sábado, 8 de septiembre de 2018

El síncope.

 Un simple desvanecimiento, nada más. Apenas un par de minutos de dolor intenso de cabeza, mareos, pitidos en los oídos, visión que se nubla... y todo que se va a negro. Segundos después, aunque pudieron ser minutos, me veo en el suelo, rodeado de gente que me pregunta con caras de preocupación, me llevan a sentar en una escalera... Pocos segundos más tarde reconozco entre el carrusel de caras que me rodean las de mis hijos, L y D, que me miran con rostros de miedo e incredulidad. Le doy el teléfono móvil a L y le pido que llame a su madre, así como que me saque un refresco azucarado de la máquina expendedora que está a tres metros y de la cual estaba yo intentando sacar un bote antes del desvanecimiento. El sudor frío me invade, el mareo continúa, las caras, las voces... Al poco llega un enfermero, un chico joven, voluntarioso y amable. Me sienta en una silla de ruedas y me lleva a la enfermería, a donde nos siguen L y D. Allí, tumbado en la camilla, con las piernas en alto, bebiendo agua fría y con una temperatura ambiental mucho más baja gracias al aire acondicionado me recupero rápido: el color vuelve a mi cara (me dice el enfermero), cesa el sudor frío, mi oído y mi visión se normalizan... poco a poco vuelvo a la normalidad. L y D asisten con más tranquilidad a mi recuperación y pronto llega Á para tomar las riendas de la situación. Pocos minutos después, tras agradecer varias veces su profesionalidad al joven enfermero, marchamos, en coche, para casa.
 Eso fue todo. El resto del día lo pasé más tranquilo pues estaba agotado como si hubiera corrido una maratón. ¿La causa del desvanecimiento? Mi propia estupidez: sé perfectamente que cuando dono sangre debo pasar el resto del día más tranquilo y bebiendo más líquido, pero en lugar de eso me voy con mis hijos a una exposición atestada de gente y lejos de casa. Me sé la teoría pero no la aplico, "consejos vendo que para mí no tengo", en fin...
 Con todo, mi carácter no lo podía dejar pasar. Empiezo a darle vueltas una y otra vez. Me centro en mi idiotez supina de no hacer lo que debo tras una donación de sangre, pero más aún, me recrimino haber puesto en una situación delicada y haber asustado a L y a D cuando, es evidente, todavía no tienen edad para controlar una situación así. Y por último me siento frágil, vulnerable, viejo... Veo lo cercana que puede estar la muerte si en lugar de haber tenido un síncope tras haber donado sangre hubiera sido un ictus cerebral o un infarto de miocardio... en esos casos todo habría acabado tras el desmayo, y lo último que habría hecho habría sido meter dos monedas en una máquina para sacar una Coca-cola... ¡Vaya último recuerdo!
 Sí, soy un tipo aprensivo, pusilánime me llamarán otros; yo prefiero pensar que soy "demasiado" consciente de todo, incluso de aquello que no se quiere ver. Tal vez, con mi personalidad autodestructiva, pueda sacar algo positivo y mirar la vida de otra forma, recordando que cada día puede ser el último, mirando más al presente que al futuro... no sé...