jueves, 26 de marzo de 2020

Pandemia. El Roto.

Imagen tomada del sitio elpais.com

"1984", por George Orwell.

 No pude evitarlo. Hacía más de veinte años que leí 1984, pero la situación sociopolítica del mundo en la actualidad me llevó de nuevo a acordarme de George Orwell. Busqué en el archivo de los más de mil trescientos libros que tengo en casa y lo encontré; lo primero que me refrescó la memoria fue una pequeña etiqueta de una librería de mi infancia y primera juventud (ya hablé de ella, la Librería Méndez, en la calle Ibiza de Madrid). En esa librería pasé horas muertas pues, aunque compraba con bastante frecuencia, los dependientes tenían a bien dejarme curiosear libros sin comprar nada. Esta pequeña etiqueta me trajo recuerdos amables de una época, como todas, con dificultades. La escaneé:


 Pero al margen de la librería en la que compré el libro, lo importante es la terrible semejanza entre el tema principal de la novela y la semejanza de la actuación político-social-militar por la pandemia de coronavirus. La edición que tengo en casa y estoy releyendo es esta:
 Para recordar: en 1984 George Orwell narra una situación mundial distópica. El globo se encuentra dividido en tres grandes bloques: Oceanía (América, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda e Irlanda, donde gobierna el Ingsoc -socialismo inglés-, un socialismo autoritario basado en el control mental de la población), Eurasia (desde Portugal hasta Kamchatka, con una forma de gobierno denominada neobolchevismo, un comunismo aplastante) y Asia Oriental (China, Japón, Corea, territorios en los que se busca la anulación del individuo y se mitifica la muerte). El resto del planeta (la mayor parte de África, India y el Sudeste asiático) son territorio en disputa bélica de las tres superpotencias. El personaje principal, Winston Smith, es un ciudadano de Oceanía, residente en Londres; trabaja en el Ministerio de la Verdad, que trata de crear un discurso aplastante para los ciudadanos (esclavos virtuales) que han de tragar la propaganda constantemente a través de las "telepantallas" que vomitan eslóganes constantemente. 
 La sociedad que pergeña (más bien, predice) Orwell es absolutamente autoritaria, carente de la más mínima libertad, elimina el pensamiento crítico de los individuos, los homogeneiza y militariza. No existe la posibilidad de un individualismo diferenciador, los sujetos que se diferencian son "vaporizados" (eufemismo para decir secuestrados y asesinados). El sexo está prohibido salvo para engendrar hijos para el Partido. Todo se organiza en cuatro grandes ministerios: Ministerio de la Verdad, para lanzar a la ciudadanía lo que deben creer; Ministerio de la Paz, para preparar la guerra contra las otras dos superpotencias; Ministerio del Amor, para reeducar a los ciudadanos que se habían "equivocado"; y Ministerio de la abundancia, el ministerio de economía que trataba de que los ciudadanos no murieran de hambre, aunque estaban siempre a punto. 
 Los eufemismos, claro está, son la norma en la sociedad. Hasta el punto de que se crea un nuevo idioma, la "neolengua" que trata de sustituir al inglés. La neolengua elimina todas aquellas palabras que el Partido único considera inapropiadas (antipatrióticas) y fomenta el pensamiento único que todos han de tener.
 Para aquellos ignorantes, George Orwell (seudónimo literario de Eric Arthur Blair), no era precisamente un desapasionado de la política. Militante en las Brigadas Internacionales que combatieron en la Guerra Civil Española, fue asignado por el Partido Laborista inglés al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), aunque él se hubiera alistado a la CNT. En todo caso, Orwell siempre fue antiautoritario, y denunció la brutal jerarquización de los partidos comunistas españoles en aquella época. 
