miércoles, 21 de diciembre de 2022

"Un bárbaro en el jardín", de Zbigniew Herbert.

  No soy dado a leer ensayo. Tiendo a pensar demasiado en la subjetividad del ensayista, subjetividad que casi seguro que no coincide con la mía, por lo que es como escuchar un discurso con el que no se está, al menos, plenamente de acuerdo; por el contrario, en narrativa no me importa que el autor vierta su individualidad en el texto, al fin y al cabo, estoy leyendo ficción, por tanto no me incomoda. Por otro lado, siempre he pensado que el verdadero ensayo ha de ser propio de especialistas en el tema, no de diletantes, así, la distancia que pueda haber entre un ensayo y un libro de texto no es tan grande, tal vez sólo la estructuración.
 No conocía al tal Zbigniew Herbert (a ver quién es el valiente que pronuncia correctamente su nombre a la primera) hasta que leí una reseña de la editorial Acantilado, que ha publicado sus obras en castellano. Me atrajo, no lo niego, pero me echó atrás la posible desilusión de lo que parecía ser una mezcla entre ensayo, diario de viaje y libreta de notas... Me equivocaba, no me ha desilusionado en absoluto.
  Me equivocaba al pensar en que no me gustaría, pero no me equivocaba en lo que es este libro. El propio autor, en el prólogo, admite que éste es un libro "para lectores" y no para "estudios académicos"; advierte que ha prescindido de bibliografía, notas a pie de página, que él no es, en fin, un especialista en la materia sino un diletante.
 Y bendito diletantismo. Cuanto más viejo soy, más me doy cuenta de que lo verdaderamente importante es aquello en lo que ponemos el corazón, no en lo que dedicamos tiempo para conseguir ganarnos las lentejas diarias. Así que ser un diletante, expresión a la que en algunos casos se da sentido peyorativo,  no es sino ser un apasionado por algo... por lo que sea... disfrutar de ese algo y "gastar" la vida que nos toque vivir en ello, al menos espiritualmente hablando. Así, el tal Zbigniew, pasó a la historia como poeta, y como poeta publicó varios poemarios, viajó por toda Europa, descubrió la libertad de Europa Occidental, tan diferente del aplastante comunismo de su país en la época y se convirtió en enemigo acérrimo del régimen polaco, que lo tachó de enfermo mental. De los viajes por Europa, viajes con los ojos abiertos, la inteligencia abierta y la sensibilidad abierta, recopiló numerosas ideas y sentimientos que ponía negro sobre blanco a vuelapluma sobre distintas libretas. De esas libretas surgieron los ensayos que ha publicado recientemente Acantilado en lengua castellana, y que son una declaración de amor al arte, al buen gusto y a la exquisitez.
 Así, Herbert en Un bárbaro en el jardín viaja por el arte y la cultura de la vieja Europa, pero no es un historiador del arte, lo cual se nota para bien y para mal. Se nota para mal cuando sus análisis artísticos son demasiado livianos (incluso para mí, otro diletante en materia artística), al no hacer nunca referencia a la técnica utilizada por el pintor, por ejemplo; pero, a la vez, que no sea un historiador del arte se nota para bien cuando sus descripciones no son demasiado farragosas sino amenas y fácilmente entendibles.
 Comienza el autor polaco por las cuevas de Lascaux y, en general, por el arte parietal franco-cantábrico, dándole un enfoque artístico y cultural que no pretende explicar todo sino nada más (y nada menos) que imaginarse él mismo como un miembro de esas tribus paleolíticas a medio camino entre la más precaria supervivencia diaria y la más sublime expresión artística. Y sí, Herbert no escribe un sesudo estudio académico, sí cita a los grandes prehistoriadores del arte (Henri Breuil, André Leroi-Gourhan, Sanz de Sautuola...) pero ni hace referencia exacta a sus obras ni entrecomilla sus supuestas afirmaciones.
 Luego continúa con la Magna Grecia en Entre los dorios, donde describe con la minuciosidad de un apasionado viajero interesado en lo artístico la masculinidad del estilo dórico frente al jónico y al corintio, al reseñar detalladamente la ciudad de "Paestum" (Posidonia), colonia griega a pocos kilómetros de Salerno, en la Campania italiana. Aquí sí que se comporta como un historiador del arte respetuoso al reseñar meticulosamente el entablamento dórico con cada uno de sus elementos.
 Luego pasará por Siena, haciendo casi más un libro de viaje de la ciudad toscana, sin olvidar la preeminencia que tuvo durante el "Trecento", convirtiéndose así en el epicentro del gótico italiano. De nuevo, cita en numerosas ocasiones al padre de la Historia del arte, a Giorgio Vasari, pero no lo hace de manera formal.
 En otro de los fragmentos más fervorosos del texto, Herbert muestra sus preferencias por el pintor "quattrocentista" Piero della Francesca, comenzando por su notable Natividad exhibida actualmente en la National Gallery de Londres, continuando por sus apabullantes frescos en la Iglesia de san Francisco de Arezzo, terminando por las obras del autor toscano expuestas en la Galleria degli Uffizi de Florencia.
 En definitiva, la obra de Zbigniew Herbert es una amena muestra de un alma sensible a la belleza artística, carece de la excesiva seriedad de una obra académica. Es un texto para leer sin prisas, si puede ser, teniendo la obra que está describiendo a la vista, aunque sea en un ordenador; pero, sobre todo, es una obra para enamorarse de nuevo del arte y la cultura, lo poco decente que el ser humano deja sobre la faz de la Tierra.

