Por
fin me decido a dejar “negro sobre blanco” mis experiencias en
aquella infame editorial No, no tengo miedo a posibles consecuencias
sociales o incluso legales, estoy demasiado cansado como para temer
eso; solo quiero poder dormir bien, no sentir esa repugnancia hacia
mí mismo cuando me miro al espejo...
Todo
empezó cuando respondí a una oferta de trabajo de la Editorial D.
Mi currículum estaba sobrado para lo que pedían, ayudante de
dirección, y hacia allá me encaminé. De primeras la editorial me
pareció más pequeña de lo que me figuraba (apenas cuatro
empleados) y me intimidó un poco que el propio señor D. me
entrevistara. Su aspecto, su gran mesa de caoba y su actitud, fumando
en todo momento un gran puro, reforzaban esa sensación de
inferioridad. “Bueno, joven, ¿tiene experiencia en el trato
directo con escritores?” Me espetó el señor D. “Abundante”,
mentí. A continuación, mi entonces futuro jefe me advirtió, con
verdaderos gestos de repugnancia, de la repulsiva condición de
aquellos; los consideraba un subproducto de la sociedad, un error de
la naturaleza. Para él la vida era lucha y desafío, y solo los más
fuertes deberían sobrevivir; eliminando a los más débiles, la
sociedad aseguraba su futuro. No me dejó duda alguna, pensaba que
los escritores, “creadores” decía con sorna, eran la hez de la
humanidad... Sin embargo, lamentablemente, él tenía que tratar a
diario con ellos al haber heredado el negocio por vía paterna. La
entrevista resultó favorable y, al lunes siguiente, ya estaba en mi
pequeño despacho, ¡al fin!
Las
primeras semanas de trabajo las pasé en un estado casi eufórico.
Mis familiares y amigos casi no podían creer mi buena fortuna, y
yo... estaba tan entusiasmado que no cejé en mi empeño por aprender
el oficio y satisfacer a mi jefe... supongo que me convertí en un
perfecto “lameculos” e imitador de su tiranía. Copié sus
gestos, sus costumbres, incluso su forma de pensar; los escritores,
hacia los que antes no sentía ni aprecio ni desprecio me parecían
ahora lamentables criaturas siempre quejándose de su vida. No lo
debí hacer mal, pues a los pocos meses el señor D. me dejó llevar
la gestión de los autores más relevantes.
Recuerdo
especialmente a A. L. , cuando traté con él ya era un reputado
cuentista, sus recopilaciones se vendían como churros. Yo pensaba
encontrarme con alguien de fuerte carácter, no sé por qué, pero
me topé con un hombre derrotado, perdido, aparentemente víctima de
una depresión que lo subyugaba. Pero lo que más me impresionó fue
lo que me dijo, me habló con miedo de mi jefe, me pidió, me suplicó
en realidad que le ayudara, que mintiera a mi jefe sobre el progreso
de su trabajo. Me asqueó tanto que acabé por despacharlo con cajas
destempladas... me acabó llamando lacrimosamente “señor” y se
le humedecieron los ojos... pensé que se echaría a llorar allí
mismo.
Mi
jefe me volvió a recordar sus opiniones sobre los escritores: “Lo
importante es exprimirlos... en realidad es lamentable que los
necesitemos, pero está claro que cuando llegan al punto de no dar
nada más debemos facilitar su eliminación... por el bien de la
sociedad”. ¿Eliminarlos? La palabreja se me clavó en el cerebro
con una insistencia brutal hasta el día de hoy. ¿Acaso insinuaba
matarlos? Desde luego el señor D. tenía fama de despiadado... pero
también era alguien reputado en su ambiente, un verdadero puntal de
la sociedad, no podía creer en esas intenciones.
El
día a día en el trabajo me hizo olvidarme de aquella conversación
y, solo unos meses después, volví a verme en unas circunstancias
semejantes. Esta vez fue otro autor, que había escrito sus mejores
novelas hacía años, la editorial lo consideraba acabado y se le
tenía un poco apartado de la primera línea del negocio. Tuve que
visitarle para liquidar unos haberes pendientes, me habían prevenido
de sus ataques de ira agravados últimamente por el abuso del
alcohol... no se equivocaban. De primeras me encontré en un lóbrego
y maloliente apartamento, me recibió con una sonrisa, pero al
presentarme como trabajador de la editorial, su rostro se tornó
brutal, su mirada de odio, su amenazante mueca me hizo dar un paso
atrás. Entré en aquel antro . El escritor, sin mediar palabra, me
dejó solo y entró en otra habitación cerrando tras de sí la
puerta; segundos después volvió con un manuscrito en sus manos, me
lo lanzó a las manos y me espetó: “aquí lo tiene, puede decirle
a la hiena de su jefe que yo cumplo con mis obligaciones, aunque sea
a costa de mi salud... ¡y ahora fuera de mi casa, buitre! Fue todo
tan brutal, tan salvaje, que solo pude tomar el manuscrito y salir
apresuradamente de aquella casa. Tuve que pasear durante más de diez
minutos para sosegarme y poder asumir lo ocurrido.