 La novela fue escrita entre 1947 y 1948, tras haber vivido in situ la victoria franquista en España y la Segunda Guerra Mundial como corresponsal de guerra para la BBC.
  La novela fue premonitoria. Surgieron regímenes por todo el mundo en la segunda mitad del siglo XX, tanto en el ámbito de la extrema izquierda como el de la extrema derecha, que imponían dictaduras que aniquilaban al individuo, promovían el pensamiento único, creaban una suerte de "neolengua" preñada de eufemismos para controlar lo que el ciudadano pensaba y, cuando pensaba diferente, lo hacían desaparecer (algunos regímenes llegaron a asesinar a miles de personas). De aquí que la expresión "orwelliano" y "sociedad orwelliana" se usaran con tanta frecuencia para definir situaciones de alienación del individuo para crear estados aniquilantes.
 Bien, la novela fue escrita en 1947, ahora veamos la situación en marzo de 2020. Se ha declarado un Estado de Alarma no sólo en el país que habitamos sino prácticamente en todo el globo, por la expansión de una pandemia vírica sin visos de solución (pero que, como mucho, no matará ni a un 10 % de la población mundial, principalmente, viejos y enfermos). El clima de pánico es apocalíptico. Se obliga a confinarse (por al menos un mes, ya se verá...) en sus casas a toda la ciudadanía excepto unos pocos servidores públicos. Se vomita constantemente por la televisión, medios en internet, radios, periódicos... la peligrosidad extrema de la enfermedad para acentuar el pánico de la población. Se establece un contubernio mortífero entre tres colectivos de la sociedad: políticos-gobernantes, medios de comunicación y policía-ejército. Los políticos-gobernantes marcan el paso a una sociedad envejecida y estupidizada; los medios de comunicación mienten y manipulan a la misma sociedad para que se cague en sus bragas; la policía-ejércitos toman las calles para multar, arrestar y agredir a aquellos que se "salten" el confinamiento. La sociedad envejecida y estupidizada actúa como un único sujeto: sale a la misma hora a las ventanas y balcones a aplaudir a sanitarios, insulta y agrede desde esos mismos balcones a quien  ve por la calle, monta pequeñas "policías del pensamiento" para denunciar a los vecinos que no cumplen las órdenes del gobierno-medios-policía... Todo esto provoca la paralización económica de la sociedad que llevará en un plazo corto a la destrucción de todo el tejido empresarial, al repunte del desempleo por varios millones en cada país, daño que no se recuperará, tal vez, en décadas.
 Sí, la sociedad de marzo de 2020 es absolutamente orwelliana: manipulada, atemorizada, idiotizada, incapaz de tener criterio propio...  todo por una enfermedad que, según los propios expertos sanitarios, no matará en todo caso ni al 10 % de la población mundial, sobre todo ancianos y enfermos.
 Desde este humilde blog que apenas es leído ejerzo mi derecho y deber de aconsejar a mis conciudadanos que no se dejen apabullar; que luchen contra el pensamiento único y traten de tener criterio propio; que critiquen lo que ven en televisión, internet, lo que escuchan en la radio o leen en los periódicos, para que esa tríada infernal (gobiernos, medios de comunicación y policías) no los anulen como individuos. Recomiendo calurosamente, así mismo, la lectura o relectura de 1984, la semejanza de esa sociedad distópica con la nuestra es dolorosamente patente. 