"Der Winter Beggint"

"Der Winter", Giuseppe Arcimboldo. 1573. Tempera auf Holz. Kunsthistorisches Museum. Wien.
Bild entnommen aus Wikimedia Commons.

sábado, 17 de diciembre de 2022

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Falla y Ravel.

  Precisamente el día anterior escribí sobre la fértil y afortunada comunión entre el cine y la literatura; y hoy escribo sobre la relación, quizá no tan abundante, pero también fértil y afortunada, entre la música y la literatura. La música siempre tuvo relación con la literatura, siempre. La música culta, quiero decir, la música popular, al ser tradición oral, no tiene esa conexión. Pero la música culta, que en un principio se componía y cantaba para adorar a Dios, se ha nutrido de distintas formas literarias. Así, quizá la primera ligazón sean los cantos gregorianos, plegarias en latín que tuvieron un anómalo revivir a fines del siglo XX; después las cantigas, poesía cantada, de distintos tipos según su temática, nos acordamos aunque sea de estudiarlas en el colegio: "cantigas de amor", "de amigo", "de escarnio"... Pero es a partir del periodo barroco cuando se da la explosión tremenda, musicando los compositores obras de la antigüedad grecolatina. Así, Jacopo Peri tomó, adaptándolo como libreto, Las metamorfosis de Ovidio. También se adaptaron textos bíblicos, tanto veterotestamentarios como neotestamentarios, entre los primeros, Esther, de Händel, entre los segundos, La pasión según san Mateo, de Bach. Ya en Clasicismo... pues fíjate... Mozart utilizando libretos basados en Tirso de Molina (Don Giovanni, basada en El burlador se Sevilla y convidado de piedra), Cicerón (El sueño de Escipión, basada en Somnium Scipionis), Ovidio (de nuevo, Las metamorfosis, para el Apolo y Jacinto del genial salzburgués), y muchos más. Pero quizá más evidente sea en el Romanticismo musical, cuando los compositores rebuscan entre la literatura de todos los tiempos, usándola no sólo para óperas, sino para obras instrumentales. Y ahí tienes a Beethoven con su Egmont musicando a Goethe, o su Obertura Coriolano, sobre texto de Shakespeare; también a Wagner y su genial adaptación de la mitología nórdica; más cercanos en el tiempo está Grieg musicalizando a Ibsen, y Elgar a Rudyard Kipling.
 Y ya en el concierto de anoche, Maurice Ravel adaptó el drama pastoril Dafnis y Cloe del escritor griego del siglo II, Longo; así como Shéhérezade, tomándola de la narradora de Las mil y una noches. Estas dos obras, junto con Alborada del gracioso, también del compositor francés, y La vida breve, de Falla, fueron representadas por la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, dirigida por Josep Pons, la soprano encargada de dar vida a Shéhérezade fue Patricia Petibon.
 Y ahora quiero recordar una anécdota que espero que no sea vista como una malicia por mi parte. Cuando un servidor era estudiante, se recomendaba que, en aquellos exámenes que permitieran modificar el orden de las preguntas, se situaran de modo que las preguntas mejor respondidas estuvieran al principio y al final, dejando la pregunta peor contestada en el medio. Así, se hacía una especie de bocadillo, y el examinador se quedaba con el buen gusto de la última pregunta, puntuando con más generosidad al examinando. ¡En fin,  triquiñuelas de estudiante! Bueno, pues con el programa del concierto tal cual está dispuesto, parece que hubieran hecho lo mismo: se comienza con una pieza conocida por todo el mundo aunque tal vez no todos sepan ponerle nombre, La vida breve, de Falla, cuyas melodías forman parte del bagaje cultural de todos los melómanos españoles, tanto como El amor brujo o El sombrero de tres picos. Luego llega la parte más floja del concierto, con Shéhérezade, de Ravel, una obra de la que el propio autor llegó a decir que estaba "mal hecha" y que "había en verdad tantas escalas de tonos enteros que quedé asqueado de ellas para toda la vida". Y es que, en verdad, Shéhérezade de Ravel ha envejecido muy mal, ha perdido valor, quizá porque el propio tema del orientalismo ya no interesa, o porque carece de la fuerza arrolladora que tienen otras obras de Ravel como, claro está, el famosísimo Bolero. Y, ya en la segunda parte, el concierto continúa con Ravel, con obras más conocidas y populares, como son Alborada del gracioso y Daphnis y Chloé. Lo dicho, un bocadillo con lo mejor en los extremos y lo más flojo en el centro.
 Ravel y Falla son, en todo caso, dos compositores cuya música siempre levantaron pasiones en nuestro país. De Falla, qué decir, un verdadero gigante del llamado nacionalismo musical, tan caro en el Romanticismo, que incluía melodías populares de la tierra y personajes y tradiciones que siempre hemos considerado nuestras, elevadas a la más alta categoría musical. El amor brujo y El sombrero de tres picos son emblema de lo español a lo largo y ancho del planeta, un emblema del que uno se puede enorgullecer sin ambages pues defiende lo propio sin atacar lo ajeno ni caer en el chovinismo. Y Maurice Ravel, contemporáneo de Falla, también quedó prendido de esos tópicos del mediodía europeo, del sur pasional, no especialmente español o francés, sino mediterráneo en general.
 Para el espectador, que disfruta plenamente de los arreglos sinfónicos del Barroco o del Clasicismo, se vuelve loco con los del Romanticismo. Porque, a qué esconderlo, la fuerza de Ravel o Falla con sus tremendas percusiones y apabullantes incursiones de viento metal lo dejan a uno pegado al asiento, dispuesto a aplaudir como un poseso cuando acaba la pieza. Son otro tipo de audiciones, más vehementes e impulsivas, donde los timbales, las trompas, trompetas y trombones te recuerdan que la música culta no es cosa de gente amuermada o aburrida.

