martes, 1 de marzo de 2022

Inciso teatral: "Muerte de un viajante", de Arthur Miller, dirigida por Rubén Szuchmacher, y protagonizada por Imanol Arias.

  Hay teatro clásico y teatro más o menos clásico... y, por supuesto, teatro que no es clásico en absoluto. Y ninguno es mejor que ninguno. Lo cierto es que cuesta no considerar Muerte de un viajante como teatro clásico hoy en día; pero no porque fuera escrito en 1949 y siga representándose en todo el mundo (occidental) todavía, sino porque los sentimientos que transmiten los actores son universales y eternos: las relaciones padre-hijo, el concepto de éxito o fracaso en la vida, la importancia misma de la vida humana. Eso lo podía tratar Sófocles o Arthur Miller... Otra cosa es que la acción se desarrolle en Nueva York en lugar de en Atenas, o que el protagonista lleve traje y corbata en lugar de toga; todo eso es secundario, evidentemente.
 El argumento de la tragedia es el siguiente: un viajante (también traducible por "vendedor", aunque en nuestros días se usaría más "comercial") de más de sesenta años regresa a su casa en Nueva York. Los negocios van mal, ya no consigue vender lo necesario para poder mantener con holgura a su familia. Ésta, la familia, se compone de su mujer, Linda, y sus dos hijos, Biff y Happy. La relación del viajante, de nombre Willy Loman, y sus hijos es muy difícil: Biff, claramente el favorito, no encuentra su camino en la vida a sus treinta y tantos años; Happy, más joven, sigue en puestos laborales de bajo nivel y "malgasta" su vida con mujerzuelas. La tensión entre los tres va in crescendo, especialmente con Biff, tan sólo la madre trata de reconducir la situación. La situación económica es tan desesperada que Willy decide suicidarse para que su familia pueda cobrar el seguro de vida.
 Eso es, en síntesis, el argumento, pero la grandeza de la obra de Miller está en retratar perfectamente la desconexión generacional que siempre ha existido y existirá, los malentendidos entre padres e hijos, el afán de aquéllos por inmiscuirse y gobernar la vida de éstos, y la incapacidad de los hijos en ver el amor paterno incluso en los momentos duros y las equivocaciones. Dicho de otro modo: Willy Loman es un hombre dedicado al trabajo para mantener a su familia que, agotado por la edad y la falta de perspectivas, no comprende la actitud de su hijo ante el trabajo y la sociedad; su hijo Biff no entiende la concepción materialista de su padre y su anhelo por que se convierta en "algo más" de lo que e él ha sido. Esto y otros temas, como la división de roles entre hombre y mujer que en 1949 estaban tan vigentes y que (aunque quizás tuviera sus ventajas) entre sus desventajas estaba que no se comprendían los unos y las otras y viceversa son la esencia de la obra.
 En tiempos recientes se ha interpretado la obra de Miller como una crítica mordaz al capitalismo más deshumanizado, que utiliza a los seres humanos como meras máquinas, desechándolas cuando ya no son rentables. Es una interpretación válida, pero tal vez un poco simplista y, sobre todo, demasiado coyuntural. El capitalismo va y viene, como el comunismo y otros sistemas económicos, pero el planteamiento del ser humano era el mismo siglos antes de que naciera Adam Smith. El uso (abuso, en realidad) del hombre por el hombre existe desde Adán y Eva (o desde que el primer australopithecus se bajó del árbol) y parece ser que, por desgracia, continuará así in saecula saeculorum. Otro tema ligado a éste es también eterno: el concepto de éxito o fracaso del ser humano, algo que marca a los monos con pantalones siempre y que no es, claro está, más que una entelequia que nos amarga la vida. Nadie tiene éxito o fracasa, esos son simples sentimientos imbuidos por concepciones utilitaristas y competitivas de la vida; lo sabemos todos, sin embargo nos sigue destruyendo hasta llevarnos al suicidio.
 Con respecto a la adaptación teatral dirigida por Rubén Szuchmacher, tengo la percepción de que ha sido muy fiel al texto de Arthur Miller, que apenas ha actualizado algunas expresiones de los actores (que, en realidad, ya se modificaron en la traducción) y poco más. Un gran acierto, pues como decía al principio Muerte de un viajante es un clásico y cuanto menos se cambie mejor, no es necesario para que sea entendido. La puesta en en escena es sencilla pero eficaz: una triple pared de ladrillo de color grisáceo con cuatro sillas y una proyección del skyline neoyorquino es todo lo que necesita la obra para transmitir la sensación opresiva que tenía la situación financiera de los Loman.
 Días antes de ir al Teatro Infanta Isabel, busqué en internet otras adaptaciones, y visioné la de Radio Televisión Española (que está disponible en YouTube, por cierto) de 1972, con José María Rodero en el papel de Willy Loman, Juan Diego como Biff y Jaime Blanch como Happy. Comparando las dos he de admitir que me gustó mucho más la versión de 1972. Entiendo que el cine y la televisión (aunque sea la versión de Estudio 1, ese teatro que hacía RTVE, que trataba de coger lo mejor de los dos mundos) tiene ventaja sobre el teatro, especialmente cuando hay analepsis (algo difícil de transmitir en teatro), pero me parecieron más verosímiles los actores. José María Rodero, por ejemplo, estaba extraordinario, mucho más que Imanol Arias, incluso el físico de Rodero (con esas ojeras suyas tan características) concordaba con el sentimiento de derrota de Willy Loman. En cuanto al resto de actores he de hacer la excepción de Linda, la mujer de Willy, madre de Biff y Happy, interpretada  en el Infanta Isabel por Cristina de Inza, que está inconmensurable, para mí la mejor del elenco. En fin, una adaptación a la que daría un siete y medio sobre diez, quizá me gustó menos porque la versión del 72 era de diez sobre diez.