lunes, 11 de noviembre de 2013

Ahora leyendo: "Escuadra hacia la muerte" y "La mordaza" de Alfonso Sastre

 La apabullante falta de libertad en este mentado país explica por qué uno de los tres grandes dramaturgos de la posguerra (junto con Paso y Buero Vallejo) no haya puesto sobre las tablas ninguna de sus múltiples obras desde hace décadas.
  Sí, Alfonso Sastre cometió el "horrible pecado" de hablar claramente en el ámbito político y defender el derecho de autodeterminación de todos los pueblos, se encuentren en el Estado en el que estén. En realidad, sus dramas son bastante inocuos, no tocan temas delicados para el "establishment" y sus adormilados ciudadanos; en Escuadra hacia la muerte, por ejemplo, se recapacita sobre los comportamientos humanos ante la sinrazón de la vida, trastocada aquí en la de la guerra, con respuestas suicidas, desesperadas y violentas... pero nada más, no se menciona nada que sea sacrosanto para la "unidad nacional"...
  No puede explicarse de otro modo el exilio interior de Sastre si no es por su compromiso político paralelo a su actividad creativa... Ya se sabe, aquellos que quieran salir del rebaño habrán de sufrir postergación sean quienes sean.

Inciso cinematográfico: "La mejor oferta", de Giuseppe Tornatore

 Con diferencia, uno de los mejores guiones cinematográficos de los últimos tiempos, mejorado con un espectacular Geoffrey Rush y una cuidada fotografía que apuntala el ambiente en el que se mueven los personajes.
  Acostumbrados a los previsibles y mezquinos guiones de las superproducciones de Hollywood, esta producción italiana rodada en inglés goza de una trama verdaderamente envolvente, sorprendente, que atrapa al espectador durante sus más de dos horas de duración. Tornatore firma ese guión que, en mi opinión, es lo más destacable del film; Rush está inconmensurable, es uno de esos actores que apenas tiene que hablar para llenar la pantalla y justificar una película; la banda sonora es de un ya octogenario Ennio Morricone (quién con más experiencia); y la glamurosa fotografía de diversas ciudades italianas así como de Viena y Praga. Una gran película, de las mejores que he visto últimamente.