viernes, 16 de diciembre de 2022

"Pasaje a la India", de E. M. Forster.

  Ya comenté en este humilde blog la fértil relación entre el cine y la literatura. Relación que es especialmente beneficiosa para aquellos de nosotros que somos aficionados a la lectura y al cine (no por igual, en mi caso, sobre todo en los últimos años, en los que la calidad de las obras en cartelera ha menguado notablemente, mientras que los libros -¡oh, gran virtud!- mantienen su calidad per saecula saeculorum), pues podemos comparar las adaptaciones cinematográficas, encontrando, al menos en mi opinión, que el noventa por ciento de las películas son peores, porque faltan matices y explicaciones que están presentes en los libros, aunque también hay excepciones. Visioné la excelente versión cinematográfica de esta obra, rodada en 1984 por David Lean, en el colegio que marcó mi vida de los cinco a los diecisiete años; fue una recomendación de uno de los profesores salvables de aquel infame centro, un verdadero profesional de la enseñanza preocupado por la calidad de la misma y no en proporcionar títulos de forma alocada, un rara avis, vamos. Y me gustó, no lo voy a negar, pero no llegué a alcanzar la profundidad de pensamiento que he alcanzado al leer la novela. Han pasado treinta y cinco años, ¡qué caramba! De aquel chico un tanto atolondrado y atosigado por sus padres y demás familia no queda más que una cáscara envejecida, lo demás, lo importante, lo de dentro se ha renovado felizmente por completo. Bien, en todo caso, he de reconocer que no había leído nada de este tal Forster, aunque sí había visto las adaptaciones cinematográficas de sus dos principales novelas: la que nos ocupa y Una habitación con vistas. Lamento no haber descubierto a este genial escritor inglés, y prometo leer esa otra novela en breve.
 Cuando las novelas están tan bien elaboradas como ésta hay que diferenciar bien entre argumento y temas, algo que no ocurre en la mayor parte de la literatura actual, que es tan superficial que apenas se distinguen, porque no se trata en profundidad suficientemente los temas subyacentes o porque no hay argumentos secundarios. En Pasaje a la India, el argumento es un enrevesado dédalo de relaciones entre ingleses e indios que acaba en los tribunales; los temas, sin embargo, tienen más alcance: las relaciones humanas cuando existe desigualdad (ya sea racial, económica o de cualquier otra índole) que llevan a comportamientos estereotipados y prejuicios varios, así como el comportamiento social (menos reflexivo, más alocado) y el individual (más sosegado y sensato). Así, esta novela tiene una coyuntura espaciotemporal determinada: la administración británica de la India, pero es extrapolable a cualquier otra época y lugar.
 Argumento: Una joven inglesa, Adela Quested viaja a la India junto con la madre de su prometido para formalizar la relación y establecer fecha para la boda. Allí encontrará una abigarrada colección humana de ingleses e indios, juntos pero no revueltos, pues cada uno parece conocer su lugar, parece... Lo cierto es que entre los locales está un tal doctor Aziz, médico, culto y educado como un inglés, aunque mantiene sus costumbres indias y su fe musulmana. Entre los ingleses que se relacionan con Miss Quested está Fielding, un tipo con menos prejuicios que los demás europeos, que trata de ver en los indios a seres humanos como él mismo y no a subhumanos peligrosos; también hay otros ingleses, estos sí prejuiciosos, que se alejan de los indios como cualquiera se alejaría de un animal ponzoñoso que se le acerca. En esta tesitura social, con tensiones independentistas incluidas (la novela se publicó