lunes, 8 de marzo de 2021

"El cazador de sueños", de Stephen King.

  Creo que me pasa en todos los ámbitos de la vida: antes de hacer algo, leer un libro, ver una película, visitar una ciudad... me hago un juicio a priori de lo que voy a ver. Pero un juicio duro como pocos... quizá como me juzgaron y me enseñaron a juzgar los que me educaron. Lo cierto es que no soy capaz de aplicar colores intermedios, todo es blanco o negro. Aplicado a la literatura: o espero leer una obra maestra que cambie mi vida o una simple novelilla para pasar el rato. ¡Claro, así luego me decepciono o sorprendo! Cuando espero leer a un maestro universal tiendo a buscar defectos... y los encuentro, al fin y al cabo eran seres humanos; eso me pasa leyendo a Dickens, Dostoievsky, Tolstoi, Henry James y demás gigantes de la literatura elevados al Parnaso cultural desde hace más de un siglo; como consecuencia, me siento un tanto decepcionado al no encontrar la excelencia inmaculada que esperaba. Y por otro lado, cuando leo a autores contemporáneos, todavía en proceso de formación (como se encuentra todo ser humano inteligente hasta el momento de su muerte, aunque ésta sea a los cien años) tiendo a ser benevolente e incluso despectivo, así me acabo sorprendiendo de que estos tipos de ahora sean capaces de escribir casi sin faltas de ortografía o puntuación. Esto último me pasa con Stephen King, al cual, prejuicioso yo, tildo de autor menor contemporáneo, autor de "poca chicha", para pasar el rato... Y me vuelvo a confundir.
 Mis prejuicios perjudican mi capacidad crítica. Pero temo no ser el único. Es más, siento que no ha existido un ser humano desde Adán y Eva (si es que existió esa pareja de hippies que vivía en un jardín y hablaba con serpientes) que no prejuzgue. Dicen los listos que prejuzgar es una forma de anticiparnos a lo que podamos encontrarnos (claro, manda c*j*nes la obviedad), es decir, que automáticamente prejuzgamos porque necesitamos saber a qué nos enfrentamos y actuar de forma rápida para salvar nuestra vida. Por ejemplo, que si yo soy un tío como Adán, con mi hojita de parra tapándome las vergüenzas, ahí mordisqueando manzanas y matando algún bicho que otro para hacerme unas chuletillas, tengo que saber a toda h*stia si el bicho que tengo delante sirve para lo de las chuletillas o tengo que salir corriendo porque me va a comer él a mí, y todo en cuestión de décimas de segundo en función de que el bicho sea peludito, blanco y no pare de balar, o sea grande, a rayas amarillas y negras y no pare de rugir... Bueno, ahora ya no voy con hoja de parra (no por mi gusto, desde luego) y las chuletillas las compro en el M*rcad*na, pero sigo manteniendo ese instinto animal que me obliga a hacerme una idea a toda velocidad sobre que voy a encontrarme... también cuando leo. Y así es, queridos niños, como los prejuicios funcionan.

 Bueno, simplificando, que cuando leo a Stephen King tiendo a pensar que es un autor bueno para pasar el rato, y me sorprendo de la calidad que tiene. Pienso, prejuicios aparte, que en esta ingrata sociedad humana, incapaz de decirle a alguien que verdaderamente es valioso (no sea que se lo crea... o que me reviente el bazo al hablar bien de alguien...), autores como Stephen King, que venden millones de libros en cada tirada (mira, me alegro, así podrá comprar un montón de chuletillas en el M*rcad*na que tenga al lado de su casa en Bangor, Maine, United States of America), pues eso, que ese tío, digo, será elevado a esos altares del Parnaso cultural y será, consecuentemente, estudiado por sesudos doctorandos en literatura universal. Lo cierto es que aunque a King se le considere un autor comercial (algunos dirán "si la envidia fuera tiña...") tiene algunas descripciones psicológicas de los personajes que ríase usted de don Fiódor Mijáilovich. Por otro lado, el hecho de que el americano haga referencias constantes a la llamada cultura popular (sus personajes tararean canciones de los Rolling Stones, recuerdan películas de Spielberg o novelas de Ray Bradbury) servirá en un futuro no muy lejano para que otros tipos sabihondos y empingorotados, también doctorandos, estudien las costumbres sociales del siglo XX y XXI, igual que hoy se estudian las costumbres sociales de la Inglaterra del XIX en las novelas de Dickens.
 En fin, que los prejuicios son muy malos pero nos han tenido vivos hasta la fecha (signifique eso lo que signifique y tenga el valor que tenga) y nos permiten actuar sin pensar para comernos al bichito blanco que no deja de balar, y huir del bicho grande a rayas amarillas y negras que no deja de rugir... ¿o era al revés?