El hacedor de best sellers, por Javier Lacomba de Maruri

Por fin me decido a dejar “negro sobre blanco” mis experiencias en aquella infame editorial No, no tengo miedo a posibles consecuencias sociales o incluso legales, estoy demasiado cansado como para temer eso; solo quiero poder dormir bien, no sentir esa repugnancia hacia mí mismo cuando me miro al espejo...
Todo empezó cuando respondí a una oferta de trabajo de la Editorial D. Mi currículum estaba sobrado para lo que pedían, ayudante de dirección, y hacia allá me encaminé. De primeras la editorial me pareció más pequeña de lo que me figuraba (apenas cuatro empleados) y me intimidó un poco que el propio señor D. me entrevistara. Su aspecto, su gran mesa de caoba y su actitud, fumando en todo momento un gran puro, reforzaban esa sensación de inferioridad. “Bueno, joven, ¿tiene experiencia en el trato directo con escritores?” Me espetó el señor D. “Abundante”, mentí. A continuación, mi entonces futuro jefe me advirtió, con verdaderos gestos de repugnancia, de la repulsiva condición de aquellos; los consideraba un subproducto de la sociedad, un error de la naturaleza. Para él la vida era lucha y desafío, y solo los más fuertes deberían sobrevivir; eliminando a los más débiles, la sociedad aseguraba su futuro. No me dejó duda alguna, pensaba que los escritores, “creadores” decía con sorna, eran la hez de la humanidad... Sin embargo, lamentablemente, él tenía que tratar a diario con ellos al haber heredado el negocio por vía paterna. La entrevista resultó favorable y, al lunes siguiente, ya estaba en mi pequeño despacho, ¡al fin!
Las primeras semanas de trabajo las pasé en un estado casi eufórico. Mis familiares y amigos casi no podían creer mi buena fortuna, y yo... estaba tan entusiasmado que no cejé en mi empeño por aprender el oficio y satisfacer a mi jefe... supongo que me convertí en un perfecto “lameculos” e imitador de su tiranía. Copié sus gestos, sus costumbres, incluso su forma de pensar; los escritores, hacia los que antes no sentía ni aprecio ni desprecio me parecían ahora lamentables criaturas siempre quejándose de su vida. No lo debí hacer mal, pues a los pocos meses el señor D. me dejó llevar la gestión de los autores más relevantes.
Recuerdo especialmente a A. L. , cuando traté con él ya era un reputado cuentista, sus recopilaciones se vendían como churros. Yo pensaba encontrarme con alguien de fuerte carácter, no sé por qué, pero me topé con un hombre derrotado, perdido, aparentemente víctima de una depresión que lo subyugaba. Pero lo que más me impresionó fue lo que me dijo, me habló con miedo de mi jefe, me pidió, me suplicó en realidad que le ayudara, que mintiera a mi jefe sobre el progreso de su trabajo. Me asqueó tanto que acabé por despacharlo con cajas destempladas... me acabó llamando lacrimosamente “señor” y se le humedecieron los ojos... pensé que se echaría a llorar allí mismo.
Mi jefe me volvió a recordar sus opiniones sobre los escritores: “Lo importante es exprimirlos... en realidad es lamentable que los necesitemos, pero está claro que cuando llegan al punto de no dar nada más debemos facilitar su eliminación... por el bien de la sociedad”. ¿Eliminarlos? La palabreja se me clavó en el cerebro con una insistencia brutal hasta el día de hoy. ¿Acaso insinuaba matarlos? Desde luego el señor D. tenía fama de despiadado... pero también era alguien reputado en su ambiente, un verdadero puntal de la sociedad, no podía creer en esas intenciones.
El día a día en el trabajo me hizo olvidarme de aquella conversación y, solo unos meses después, volví a verme en unas circunstancias semejantes. Esta vez fue otro autor, que había escrito sus mejores novelas hacía años, la editorial lo consideraba acabado y se le tenía un poco apartado de la primera línea del negocio. Tuve que visitarle para liquidar unos haberes pendientes, me habían prevenido de sus ataques de ira agravados últimamente por el abuso del alcohol... no se equivocaban. De primeras me encontré en un lóbrego y maloliente apartamento, me recibió con una sonrisa, pero al presentarme como trabajador de la editorial, su rostro se tornó brutal, su mirada de odio, su amenazante mueca me hizo dar un paso atrás. Entré en aquel antro . El escritor, sin mediar palabra, me dejó solo y entró en otra habitación cerrando tras de sí la puerta; segundos después volvió con un manuscrito en sus manos, me lo lanzó a las manos y me espetó: “aquí lo tiene, puede decirle a la hiena de su jefe que yo cumplo con mis obligaciones, aunque sea a costa de mi salud... ¡y ahora fuera de mi casa, buitre! Fue todo tan brutal, tan salvaje, que solo pude tomar el manuscrito y salir apresuradamente de aquella casa. Tuve que pasear durante más de diez minutos para sosegarme y poder asumir lo ocurrido.
Recuerdo que cuando lo comenté con algún compañero de vuelta a la editorial todos bajaban la mirada con gesto de culpabilidad... nada pudo sorprenderme más, esperaba su comprensión, su complicidad y parecía que casi estaban de parte de aquel energúmeno. Pero mayor fue aún la sorpresa que me deparó mi jefe. Me llamó al despacho y sin dejarme explicar me soltó: “Verá F., me temo que, o bien no me acaba de entender o no tiene las suficientes energías para este trabajo. Mañana sin falta iremos a ver a D. N., quiero que aprenda de primera mano cómo se trata con esos gusanos...”.
Efectivamente, al día siguiente fuimos a ver a D. N. En la puerta de su casa me reconvino: “sobre todo fortaleza, no se deje impresionar por ese llorón”. Dicho y hecho, mi jefe acorraló hasta las lágrimas al escritor, que, de cuando en cuando, me dirigía atribuladas miradas a las que yo no podía corresponder. El señor D. acabó su acometida con un “si no puede escribir más qué vacía e innecesaria debe ser su vida”, que acabó con D. N. sollozando en el suelo... Así acabó la conversación. Ya fuera en la calle, D. me miraba de reojo y, como para justificarse dijo: “no se preocupe, ese ya ha escrito todo lo que tenía que escribir”. Con terrible sobresalto leía en la prensa pocos días después que el famoso escritor D. N. se había quitado la vida al saltar al vacío desde la terraza de su casa.
No creo ser especialmente timorato, pero aquello me dejó para el arrastre, sobre todo porque D. parecía feliz con el desenlace. El suicidio del escritor le había dejado con los derechos de todas sus obras, pues D. N. no dejó herederos... negocio redondo para la editorial.
Me costó asimilarlo, la verdad. No soy tan ingenuo para no saber que este es un “mundo de lobos”, pero aun así creo, o creía, que las relaciones mercantiles pueden estar sometidas a las anticuadas normas de la bonhomía.
A raíz de lo de D. N. empecé a averiguar, primero entre mis compañeros, todos mudos al principio; luego a través de otras editoriales; terminé preguntando a amigos y conocidos de los escritores estrella de nuestra editorial... Las pesquisas me llevaron a una conclusión inaceptable: parecía como si los mejores escritores, aquellos que habían proporcionado pingües beneficios a la empresa se hubieran suicidado dejando como heredero universal a la editorial D. Demasiada casualidad.
Aparte del odio que me mostraron los pocos amigos de los desdichados, los demás me lo contaban con una mezcla de aprensión y vergüenza, como si fuera algo no tan extraño en el mundillo editorial. Alguien debió irse de la lengua, pues el señor D. me llamó a su despacho. Allí tuvo lugar la conversación más surrealista que he vivido y que me decidió a dar el paso de denunciar. Todo empezó con una retórica pregunta sobre mi supuesta continuidad laboral. “¿Supongo que querrá continuar con nosotros?” Estaba tan asombrado por los últimos acontecimientos que contesté: “Por encima de todo quiero tener limpia la conciencia”. Me miró con fiereza: “¡qué inmaduros son los jóvenes de hoy! Ya hubiese querido yo a su edad que me ofrecieron lo que yo... un proyecto laboral a largo plazo”. No consiguió enredarme con sus promesas: “¿Qué pasó con D. N., señor D.? ¿Y con los demás, tuvo algo que ver la editorial con sus muertes?” D. se levantó de su sillón, me miró con desprecio: “Es usted un débil, un desecho social, tanto como esos escritorzuelos de tres al cuarto que solo saben lloriquear. Yo, entérese joven, yo doy a la sociedad lo que quiere: novela, poesía, ensayo, teatro... todo lo que quieren y de la mejor calidad... Soy yo quien lo consigue aunque no lo escriba... ¡Qué importa la vida de esos subhumanos! ¿Acaso no sabe que escriben mejor cuando la depresión los acecha? Ellos mismos lo dicen... Si hay que darles el empujoncito final se les da, total, muchos ya están acabados al escribir su primera novela...”.
Aquella conversación me aclaró la criminal actividad de la editorial. Fui de allí directo a la comisaría. No creo que salga nada de todo ello, el señor D. es un prohombre de la sociedad, pero, al menos, cumplí con mi conciencia.