en 1924, veintipocos años antes de la consecución definitiva de la independencia), Miss Quested trata de "conocer la India", con una mentalidad aparentemente abierta, pero, como se verá después, con esos miedos ancestrales a los diferentes. Forster dibuja con extraordinario detalle los caracteres de los personajes, de hecho son perfectamente redondos y verosímiles porque muestra sus contradicciones y sus avances en el tiempo; así, Aziz es un hombre a medio camino de los dos mundos, se reivindica indio con orgullo, pero, en presencia de ingleses, se muestra humilde hasta la abyección, como alguien que, en lo más profundo de su ser, se considera inferior, indigno; Adela Quested es una joven curiosa, despreocupada y bienintencionada, pero cuando se siente amenazada se repliega al rincón seguro de sus prejuicios. El caso es que la relación se complica cuando Aziz organiza una excursión a las ficticias Cuevas de Marabar. Allí, bajo un sol achicharrante, un cansancio aplastante y el consecuente mareo, Adela cree haber sido objeto de una agresión sexual por parte del indio. Y la bomba social estalla. Ya no hacen falta pruebas ni razonamiento: una joven doncella inglesa ha sido atacada por un sucio indio (esa es la versión pasional e irreflexiva de los ingleses) o una caprichosa y ociosa inglesa ha acusado falsamente a un reputado médico local (esa es la versión pasional e irreflexiva de los indios). Vamos, que todos prejuzgan y se aprestan a defender a su bando sin más consideraciones. En el contexto político que antes mencionaba, las autoridades británicas temen un levantamiento popular que acabe en un baño de sangre. Sólo Fielding mantiene su imparcialidad, creyendo improbable la agresión sexual y atribuyendo al cansancio, al calor y al mareo la denuncia de su compatriota. La propia Adela empieza a dudar de sí misma, no está segura de lo que pasó, de hecho no tiene el más mínimo arañazo en su cuerpo... también empieza a culpar a la situación todo el follón, pero precisamente eso, el follón, ya se ha montado. Ya no hay vuelta atrás, el juicio se lleva a cabo, las partes se aprestan a demostrar sus líneas de defensa, cuando Adela, que ya no puede callar más, dice que no está segura de nada y que quiere retirar la demanda. Todo acaba con la salida precipitada de Adela Quested de la India, la rehabilitación social del doctor Aziz y la vuelta a la tensa calma entre las dos comunidades, tensa calma que, ya dije, reventaría en un par de decenios.
 La novela es una extraordinaria muestra de la mejor literatura anglosajona. No puede llamarse plenamente "victoriano" a Forster, aunque naciera en 1879, pero no me cabe duda de que su literatura emana de aquella, pues mantiene esa prosa detallista, con un perfecto equilibrio entre la narración y la descripción; la ambientación exótica, con todos sus añadidos, como la de Kipling, por ejemplo; las tensiones sociales entre las distintas comunidades, producto no sólo de la colonización si no también de la Revolución Industrial... Es obvio que Forster se formó como escritor leyendo a Dickens y compañía, y, francamente, no se queda muy atrás.
 En Forster, además, la denuncia de la hipocresía social y las diferencias sociales (de clase, raza, religión...) dan a sus novelas un toque de denuncia, pero calmada, sin alharacas, lo cual da al lector sensato un montón de argumentos para aplicar no tanto al contexto histórico y geográfico de la novela, como a la existencia humana en general.
 Un placer leer a Edward Morgan Forster, el placer que da leer literatura que retrata la vida de una forma tan extensa que lleva a decir aquello de "literatura que excede a la vida".

