V KONRAD VON GAMPP
- ¡Venga, Curro! Tenemos que ir a Punta Umbría, han
recogido un cadáver que puede ser interesante.
Chapurreando español con fuerte acento, Konrad Von
Gampp, agente de la Abwehr destacado en Sevilla para el
control de los buques por el Estrecho, se apresuró a subir a su
coche, un Mercedes-Benz, mientras apremiaba a Francisco Soria, Curro,
su chófer.
Von Gampp era fiel producto de su origen y su aspecto lo
confirmaba: alto, distinguido, señorial, con un gesto de inasequible
superioridad y desdén en su mirada... era el resultado de la más
estricta endogamia entre las más puras y nobles familias prusianas;
estaba hecho para mandar, para hacerse respetar, y eso no lo olvidaba
jamás, por mucho que los nacionalsocialistas pretendieran unificar a
todos bajo “un imperio, un pueblo, un líder”. Puede que fueran
el mismo pueblo, pero su sangre era mucho más selecta que la de ese
cabo ido a más.
- Sí, señor... pero tardaremos más de dos horas...
- Tú conduce.
En 1943 las carreteras en Andalucía eran pésimas
incluso entre capitales; entre Sevilla y Huelva los socavones,
barrizales y atascos provocados por carros de campesinos convertían
la distancia en una verdadera odisea. Aun así, el Mercedes-Benz de
Von Gampp, un I70W del 39 traído por barco desde Alemania, tenía
suficiente solidez para hacer frente a los inconvenientes; no como
esos malditos “coches del pueblo” de los que tanto alardeaba
Hitler. En esa extraña afición por socializarlo todo, el Führer
olvidaba que Alemania era un país de señores, él lo tenía claro y
por supuesto, él se sabía un señor.
Konrad Von Gampp había nacido en 1895 en Berlín, en el
seno de una acaudalada y prestigiosa familia. Dichos orígenes le
libraban, por supuesto, de tener que demostrar pureza racial, pero
incluso de tener que decantarse por un partido político, por una
opción social. Los Von Gampp tenían muchos más derechos que
obligaciones, sin embargo, Konrad pensó que no era mala elección el
nacionalsocialismo, después de ver el respetuoso trato que deparaba
a los “cascos de acero”, la rancia élite militar del pasado
entre la que podía contar a varios de sus antecesores; aún así, le
parecía nauseabundo el afán de Hitler de distribuirlo todo, de
construir autopistas por doquier, de poner en entredicho algunos
privilegios hasta entonces intocables de la aristocracia. Consideraba
a Hitler y sus nazis unos subproductos de la dañina Revolución
Industrial que convirtió a los sumisos siervos alemanes en
orgullosos y reivindicativos obreros, capaces de organizarse para
luchar contra sus superiores, los cuales, esto estaba fuera de toda
duda, lo eran por decisión divina; ahora, estos proletarios
engreídos se permitían desautorizar al mismísimo Dios en su Ordo
Naturalis. ¡Cómo iba a entender un sujeto como Hitler, con la
educación que había recibido, con sus desventuras juveniles como
obrero de la construcción, la gloriosa sensación de saberse
superior, de disfrutar de los mejores manjares servidos por no menos
de cuatro sirvientes, de habitar nobles castillos cuyas gruesas
paredes albergaron la verdadera historia de Alemania, de usar ropas
hechas siempre a medida, de saborear los más selectos licores y
tabacos, de regodearse en los asientos de cuero de los mejores coches
conducidos siempre por un chófer... Hitler no podría entender que
todo eso pertenecía a los Von Gampp por derecho natural... y sin
embargo veía al líder de su nación con rudas ropas militares,
frugal, abstemio, en uno de esos “coches del pueblo”. Decían que
ese era el futuro, pero desde luego Konrad no se adaptaría jamás,
ni daría a sus hijas, Else y Franziska, otra educación que no fuera
señorial y distinguida. Y sin embargo, el año 33 optó por Hitler
y su nacionalsocialismo, a regañadientes y sabiendo que en buena
medida era una traición a sus mayores, pero teniéndolo como una
obligación que de no haberlo hecho, le podía haber traído
consecuencias funestas; buscó la mejor colocación posible en este
“Nuevo orden” para un Von Gampp y, con desdén, aceptó el puesto
que le ofrecían como jefe de la Abwehr en el sur de España.
Aquella decisión no fue fácil, y la adaptación al caluroso y seco
clima sevillano por parte de Frieda, su mujer, un verdadero dolor de
cabeza.
Las relaciones de los Von Gampp en Andalucía no eran
muchas, excluyendo las recepciones oficiales de los cónsules alemán
e italiano y de las inacabables fiestas que daban las familias más
adineradas de la capital del Guadalquivir, se sentían como
verdaderos desterrados en un mundo zafio y vulgar, rodeados de
“pequeños y malolientes españoles” que voceaban y haraganeaban
todo el día, una “verdadera raza inferior”, en eso sí que
comulgaban con el nacionalsocialismo. Aún así, Konrad, con su
exquisito olfato había localizado algunas cosas que casaban con sus
señoriales gustos: un catavino bien frío de jerez, la equitación
en un clima más propicio que el suyo de origen, una cierta habilidad
andaluza para el disfrute del ocio, y sobre todo las chicas
andaluzas, morenas, vitales, casi animales, capaces de copular con un
ardor desconocido en las prusianas. Para ello tenía a “su” María
Teresa, una joven sevillana de veinte años, con los pechos pequeños
como limones y unos pezones oscuros, casi negros que no se cansaba
nunca de mordisquear. María Teresa era un volcán en la cama, pura
lujuria animal, no se sometía como las otras; le gustaba ponerse
encima y cabalgar mientras se pellizcaba los pezones... la primera
vez, Konrad se quedó tan extasiado que no pudo ni protestar. La
chica pertenecía a una familia de la burguesía sevillana
empobrecida con la Guerra Civil, tanto que sus hijos habían tenido
que buscarse la vida apresuradamente de la forma que pudieron; ella,
que no tenía formación ni capacitación profesional y que aunque la
hubiera tenido difícilmente habría podido trabajar en la España de
los 40, tuvo que aprovechar la frescura de su cuerpo de 20 años...
Von Gampp la agasajaba con ropas caras y regalos que luego sus padres
vendían en el mercado negro para comprar comida. El alemán y la
española pertenecían a dos mundos tan distintos que no parecían
del mismo planeta, aun así, la brutal ansia sexual de la andaluza y
la materialista generosidad del prusiano los hacían cómplices en
esa Europa hecha añicos.
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