Después de leer a Böll, sigo con otro contemporáneo y paisano, también de esa "Literatura de escombros" que se desarrolló en la Alemania de posguerra, y que tan bien penetra en el alma humana y en su sociedad, sobre todo en la sociedad que se ha despertado bruscamente de una realidad ilusoria y falaz. Esta vez es Siegfried Lenz, un escritor menos conocido que Heinrich Böll o Günter Grass (al menos no fue premiado con el Nobel como sus compatriotas), pero todas las características propias del periodo de posguerra están presentes: reorganización social, no exenta de conatos de venganza y revancha; desorientación personal de los protagonistas; replanteamiento de la existencia ante un mundo nuevo y cambiante...
De Lenz he leído dos novelas que entran perfectamente en ese ambiente de posguerra: El desertor y Lección de alemán. La primera tiene tintes autobiográficos, pues el propio Lenz desertó del ejército alemán ya en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, provocando en el escritor un proceso de rechazo a lo antiguo y viaje hacia lo nuevo, una transformación psicológica, pues; la segunda está ambientada en una suerte de centro educativo con tintes penitenciarios para jóvenes díscolos, el autor, en primera persona, narra su huida de ese opresivo espacio tras una clase de lengua alemana. También leí El barco faro, que, aunque también está ambientada en la Alemania de posguerra, es, en realidad, una novela negra.
En Campo de maniobras narra, en primera persona, Bruno, un deficiente mental empleado como peón agrícola (aunque con la total confianza del propietario que lo distingue de todos) en un enorme terreno que otrora fuera el campo de maniobras de un destacamento militar y que ahora es una exitosa explotación agrícola y forestal. Allí, Bruno relata su día a día como lo haría un niño, con una inocencia, una ingenuidad y una candidez que el lector colige propia de su discapacidad, pero que, a la vez y leyendo entre líneas, comprende totalmente las difíciles relaciones humanas que se establecen entre el patriarca, Konrad Zeller, y sus hijos. A pesar de su discapacidad, Bruno es un trabajador cualificado, gran conocedor del ciclo agrícola y de las necesidades de la explotación y, sobre todo, el hombre de confianza de Zeller. Esa confianza, probablemente por la discapacidad, es un tanto "perruna", es producto de una lealtad inquebrantable que sólo se encuentra en niños y perros (perdón por la crudeza, pero es así). Lo cierto es que Bruno adora hasta la sumisión a Konrad Zeller, el "jefe", como él lo llama. Zeller maneja la explotación agrícola-forestal con mano de hierro aunque sin brutalidad, encontrando en el deficiente al empleado siempre dispuesto, noche y día, a cumplir su más pequeña orden. Como consecuencia, a lo largo de los decenios, se establece una relación de complicidad entre ambos que lleva a que Konrad Zeller, ya en su ancianidad, firme una donación en la que cede la mejor parte del terreno a Bruno. Esto, por supuesto, no es tolerado de buen grado por los hijos del patriarca, que buscan todos los medios legales para inhabilitarlo y desposeer a Bruno de su trabajada herencia. Bruno narra con sencillez infantil todo esto, dejando bien claro que él no quiere ser propietario de nada, que sólo quiere contar con el trato de amistad sin mácula (amistad sumisa pero embelesada, en realidad). Es difícil no sentir lástima por Bruno, por esa ingenuidad sin doblez rodeada de intereses económicos desprovistos de sentimiento, algo así como una paloma blanca rodeada de buitres. La novela acaba con "el jefe" ya inhabilitado, diciéndole a Bruno que tiene que pasar página y no mirar atrás, algo que éste hace literalmente, cogiendo un tren que lo saque de allí, él, que nunca había salido del campo de maniobras.
Es, por tanto, una narración en la que el lector va descubriendo la situación familiar y social de los Zeller a través de las descripciones infantiloides de Bruno, ya que éste es como un niño que todo lo observa y cuenta, aunque no llega a comprender plenamente lo que sucede.
Es un texto un tanto pesado, la verdad, en parte porque es una novela de cuatrocientas páginas en las que un niño (mentalmente, aunque se trate de un adulto) mira con su inocencia la realidad de los adultos, describiendo, pero no explicando nada; y en parte por la caótica puntuación de Siegfried Lenz. Esto último merece más atención: ignoro si el autor alemán lo hace aposta (como si escribiera un niño) o por pura incapacidad del escritor (no sería extraño, pues tanto Böll como Grass se caracterizaban por escribir con muy poco respeto a las normas de puntuación); lo cierto es que en el texto se intercala la narración con los diálogos, pero sin hacer la más mínima distinción, ni siquiera se entrecomillan los últimos, lo cual obliga al lector a estar especialmente atento.
Por otro lado, en la contraportada de esta edición de Tusquets, se dice textualmente: "esta ejemplar novela como parábola lúcida y doliente de la sociedad alemana de posguerra y de su milagrosa reconstrucción tras el desmoronamiento del III Reich". Bien, eso es discutible: efectivamente, la acción tiene lugar en esa sociedad desmoronada de posguerra, con una sociedad trastocada y perdida, pero, en realidad, lo que se narra son las envidias por herencias y propiedades, algo que es común a cualquier sociedad humana, no es exclusiva ni de Alemania ni de la posguerra. En realidad, yo no diría que Campo de maniobras es un ejemplo típico de "Literatura de escombros", sino una parábola sobre las complicadísimas relaciones padre-hijo, especialmente cuando lo material lo embrolla todo.
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