lunes, 5 de diciembre de 2022

"La mejor oferta", de Giuseppe Tornatore.

  Un guion cinematográfico no es una novela. Lo sé, como también sé que un guionista no es un novelista, al menos, no necesariamente. Así, cuando leí la supuesta novela que dio lugar a la excelente película La mejor oferta sólo conseguí decepcionarme al leer un relato a medio camino entre un guion y una novela. Y es que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, porque ya me pasó exactamente eso con El tercer hombre. Recordando ésta, la famosísima película El tercer hombre es una extraordinaria cinta dirigida por Carol Reed en 1949, protagonizada por Joseph Cotten, Orson Welles, Alida Valli y Trevor Howard, todos ellos excelentes actores, secundados por no menos capaces actores alemanes y austriacos como Erich Ponto, Ernst Deutsch, Paul Hörbiger o Siegfried Breuer. El guion de El tercer hombre estaba firmado nada más y nada menos que por Graham Greene, autor de incontables novelas negras y policíacas, varias de las cuales fueron llevadas al cine. Pero ya al leer el prólogo del propio autor americano me di cuenta de que me había equivocado: Greene no consideraba ese texto como una verdadera novela sino como un guion un poco ampliado para que pudiera ser entendido por legos en técnicas cinematográficas. Vamos, que el peliculón dirigido por Carol Reed tuvo tal éxito, que las pérfidas editoriales aprovecharon su tirón para publicar el guion tan solo ligeramente ampliado. Bueno, pues me acaba de volver a pasar con La mejor oferta.
 La mejor oferta es conocida como una gran película escrita y dirigida en 2013 por Giuseppe Tornatore, protagonizada por el fantástico Geoffrey Rush, así como Jim Sturgess, Sylvia Hoeks y Donald Sutherland. La banda sonora está firmada nada menos que por Ennio Morricone. La novela homónima (ya digo, guion ampliado) fue publicada el mismo año en italiano y en inglés, y en español en 2014 por Anagrama, versión que un servidor ha leído.
 El argumento es el siguiente: un experto y subastador de arte sesentón, Virgil Oldman (en la película, interpretado por Rush), es requerido para catalogar y subastar todo el contenido mobiliario y artístico de un palacete situado en Roma por su propietaria, una enigmática joven que no se deja ver en varias de las citas con el subastador. Oldman es un tipo exquisito y, a la vez, raro hasta el extremo, pues nunca toca nada (ni cosas ni personas) sin guantes, teniendo una enorme colección de estos accesorios; a la vez, el subastador está en contacto con un falsificador que le ayuda a conseguir a precio ventajoso retratos de mujeres, de distintas épocas y estilos, que va acumulando en una peculiar colección. La joven que subasta el contenido de su palacete es una mujer agorafóbica que nunca sale de su casa, residiendo en unas habitaciones ocultas por un mural trampantojo. La extraña relación, con sus tira y afloja, entre el maniático subastador y la neurótica propietaria acaba por devenir en un enamoramiento platónico. Simultáneamente, el subastador es asesorado en materia