viernes, 20 de marzo de 2020

Inciso cinematográfico: "The Maltese Falcon", dirigida por John Huston en 1941.

 Era obvio que, leyendo la novela de Hammet, iba a volver a ver la película de Huston, con Bogart en el papel de Samuel Spade, Mary Astor como Brigid O'Shaugnessy, Peter Lorre como Joel Cairo y Sydney Greenstreet como Kasper Gutman. Inmensa ventaja la de vivir en estos pandémicos tiempos con conexiones a internet de alta velocidad y repositorios de cine clásicos a tutiplén.
Imagen tomada de Wikimedia Commons.
 La adaptación de Huston es muy fiel a la novela. Incluso detalles nimios como los gestos de Spade (sonreír mostrando los caninos, morderse el labio inferior, fumar su tabaco de liar sujetando la bolsa con los dientes...) están presentes en la cinta, por no hablar de los diálogos que son trasladados palabra por palabra. Como pequeña diferencia, tal vez innecesaria, la película comienza con una aclaración que no se hace en la novela: se explica el origen de la figura del halcón que, elaborada en oro y piedras preciosas, había sido un tributo de la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén al entonces Emperador Carlos V. Lo demás es prácticamente igual (si obviamos la descripción física de Samuel Spade, "alto, al menos seis pies de altura" que no concuerda con Bogart).
 El reparto es de lo mejorcito de la época: Bogart (salvando el físico) está inconmensurable, con ese gesto cínico tan propio de sus actuaciones que encaja perfectamente con Spade; Mary Astor en el mejor papel de su carrera, apabullando con su actuación en los últimos minutos de la cinta; Peter Lorre, siempre convincente, especialmente en papeles extranjeros, aquí, un griego; Sydney Greenstreet, a otro nivel, un maestro entre maestros; y un montón de secundarios, incluyendo un corto papel para el padre del propio Huston. Todos excelentes, pero para mis gustos, creo que ya son conocidos, me quedo con Greenstreet y Lorre, aquí están:
Imagen tomada de Wikimedia Commons
 Sydney Greenstreet y Peter Lorre son los monstruos que redondean cualquier buena película, más aún, son los genios que hacen que una película regular sea más que aceptable. Sus estilos actorales son muy distintos, más clásicos y teatrales los del inglés, más cinematográficos y modernos los del austriaco. Pero ambos encandilan. El ligero acento germánico de Lorre contrasta con la ortodoxa dicción de Greenstreet; la voz de éste corre como un pañuelo de seda por un ojal mientras que la de aquél se trastabilla coquetamente como un escotado vestido de miles de euros en una golfilla de la calle. La crème de la crème.
 Ya escribí sobre la afortunadísima relación entre literatura y cine. Estos años atrás se sucedieron huelgas de los guionistas en Hollywood, obligando a hacer refritos de clásicos de calidad ínfima. Uno, en su ingenuidad, se pregunta: ¿no podrían adaptar buenas novelas con la fidelidad y el respeto que tuvo Huston en esta maravilla eterna?

"The End", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).

Imagen tomada del sitio www.incidentalcomics.com

"El halcón maltés", por Samuel Dashiell Hammett.

 De nuevo en aquella isla macaronésica. De nuevo tratando de huir de relaciones tóxicas sin solución. De nuevo encontrando el refugio en la lectura... y de nuevo en una pequeña tienda de segunda mano (no librería, pues también venden muebles, recuerdos y todo tipo de objetos usados). Rebuscando lo poco que tienen, sólo encontré esto:
 Es una edición barata (aunque de tapa dura) de la que no he encontrado siquiera por ningún sitio el nombre de la editorial; supongo que será la típica edición de periódicos a cuenta de colecciones con títulos tremendos como: "literatura de cine", "las mejores novelas policíacas", "los Premio Nobel del siglo XX", etc. En todo caso, no encontré nada mejor y, al fin y al cabo, era mucho mejor que la realidad que tenía que tragar.
 Nunca fui aficionado a la novela negra. He leído muy poco, más que nada de los grandes de antaño: Conan Doyle, Agatha Christie o George Simenon. De ellos destacaría, por supuesto, las de Sherlock Holmes, las de Hércules Poirot, pero no las del Comisario Maigret, de Simenon siempre me gustaron las otras, no tanto por su argumento sino por la minuciosa descripción de personajes y situaciones. Quiero decir con esto que, al margen de novela negra, blanca o a rayas, un buen escritor es siempre un buen escritor, cualquiera que sea la temática. Así, Simenon es un gran escritor que se dedicó, probablemente por razones económicas, a la novela negra, pero hubiera demostrado su enorme calidad en cualquier otro subgénero narrativo.
 Por supuesto que he visionado más de una vez la adaptación cinematográfica de esta novela dirigida en 1941 por John Huston y protagonizada por Humphrey Bogart, gran película, pero no a la altura, por ejemplo, de Casablanca, de la que escribí largo y tendido en este blog. En El halcón maltés no hay personajes moralmente aceptables. Todos son jugadores de ventaja cuando no hipócritas o incluso asesinos; sus únicas motivaciones son el afán de enriquecimiento ilícito. La novela está escrita con corrección. Como es de esperar en este subgénero, es una prosa rápida, casi periodística, que no "pierde tiempo" en frases subordinadas, descripciones profusas y adjetivaciones abundantes. Todo se supedita a la trama que no se aclara hasta, claro está, el mismo final. Es una novela entretenida, de violencia excesiva para mi gusto, pero amena y aceptable.

jueves, 19 de marzo de 2020

lunes, 16 de marzo de 2020

"El agujero del infierno", por Adrian Ross.

