos, otros a Palestina, unos pocos a Europa Occidental... Las familias hebreas se rompen tanto por separación geográfica como emocional. Todo esto, claro, genera mucho dolor, pero también abre nuevos horizontes que parecían vedados cuando, antaño, los hijos vivían como sus padres y abuelos. Y ahí está la genialidad de Isaac Bashevis Singer, en retratar esa zozobra emocional de los judíos centroeuropeos que modeló en cierta forma la historia de todo el continente.
Porque a la vez que se narran las mil circunstancias vitales de los personajes (la intrahistoria, que diría Unamuno), se narran vagamente también los hechos más destacados de la alta política: las revueltas antirrusas en Polonia, el militarismo creciente de Prusia, la preocupante animadversión entre ese país y Francia, las huelgas obreras en toda Europa, el tsunami comunista y anarquista que conquista a millones en todo el continente, el aumento del antisemitismo... Todo como un trasfondo entre los amoríos y desamores entre los personajes, sus cambios de costumbres, la secularización de muchos, el retorno a los viejos hábitos de unos pocos...
Como en La casa de Jampol el personaje más interesante, por ser el mejor delineado y al que el autor dedica más extensión, es Clara. Clara representa ese espíritu estereotípicamente judío, capaz de arrostrar cualquier dificultad, de adaptarse a la cambiante realidad para sacar lo mejor (o lo menos malo, si no queda otra) de cada día. Una resiliencia que ha permitido sobrevivir durante milenios a uno de los colectivos étnicos más odiados en el planeta. Ahora, Clara se debate entre los amores de Alexander Zipkin, el médico asentado en Nueva York, y Mirkin, un rico empresario ruso; Clara es apasionada, pero la pasión no ciega su visión economicista de la relación, sopesando qué puede ser mejor para sí misma y para sus hijos... Es un personaje tan humano, tan verosímil que uno cree conocerla perfectamente.
Finalmente, Singer reflexiona (como lo hace un narrador, en la mente y las palabras de sus personajes) sobre la razón última de la existencia, la conveniencia de adherirse a antiguas liturgias y costumbres o adaptarse a los cambios que traen los nuevos tiempos... Releyendo su biografía, uno puede descubrir rasgos del escritor en sus personajes: en la propia Clara y su capacidad de supervivencia, en Ezriel y su tendencia al vegetarianismo, en Jochanan y su adhesión a la religión de sus padres... Se puede decir que todos los personajes tienen algo de su creador.
Por otro lado, todo es expuesto sin acaloramiento y, sobre todo, sin sectarismos. Singer no toma partido por ninguna tendencia, simplemente las muestra, dejando al lector que madure su propio criterio. Esto es especialmente tangible cuando, por ejemplo, describe hechos a través de los protagonistas que retratan, cada uno desde su perspectiva, los acontecimientos, será el lector el que llegue a la conclusión de qué ha ocurrido, al leer referencias complementarias o contrarias. Es, en sí mismo, la defensa a ultranza de la relatividad de todo, de la ausencia de hechos absolutos, de la inexistencia de verdades o mentiras totales, de la carencia de "instrucciones para vivir". No hay líneas maestras, no hay líderes infalibles, sólo se puede cargar con nuestra propia inseguridad y abrirse camino en la oscuridad. Ya lo decía Machado: "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar..."
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.