de amores por un joven artesano y anticuario, que repara todo tipo de antigüedades mecánicas. Es, por tanto, una historia de amor, pero que se da entre dos seres marginales en el ámbito social aunque no en el económico, entre un empedernido solterón rodeado de exquisito arte y una desequilibrada joven propietaria de una jugosa herencia... aparentemente... Aparentemente, porque el pobre de Virgil Oldman, misántropo confeso acabará cayendo en el más burdo engaño, producto de la confianza ciega que el amor infunde en todo enamorado.
 Bueno, el guion de la película, en mi opinión, es bastante bueno, aunque su adaptación es mejorable en algunos momentos, sobre todo al final, cuando la resolución es demasiado sutil. En todo caso, la actuación de Geoffrey Rush es tan excepcional que sublima la cinta hasta un nivel que por sí sola no alcanzaría; el autor australiano resulta ser el idóneo para el papel de ese tipo extraño, exquisito pero a la vez mezquino, erudito en arte pero inexperto en el amor, desconfiado por naturaleza pero que acaba perdiéndolo todo por candidez... Sí, no me cabe duda, la película de Tornatore me sedujo por Rush, uno de los animales cinematográficos más dotados de los últimos tiempos.
 Y, ya lo dije en otra ocasión, aprovechando esa prolífica relación entre el cine y la literatura, busqué el autor del guion, descubriendo que el propio Tornatore lo había firmado, y que incluso había sido publicado en forma de novela breve. Y eso me perdió. De ahí a buscar (y encontrar) la novelita de marras en mi biblioteca pública habitual sólo hubo un paso... y de ahí a la decepción, otro...
 Porque, al igual que antes decía de Graham Greene y El tercer hombre, en la edición de Anagrama de La mejor oferta, el propio Tornatore recuerda que lo que el lector tiene entre manos es la ampliación de un guion cinematográfico de apenas treinta páginas (ciertamente, lo amplió poco, pues acaba en ochenta y seis). Y, como antes explicaba, ni un guion es una novela, ni un guionista es un novelista. El texto que en nuestro país publicó Anagrama es eso, una ampliación de guion, no hay apenas diálogos, todo está narrado sucintamente, como si se dieran instrucciones a los actores (como un guion, ¡caramba!). Vamos, que acaba uno leyendo en unas pocas horas lo que, si tuviera acotaciones, ya no quedaría duda de lo que es. Y uno, en su afán de disfrutar de la literatura se pregunta: ¿qué hubiera sido de este guion si lo hubiera cogido un creador tan minucioso como Stefan Zweig? Pues que hoy estaríamos hablando de una de las grandes novelas de los últimos tiempos. La elección de Zweig no es baladí, el autor austriaco habría pergeñado de forma extraordinaria los caracteres anómalos pero atractivos del subastador y su clienta, habría delineado con primor los toma y daca de su relación amorosa, y habría pintado como nadie la terrible desilusión del pobre Oldman al sentirse engañado. Sí, Stefan Zweig habría creado una obra de arte con este guion, pero Tornatore, gran director, por otro lado, sólo publicó este apaño de novela breve.