 Novela floja, muy floja. Esto es lo malo de fiarse plenamente de todo lo que una editorial por que se tiene especial afición saque a la luz. Vaya por delante que considero (como creo haber escrito en otras ocasiones) que la labor de la Editorial Valdemar es muy loable, pues están resucitando a autores desconocidos o cuya obra ya está descatalogada. Eso unido a que algunas ediciones (principalmente la de "El Club Diógenes") son de precio muy asequible al ser en rústica y formato de bolsillo, consigue cumplir la función más elevada de cualquier editorial: la distribución cultural. Digo todo esto porque debo de tener en casa más de doscientos libros de Valdemar y es de justicia hacer honor a la verdad. Pero publicando tanto como lo hace esta editorial, tarde o temprano acabaría bajando el nivel de calidad. Mucho me temo que es el caso del tal Adrian Ross.
 Según la propia editorial y lo poquito que se puede encontrar en internet del autor, Adrian Ross es el seudónimo literario de Arthur Reed Hopes, un catedrático de la Universidad de Cambridge de finales del XIX y principios del XX (entrando la primera parte de su vida en la época victoriana). Su obra literaria es, principalmente, una colección de guiones de comedias musicales, muy en boga en la época "eduardiana", el resto son un puñado de novelas de corte realista, y su única obra de ficción es la que tengo en las manos. Tal vez sea esa la razón de que sea difícil de clasificar: por un lado se podría decir que tiene reminiscencias de las llamadas "novelas de capa y espada", en las que un héroe henchido de virtudes se enfrenta a todo tipo de dificultades a espadazo limpio hasta resultar victorioso. Estas novelas son un subgénero de las novelas históricas, ésta en concreto está ambientada en las guerras de religión que asolaron Inglaterra en el siglo XVII (el protagonista principal es un puritano cercano al líder Oliver Cromwell, aquel personaje tan controvertido por su fanatismo religioso y su inmisericorde represión de Irlanda). Pero además, El agujero del infierno tiene un componente fantástico puesto que la acción tiene lugar en las inmediaciones de una ciénaga con un extraño lugar en el que merodea una ominosa criatura.
 En fin, la novela no está mal escrita, no hay (claro está) errores de estilo ni nada grave que impida su lectura, pero es francamente anodina, le falta mordiente... Me ha costado leerla incluso en un avión para hacer que las horas pasen lo antes posible y para olvidarme de la paranoia colectiva actual. Es, probablemente, lo más soso que he leído de lo publicado por Valdemar. Lo terminaré de leer, pues no es tan abominable, pero desde luego no lo recomiendo.

miércoles, 4 de marzo de 2020

"El reflejo", por Javier Lacomba de Maruri.

 Heredé de mis padres un pequeño apartamento en una isla subtropical. Dicho apartamento, aunque pequeño, cumplía todas las expectativas que un veraneante desea en una casa en la playa: paredes inmaculadamente blancas, grandes ventanales, hermosas vistas... y un enorme espejo que ocupa la práctica totalidad de una pared.
 El espejo, ya se sabe, aumenta la sensación de profundidad y, por tanto, el tamaño aparente de la casa, además de mejorar la luminosidad del salón. Definitivamente, aquel gran espejo estaba bien pensado para aquella casa.
 Yo, sin embargo, soy poco amigo de los espejos. Me parecen muestra lamentable de la vanidad humana, por no hablar de la necesidad que tienen de ser limpiados con regularidad, mucho más, desde luego, que la pared desnuda. Así que, ni corto ni perezoso, empecé a tapar aquel enorme espejo. ¿Con qué? Con lo que tengo más a mano y más abundantemente: libros. Con vulgares maderas contrachapadas construí un precario armazón a modo de estantería ocupando todo el espejo, y luego lo llené con varios cientos de libros.
 Asunto concluido: el espejo había quedado casi totalmente tapado por una abigarrada colección de colores (las de los lomos de los libros) entre los que predominaban los tonos marrones.
 Pasaron, pues, los días sin el detestado reflejo de luces de la mañana a la noche. Ufano me sentía con mi diminuta hazaña... Hasta que un día traté de buscar un libro concreto en la nueva estantería. Rebuscando entre sus lomos, leyendo sus autores y títulos encontré algo que me horrorizó y me llevó a malvender apresuradamente aquella casa. En un pequeño hueco entre libros vi el reflejo de una cara, pero no la mía; era el reflejo de una cara medio humana medio demoníaca que me hacía muecas amenazantes con ojos inyectados en sangre. Era el reflejo del propio espejo que había sido brutalmente tapado y asfixiado por mis libros.

