lunes, 3 de junio de 2013

Fragmento del quinto capítulo de mi novela: "Dulce et decorum est pro patria mori"


V KONRAD VON GAMPP


- ¡Venga, Curro! Tenemos que ir a Punta Umbría, han recogido un cadáver que puede ser interesante.
Chapurreando español con fuerte acento, Konrad Von Gampp, agente de la Abwehr destacado en Sevilla para el control de los buques por el Estrecho, se apresuró a subir a su coche, un Mercedes-Benz, mientras apremiaba a Francisco Soria, Curro, su chófer.
Von Gampp era fiel producto de su origen y su aspecto lo confirmaba: alto, distinguido, señorial, con un gesto de inasequible superioridad y desdén en su mirada... era el resultado de la más estricta endogamia entre las más puras y nobles familias prusianas; estaba hecho para mandar, para hacerse respetar, y eso no lo olvidaba jamás, por mucho que los nacionalsocialistas pretendieran unificar a todos bajo “un imperio, un pueblo, un líder”. Puede que fueran el mismo pueblo, pero su sangre era mucho más selecta que la de ese cabo ido a más.
- Sí, señor... pero tardaremos más de dos horas...
- Tú conduce.
En 1943 las carreteras en Andalucía eran pésimas incluso entre capitales; entre Sevilla y Huelva los socavones, barrizales y atascos provocados por carros de campesinos convertían la distancia en una verdadera odisea. Aun así, el Mercedes-Benz de Von Gampp, un I70W del 39 traído por barco desde Alemania, tenía suficiente solidez para hacer frente a los inconvenientes; no como esos malditos “coches del pueblo” de los que tanto alardeaba Hitler. En esa extraña afición por socializarlo todo, el Führer olvidaba que Alemania era un país de señores, él lo tenía claro y por supuesto, él se sabía un señor.
Konrad Von Gampp había nacido en 1895 en Berlín, en el seno de una acaudalada y prestigiosa familia. Dichos orígenes le libraban, por supuesto, de tener que demostrar pureza racial, pero incluso de tener que decantarse por un partido político, por una opción social. Los Von Gampp tenían muchos más derechos que obligaciones, sin embargo, Konrad pensó que no era mala elección el nacionalsocialismo, después de ver el respetuoso trato que deparaba a los “cascos de acero”, la rancia élite militar del pasado entre la que podía contar a varios de sus antecesores; aún así, le parecía nauseabundo el afán de Hitler de distribuirlo todo, de construir autopistas por doquier, de poner en entredicho algunos privilegios hasta entonces intocables de la aristocracia. Consideraba a Hitler y sus nazis unos subproductos de la dañina Revolución Industrial que convirtió a los sumisos siervos alemanes en orgullosos y reivindicativos obreros, capaces de organizarse para luchar contra sus superiores, los cuales, esto estaba fuera de toda duda, lo eran por decisión divina; ahora, estos proletarios engreídos se permitían desautorizar al mismísimo Dios en su Ordo Naturalis. ¡Cómo iba a entender un sujeto como Hitler, con la educación que había recibido, con sus desventuras juveniles como obrero de la construcción, la gloriosa sensación de saberse superior, de disfrutar de los mejores manjares servidos por no menos de cuatro sirvientes, de habitar nobles castillos cuyas gruesas paredes albergaron la verdadera historia de Alemania, de usar ropas hechas siempre a medida, de saborear los más selectos licores y tabacos, de regodearse en los asientos de cuero de los mejores coches conducidos siempre por un chófer... Hitler no podría entender que todo eso pertenecía a los Von Gampp por derecho natural... y sin embargo veía al líder de su nación con rudas ropas militares, frugal, abstemio, en uno de esos “coches del pueblo”. Decían que ese era el futuro, pero desde luego Konrad no se adaptaría jamás, ni daría a sus hijas, Else y Franziska, otra educación que no fuera señorial y distinguida. Y sin embargo, el año 33 optó por Hitler y su nacionalsocialismo, a regañadientes y sabiendo que en buena medida era una traición a sus mayores, pero teniéndolo como una obligación que de no haberlo hecho, le podía haber traído consecuencias funestas; buscó la mejor colocación posible en este “Nuevo orden” para un Von Gampp y, con desdén, aceptó el puesto que le ofrecían como jefe de la Abwehr en el sur de España. Aquella decisión no fue fácil, y la adaptación al caluroso y seco clima sevillano por parte de Frieda, su mujer, un verdadero dolor de cabeza.
Las relaciones de los Von Gampp en Andalucía no eran muchas, excluyendo las recepciones oficiales de los cónsules alemán e italiano y de las inacabables fiestas que daban las familias más adineradas de la capital del Guadalquivir, se sentían como verdaderos desterrados en un mundo zafio y vulgar, rodeados de “pequeños y malolientes españoles” que voceaban y haraganeaban todo el día, una “verdadera raza inferior”, en eso sí que comulgaban con el nacionalsocialismo. Aún así, Konrad, con su exquisito olfato había localizado algunas cosas que casaban con sus señoriales gustos: un catavino bien frío de jerez, la equitación en un clima más propicio que el suyo de origen, una cierta habilidad andaluza para el disfrute del ocio, y sobre todo las chicas andaluzas, morenas, vitales, casi animales, capaces de copular con un ardor desconocido en las prusianas. Para ello tenía a “su” María Teresa, una joven sevillana de veinte años, con los pechos pequeños como limones y unos pezones oscuros, casi negros que no se cansaba nunca de mordisquear. María Teresa era un volcán en la cama, pura lujuria animal, no se sometía como las otras; le gustaba ponerse encima y cabalgar mientras se pellizcaba los pezones... la primera vez, Konrad se quedó tan extasiado que no pudo ni protestar. La chica pertenecía a una familia de la burguesía sevillana empobrecida con la Guerra Civil, tanto que sus hijos habían tenido que buscarse la vida apresuradamente de la forma que pudieron; ella, que no tenía formación ni capacitación profesional y que aunque la hubiera tenido difícilmente habría podido trabajar en la España de los 40, tuvo que aprovechar la frescura de su cuerpo de 20 años... Von Gampp la agasajaba con ropas caras y regalos que luego sus padres vendían en el mercado negro para comprar comida. El alemán y la española pertenecían a dos mundos tan distintos que no parecían del mismo planeta, aun así, la brutal ansia sexual de la andaluza y la materialista generosidad del prusiano los hacían cómplices en esa Europa hecha añicos.