martes, 10 de septiembre de 2024

"Obligación impuesta" y "Wondrak", de Stefan Zweig.

  ¡Y pensar que hay quién se aburre leyendo! Quien diga que no le gusta leer es que no ha tenido la paciencia de seguir buscando hasta encontrar el autor o autores, estilo o estilos, tema o temas que le atraen. Digo esto porque pasando de un autor contemporáneo de entretenimiento puro como Jonasson a un clásico (aunque haya fallecido hace poco más de ochenta años) de gran altura como Zweig le da a uno un vértigo semejante al que debe dar tirarse en paracaídas para caer al mar con traje de buceo y continuar buceando sin solución de continuidad. Quiero decir: disfruto leyendo autores de poca enjundia (perdón por el agravio) pero divertidos e ingeniosos, pero necesito leer a autores que estimulen mi intelecto. Y es que leer lo es todo. Leer te anima cuando estás hundido, te hace razonar si estás eufórico, te sitúa en el mundo cuando estás perdido, te acompaña cuando estás solo... Leer es vivir. Suena un poco cursi todo esto, lo sé, pero lo creo de veras. Y precisamente estos cambios de tercio tan bruscos te permiten comprobar la grandeza de la actividad intelectual más enriquecedora, porque si se cae en el error de desdeñar la lectura de autores más livianos acaba por perder uno el norte en el sentido más lato de la expresión.
 Bien, pues eso, que acabo de leer dos cortos relatos de Zweig (el segundo inconcluso, de hecho) y la conjunción de una prosa cuidada, refinada sin caer en el amaneramiento con argumentos de profundo calado (el pacifismo, el individualismo y la defensa acérrima de la vida humana) me reconcilian de nuevo con el "mono con pantalones" y su capacidad de elevarse por encima del resto de los animales.
 Obligación impuesta es un corto relato fundamentalmente antibelicista, escrito en una época de guerra (¿cuándo no lo es?), 1918, supone el rechazo absoluto de un pintor residente en Suiza cuando, desde el consulado de su país, se le insta a tomar las armas. Quizá por el estigma de la cobardía, insulto supremo de las mentes adocenadas  que todavía en aquella época podía llevar al ostracismo social, es la mujer del pintor la que más fieramente niega la barbarie militarista, defendiendo siempre la libertad individual. Como la prosa de Zweig es tan maravillosa, mejor copiar fragmentos del texto, como cuando Paula le dice a Ferdinand, su marido: 
 "El individuo siempre es más fuerte que los conceptos, sólo tiene que seguir siendo él mismo, seguir fiel a su voluntad. Sólo tiene que saber que es un hombre y querer seguir siéndolo, entonces esas palabras que lo rodean con las que ahora se quiere cloroformizar a la gente, patria, deber, heroísmo, esas palabras se vuelven pura cháchara, charlatanería que apesta a sangre, a sangre humana caliente, viva."
 Extraordinario, ¿no es así? Más adelante, Paula sigue convenciendo a Ferdinand para que rompa la citación con las siguientes palabras:
 "No dejaré que me arrebaten nada por un pedazo de papel, no reconoceré ninguna ley que lleve al asesinato. No inclinaré la cerviz por razón de la autoridad... Se puede pertenecer a un pueblo, pero cuando los pueblos se vuelven locos, no hay por qué seguirlos. Si para ellos no eres más que una cifra, un número, una herramienta, carne de cañón, yo todavía te siento como un hombre vivo, y no consentiré que te lleven."
 Incluso, ya a punto de coger el tren que lo sacará de la pacífica Suiza, el afecto de su propio perro le devuelve la humanidad que los militares y gobernantes le quieren arrebatar, Ferdinand piensa:
 "Todavía queda algo en la tierra que me ama y no me desprecia, pensó, para él todavía no soy una máquina, un instrumento para matar, no soy un débil voluntario, sino simplemente un ser con el que está hermanado por el amor. Acarició tiernamente con su mano la blanca piel una y otra vez. El perro se apretaba a él cada vez más, como si supiera de su soledad, ambos respiraban pausada y suavemente ante el sueño incipiente."
 Una vez más, es Paula quien tiene las ideas más claras, quien más rechaza los convencionalismos sociales, como cuando dice:
 "¡La gente! La gente -gritó airada-, ¿qué me preocupa a mí la gente? ¿De qué me servirán cuando yazcas muerto de un tiro o vuelvas a casa cojeando, hecho pedazos? Me río yo de la gente, de su compasión, de su amor, de su gratitud... Yo te quiero a ti como persona, una persona que vive libre. Te quiero libre, libre como corresponde a un hombre, no como carne de cañón..."
 Felizmente, Ferdinand, al ver circular un convoy de soldados franceses hechos prisioneros, muchos de ellos heridos, amputados, destruidos de por vida recapacita y, saltando en marcha del tren, huye de nuevo a los brazos de su mujer, a la paz verdadera de cualquier hombre, finalizando así:
 "Alzó la mirada y reconoció conmovido y con fe que para los hombres no rige más ley que la de la propia tierra: que, en realidad, no existe mayor obligación que la de estar unidos."
 En Wondrak es otra mujer, una madre, la que protege de la barbarie militarista al hijo de diecisiete años que es llamado a filas. Ella, una mujer que ha sufrido el rechazo de los suyos por un simple defecto estético, carecer de apéndice nasal, lo que la convierte para los maledicentes campesinos en "La Calavera", defiende a ultranza la vida del otro. El hijo, incluso, es producto de una violación brutal, pero daría su vida por él. Lo protege de la soldadesca porque lo siente destinado a más altas metas (por otro lado, ¿hay alguna meta más baja que ser carne de cañón?), como cualquier ser humano que tiene derecho a existir, a no ser asesinado y no tener que asesinar para sobrevivir.
 Son, pues, dos relatos extraordinarios, lúcidos e impactantes. Si todos fueran capaces de entenderlos haría más de cien años que no habría guerra alguna.