"Tristana", de Benito Pérez Galdós.

 Leyendo la Antología española de literatura fantástica resurgen los viejos gustos, las antiguas lecturas que me enamoraron tiempo ha; entre ellas las novelas realistas del XIX con gigantes como Pérez Galdós, Pardo Bazán o Clarín. Del primero leí y releí Fortunata y Jacinta con la que estreché vínculos afectivos por la localización y el habla popular de algunos personajes (típicamente, de Fortunata) tan parecida a la de mis abuelos. No me gustaron, sin embargo, los Episodios nacionales que, teniendo los mismos mimbres que la novela anterior, caen en un historicismo que, particularmente a mí, no me interesa. Así que volví a por "Benito el garbancero" como parece que le llamaba su buen amigo Valle-Inclán, y me lancé a por Tristana.
 En Tristana se da un triángulo amoroso típico: por un lado la propia Tristana, huérfana acogida en su mocedad por un viejo hidalgo solterón, don Lope, que, tras haber sufrido años de abusos, se enamora de Horacio Díaz, un pintor bohemio. Los prejuicios morales, las hipocresías sociales y el amor más puro se entremezclan para formar una novela amena sin caer en lo vulgar, erudita sin ser pretenciosa, atemporal sin tacha de moralina... Una novela redonda.
 La edición, por cierto, no puede ser más cutre. Fue Austral (Grupo Planeta, obviamente) la que lanzó una colección con las novelas más señeras de  autores inmortales como Kafka, Melville, Ovidio, Poe, Polidori, Woolf o el propio Galdós. No debió tener mucho éxito porque parece que no han sacado más, pero en cualquier caso a mí me interesa, porque aún siendo una encuadernación pésima (papel casi biblia, letra minúscula y tapa rústica) tiene un precio bajo (3,95€) que para los que compramos libros para leer y no para presumir nos llena por completo.
 Tristana se engloba, a decir de los sesudos filólogos, en el llamado ciclo "espiritualista" del autor canario, con temas importantes de la época y de todos los tiempos como la emancipación de la mujer o la hipocresía social. Pero, para mí, lo más sobresaliente de esta lectura es el preciosismo formal de Galdós. Leer a Pérez Galdós es hacer un máster en literatura amena con una calidad apabullante; los personajes son descritos con una rotundidad difícil de encontrar; los diálogos son tan naturales que uno siente al personaje como alguien cercano. Galdós es un creador de personajes como pocos, personajes que, en realidad, son arquetipos extrapolables pero con rasgos propios que los individualizan. Pocos escritores consiguen esto.
 Los que nacimos, crecimos y somos descendientes de gentes nacidas  a orillas del río Manzanares tenemos un motivo especial de cercanía con tantas novelas de Pérez Galdós, pues el autor también describe con una minuciosidad increíble las grises y trabajadas callejas de aquella maltratada ciudad.
 Todo ello redunda en obras que, pese a lo que muchos puedan pensar, son universales y atemporales, pues los paisajes descritos podrían ser cualquier ciudad de la época, y los personajes son, como dije, arquetipos. Con todo, leer a Galdós es como comer tu plato preferido después de haber pasado meses de hambre... mejor aún, para mí, leer a Galdós es como comer las croquetas que hacía mi abuela Manolita, algo de una calidad insuperable que nunca volverá y que me retrotrae a mi infancia.