viernes, 2 de diciembre de 2022

"Campo de maniobras", de Siegfried Lenz.

  Después de leer a Böll, sigo con otro contemporáneo y paisano, también de esa "Literatura de escombros" que se desarrolló en la Alemania de posguerra, y que tan bien penetra en el alma humana y en su sociedad, sobre todo en la sociedad que se ha despertado bruscamente de una realidad ilusoria y falaz. Esta vez es Siegfried Lenz, un escritor menos conocido que Heinrich Böll o Günter Grass (al menos no fue premiado con el Nobel como sus compatriotas), pero todas las características propias del periodo de posguerra están presentes: reorganización social, no exenta de conatos de venganza y revancha; desorientación personal de los protagonistas; replanteamiento de la existencia ante un mundo nuevo y cambiante... 
 De Lenz he leído dos novelas que entran perfectamente en ese ambiente de posguerra: El desertor y Lección de alemán. La primera tiene tintes autobiográficos, pues el propio Lenz desertó del ejército alemán ya en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, provocando en el escritor un proceso de rechazo a lo antiguo y viaje hacia lo nuevo, una transformación psicológica, pues; la segunda está ambientada en una suerte de centro educativo con tintes penitenciarios para jóvenes díscolos, el autor, en primera persona, narra su huida de ese opresivo espacio tras una clase de lengua alemana. También leí El barco faro, que, aunque también está ambientada en la Alemania de posguerra, es, en realidad, una novela negra.
 En Campo de maniobras narra, en primera persona, Bruno, un deficiente mental empleado como peón agrícola (aunque con la total confianza del propietario que lo distingue de todos) en un enorme terreno que otrora fuera el campo de maniobras de un destacamento militar y que ahora es una exitosa explotación agrícola y forestal. Allí, Bruno relata su día a día como lo haría un niño, con una inocencia, una ingenuidad y una candidez que el lector colige propia de su discapacidad, pero que, a la vez y leyendo entre líneas, comprende totalmente las difíciles relaciones humanas que se establecen entre el patriarca, Konrad Zeller, y sus hijos. A pesar de su discapacidad, Bruno es un trabajador cualificado, gran conocedor del ciclo agrícola y de las necesidades de la explotación y, sobre todo, el hombre de confianza de Zeller. Esa confianza, probablemente por la discapacidad, es un tanto "perruna", es producto de una lealtad inquebrantable que sólo se encuentra en niños y perros (perdón por la crudeza, pero es así). Lo cierto es que Bruno adora hasta la sumisión a Konrad Zeller, el "jefe", como él lo llama. Zeller maneja la explotación agrícola-forestal con mano de hierro aunque sin brutalidad, encontrando en el deficiente al empleado siempre dispuesto, noche y día, a cumplir su más pequeña orden. Como consecuencia, a lo largo de los decenios, se establece una relación de complicidad entre ambos que lleva a que Konrad Zeller, ya en su ancianidad, firme una donación en la que cede la mejor parte del terreno a Bruno. Esto, por supuesto, no es tolerado de buen grado por los hijos del patriarca, que buscan todos los medios legales para inhabilitarlo y desposeer a Bruno de su trabajada herencia. Bruno narra con sencillez infantil todo esto, dejando bien claro que él no quiere ser propietario de nada, que sólo quiere contar con el trato de amistad sin mácula (amistad sumisa pero embelesada, en realidad). Es difícil no sentir lástima por Bruno, por esa ingenuidad sin doblez rodeada de intereses económicos desprovistos de sentimiento, algo así como una paloma blanca rodeada de buitres. La novela acaba con "el jefe" ya inhabilitado, diciéndole a Bruno que tiene que pasar página y no mirar atrás, algo que éste hace literalmente, cogiendo un tren que lo saque de allí, él, que nunca había salido del campo de maniobras.
 Es, por tanto, una narración en la que el lector va descubriendo la situación familiar y social de los Zeller a través de las descripciones infantiloides de Bruno, ya que éste es como un niño que todo lo observa y cuenta, aunque no llega a comprender plenamente lo que sucede.
 Es un texto un tanto pesado, la verdad, en parte porque es una novela de cuatrocientas páginas en las que un niño (mentalmente, aunque se trate de un adulto) mira con su inocencia la realidad de los adultos, describiendo, pero no explicando nada; y en parte por la caótica puntuación de Siegfried Lenz. Esto último merece más atención: ignoro si el autor alemán lo hace aposta (como si escribiera un niño) o por pura incapacidad del escritor (no sería extraño, pues tanto Böll como Grass se caracterizaban por escribir con muy poco respeto a las normas de puntuación); lo cierto es que en el texto se intercala la narración con los diálogos, pero sin hacer la más mínima distinción, ni siquiera se entrecomillan los últimos, lo cual obliga al lector a estar especialmente atento.
 Por otro lado, en la contraportada de esta edición de Tusquets, se dice textualmente: "esta ejemplar novela como parábola lúcida y doliente de la sociedad alemana de posguerra y de su milagrosa reconstrucción tras el desmoronamiento del III Reich". Bien, eso es discutible: efectivamente, la acción tiene lugar en esa sociedad desmoronada de posguerra, con una sociedad trastocada y perdida, pero, en realidad, lo que se narra son las envidias por herencias y propiedades, algo que es común a cualquier sociedad humana, no es exclusiva ni de Alemania ni de la posguerra. En realidad, yo no diría que Campo de maniobras es un ejemplo típico de "Literatura de escombros", sino una parábola sobre las complicadísimas relaciones padre-hijo, especialmente cuando lo material lo embrolla todo.

Juan 5, 41-44

  No acepto honores humanos; yo sé bien que no amáis a Dios. Yo he venido en nombre de mi Padre, y vosotros no me aceptáis; ¿Cómo podéis creer, si sólo buscáis honores los unos de los otros, y no buscáis el honor que viene del Dios único?