lunes, 29 de octubre de 2018

"Casa de muñecas", por Henrik Ibsen.

 Casa de muñecas es una de las obras teatrales por excelencia, representada infinidad de veces y de lectura obligatoria a partir de bachillerato. Es obra atemporal (más o menos) pero coyuntural en cuanto a la sociedad occidental que describe. Un español de hoy lo entiende perfectamente igual que un sueco de hace cien años o un italiano de hace cincuenta, pero dudo mucho que lo comprenda plenamente un tibetano, por ejemplo de cualquier época; así que podríamos relacionarla con la civilización occidental, signifique esto lo que signifique. Casa de muñecas es, evidentemente, una obra feminista, puesto que coloca a la mujer en un plano de total igualdad con el hombre cuando esto no era habitual (la obra se publicó en 1879). Esto último, su fecha de publicación, es lo más sorprendente, pues hoy, casi ciento cuarenta años después, el tema sigue estando de plena actualidad.
 La protagonista principal, Nora, es, aparentemente, una mujer adornada con todos los vicios que supuestamente tenían las señoras de su época: superficial, débil, insegura, caprichosa... una verdadera "muñeca" que poco más podía hacer que adornar el hogar de su señor. Su inicial falta de experiencia social la lleva a comportarse de forma ligera e infantil en asuntos económicos ante los cuales confía en la bonhomía del otro, cuando se ha dejado claro que el otro (el abogado Krogstad) es precisamente un timador sin escrúpulos. En los dos primeros actos, Nora se comporta como una perfecta estúpida, incapaz de comprender la realidad que la rodea, como un jarrón chino, cultivando imágenes periclitadas de mujer exclusivamente como madre y esposa. El otro personaje principal, su marido, Torvaldo Helmer, la trata como un objeto... pero eso sí, como un objeto precioso y querido. En su frenesí de proteccionismo paternalista la trata como a una disminuida psíquica, con nombres como "alondra", "ardillita", "testarudita" y más epítetos acabados en diminutivo. Y eso es, en mi opinión, lo más interesante: el tipo de machismo que describe, un machismo muy alejado (aparentemente) de la violencia física, del insulto o del menosprecio; antes al contrario, el machismo presente en Casa de muñecas es un machismo dulce, protector (en el mal sentido), que a fuerza de sobreproteger a la mujer la acaba haciendo una perfecta inútil incapaz de valerse por sí misma. No es casualidad que Nora incluya en el mismo grupo a su marido y a su padre, pues ambos han acabado tratándola igual. Este tipo de machismo paternalista no sale en las portadas de los diarios ni en los noticiarios puesto que no causa víctimas mortales, pero está muy ampliamente distribuido incluso hoy. 
 La actitud vital de Nora cambia de forma radical en el tercer y último acto. Aquí la protagonista despierta, descubre que ha sido tratada como una incapaz, que más que un marido ha tenido un poseedor, un propietario, se rebela contra su situación y comprende que sólo abandonando a su marido conseguirá encontrarse a sí misma y realizarse como persona adulta e independiente. La obra es, por tanto, si no atemporal, al menos de muy largo recorrido en el tiempo, pues hoy en día sigue funcionando (afortunadamente, cada vez menos) este machismo dulce y paternalista que acaba dejando en algo decorativo a la mujer. 
 Algo que no me ha gustado es lo brusco del cambio que experimenta la protagonista. Desde un punto de vista meramente formal da la impresión de que faltara un acto intermedio para que se desarrollara una evolución de Nora de forma gradual. Tal como está es demasiado explosivo, un poco apresurado. En todo caso, Casa de muñecas es una obra teatral ya totalmente clásica, imprescindible para todo aquel que quiera comprender la relación entre sexos, las convenciones subyugantes que han sufrido las mujeres y hombres a lo largo de los siglos y que han convertido a las primeras en meros objetos y a los segundos en meros coleccionistas. De nuevo, la literatura salva vidas... o, al menos, las hace mucho más inteligentes y válidas.