lunes, 11 de junio de 2018

"El ratoncito", por Robert Walser.

 Es un pequeño texto en forma de prosa poética, no gran cosa, pero muestra la sensibilidad de la que podía hacer gala el autor suizo y que, desgraciadamente, tan poco abunda en la Humanidad. Porque es precisamente eso lo que destila el texto: humanidad, compasión, sencillez y, como dije, gran sensibilidad. Uno piensa que si abundarán más este tipo de personalidades no habría guerras, violencias y agresiones entre los hombres... lástima que Walser estaba "loco".

Hace poco, al ver en medio del camino
un ratoncito muerto,
me detuve y dije: ¿por qué?
¿Por qué yaces ahí tan quieto?
¿A qué viene tanta prisa?
Apenas llegado a la vida,
huyes y la abandonas.
En fin, dejáme al menos
analizar tu alegre senda vital:
seguro que a tu llegada 
no se derrocharon palabras,
el bautizo sería innecesario.
Jamás fuiste a la escuela;
es difícil que los maestros se vieran
perturbados por tu causa.
Desde el primer día supiste
adaptarte a la vida.
En lo referente a la instrucción, educación superior,
saber, conocimiento,
puedes prescindir de todo eso.
No habrás recibido nunca
clases de piano,
de baile, de gimnasia y otras.
Gracia y agilidad
y una gentileza del todo natural
eran innatas en ti.
No has conocido
zapatos, calcetines, sombrero ni guantes.
Siempre llevaste el mismo traje.
¿Tuviste hermanitos y hermanitas;
tío, tía, primas y primos?
¿Te habrás casado?
Estas son preguntas que,
por ser demasiado complicadas,
nosotros preferimos dejar sin resolver.
Sin duda, tú, mi querido ratoncito,
no tenías que preocuparte de nada.
Nosotros albergamos numerosos reparos;
nos llenamos la mente de Dios sabe qué,
nos amargamos todo lo posible
la estancia en el mundo;
nos matamos a trabajar y nos consumimos;
por tantas preocupaciones espinosas
solemos perder el tino.
Es evidente que tú te alegrabas muchísimo
de la mera existencia;
apenas te asaltaron pensamientos
que, en la mayoría de los casos,
son sumamente paralizantes.
Seguro que no yerro mucho
si pienso que sentías predilección
por colarte por agujeros estrechos.
Una escasa cantidad de follaje
era el mundo en el que vivías,
te gustaba deslizarte por debajo de las piedras.
Lo que a nosotros los humanos nos parecen simples  plantas
para ti era enorme. 
Los árboles, por ejemplo los robles,
debían parecerte descomunales, 
suponiendo  que alguna vez pudieras abarcar con la vista
semejante grosor y altura.
Seguro que una liebre
te parecía de lo más respetable.
Pero los gatos te aterrorizaban de tal modo
que nunca te faltaron dificultades.
Tu voz parecía un silbido,
y tu paso, un raudo deslizamiento.
Nunca aprendiste a hablar alemán,
ni francés, ni inglés;
te mantuviste fiel al lenguaje de los ratones,
te bastaba con entenderte
con tus semejantes.
No conseguiste cuajar
un proyecto vital digno de mención;
te guardaste mucho de viajar.
Mas no por ello dejaste de estar
en las bondadosas manos de nuestro Padre,
arriba, en las nubes,
que permanecían suspendidas sobre ti,
igual que sobre el resto de seres.
Adiós, pues.
Tras haber dicho todo esto,
proseguí mi camino.