Recuerdo
que cuando lo comenté con algún compañero de vuelta a la editorial
todos bajaban la mirada con gesto de culpabilidad... nada pudo
sorprenderme más, esperaba su comprensión, su complicidad y
parecía que casi estaban de parte de aquel energúmeno. Pero mayor
fue aún la sorpresa que me deparó mi jefe. Me llamó al despacho y
sin dejarme explicar me soltó: “Verá F., me temo que, o bien no
me acaba de entender o no tiene las suficientes energías para este
trabajo. Mañana sin falta iremos a ver a D. N., quiero que aprenda
de primera mano cómo se trata con esos gusanos...”.
Efectivamente,
al día siguiente fuimos a ver a D. N. En la puerta de su casa me
reconvino: “sobre todo fortaleza, no se deje impresionar por ese
llorón”. Dicho y hecho, mi jefe acorraló hasta las lágrimas al
escritor, que, de cuando en cuando, me dirigía atribuladas miradas a
las que yo no podía corresponder. El señor D. acabó su acometida
con un “si no puede escribir más qué vacía e innecesaria debe
ser su vida”, que acabó con D. N. sollozando en el suelo... Así
acabó la conversación. Ya fuera en la calle, D. me miraba de reojo
y, como para justificarse dijo: “no se preocupe, ese ya ha escrito
todo lo que tenía que escribir”. Con terrible sobresalto leía en
la prensa pocos días después que el famoso escritor D. N. se había
quitado la vida al saltar al vacío desde la terraza de su casa.
No
creo ser especialmente timorato, pero aquello me dejó para el
arrastre, sobre todo porque D. parecía feliz con el desenlace. El
suicidio del escritor le había dejado con los derechos de todas sus
obras, pues D. N. no dejó herederos... negocio redondo para la
editorial.
Me
costó asimilarlo, la verdad. No soy tan ingenuo para no saber que
este es un “mundo de lobos”, pero aun así creo, o creía, que
las relaciones mercantiles pueden estar sometidas a las anticuadas
normas de la bonhomía.
A
raíz de lo de D. N. empecé a averiguar, primero entre mis
compañeros, todos mudos al principio; luego a través de otras
editoriales; terminé preguntando a amigos y conocidos de los
escritores estrella de nuestra editorial... Las pesquisas me llevaron
a una conclusión inaceptable: parecía como si los mejores
escritores, aquellos que habían proporcionado pingües beneficios a
la empresa se hubieran suicidado dejando como heredero universal a la
editorial D. Demasiada casualidad.
Aparte
del odio que me mostraron los pocos amigos de los desdichados, los
demás me lo contaban con una mezcla de aprensión y vergüenza, como
si fuera algo no tan extraño en el mundillo editorial. Alguien debió
irse de la lengua, pues el señor D. me llamó a su despacho. Allí
tuvo lugar la conversación más surrealista que he vivido y que me
decidió a dar el paso de denunciar. Todo empezó con una retórica
pregunta sobre mi supuesta continuidad laboral. “¿Supongo que
querrá continuar con nosotros?” Estaba tan asombrado por los
últimos acontecimientos que contesté: “Por encima de todo quiero
tener limpia la conciencia”. Me miró con fiereza: “¡qué
inmaduros son los jóvenes de hoy! Ya hubiese querido yo a su edad
que me ofrecieron lo que yo... un proyecto laboral a largo plazo”.
No consiguió enredarme con sus promesas: “¿Qué pasó con D. N.,
señor D.? ¿Y con los demás, tuvo algo que ver la editorial con sus
muertes?” D. se levantó de su sillón, me miró con desprecio: “Es
usted un débil, un desecho social, tanto como esos escritorzuelos
de tres al cuarto que solo saben lloriquear. Yo, entérese joven, yo
doy a la sociedad lo que quiere: novela, poesía, ensayo, teatro...
todo lo que quieren y de la mejor calidad... Soy yo quien lo consigue
aunque no lo escriba... ¡Qué importa la vida de esos subhumanos!
¿Acaso no sabe que escriben mejor cuando la depresión los acecha?
Ellos mismos lo dicen... Si hay que darles el empujoncito final se
les da, total, muchos ya están acabados al escribir su primera
novela...”.
Aquella
conversación me aclaró la criminal actividad de la editorial. Fui
de allí directo a la comisaría. No creo que salga nada de todo
ello, el señor D. es un prohombre de la sociedad, pero, al menos,
cumplí con mi conciencia.
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