Hacía tiempo que no disfrutaba de una novela como de Las torres de Barchester, del escritor victoriano Anthony Trollope. Principalmente por la extraordinaria atmósfera descrita, por el paisaje y el paisanaje expuesto de una ficticia diócesis anglicana a mitad del siglo XIX. La capacidad de Trollope para urdir una trama absolutamente verosímil con tanto detalle es apabullante. Un servidor disfruta con enormidad estas novelas tan bien pergeñadas, me ha ocurrido desde mi primera juventud, que tiendo a desaparecer entre esas geniales líneas. Me pasó con En busca del tiempo perdido de Proust, que leí vestido de marinero en un cuartel en el ya lejano año 91, y que me sirvió para abstraerme de las rutinas y tonterías del servicio militar para poder mantenerme como individuo único equilibrado y consciente de mí mismo; me ha ocurrido en numerosas ocasiones con Dickens, también con Knut Hamsun y con Isaac Bashevis Singer. Son autores que llegan a describir tan bien la esencia de la naturaleza y la vida humanas que uno se aleja de la estúpida cotidianeidad con sus fútiles modas que envejecen en días; sus novelas reflejan el alma del hombre, sus ansias, anhelos, alegrías y tristezas más íntimas, aspectos que no cambian con el paso de los siglos. Leyendo Las torres de Barchester he conseguido aislarme de la morralla habitual que se consume a diario, principalmente servida por los medios de comunicación y las redes sociales; es decir, leyendo esta novela de casi setecientas páginas he conseguido ser más yo mismo, individuo, y menos perteneciente a un rebaño idiotizado. Doy gracias a estos autores por su aporte a la cultura general y me alegro enormemente de tener la capacidad de discernir entre la alta literatura y las lecturas ordinarias de "escritorzuelos" impuestas por las editoriales del momento.
Anthony Trollope. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
Anthony Trollope es considerado tradicionalmente como victoriano. Evidentemente su producción literaria (vivió de 1815 a 1882) se dio durante el reinado de la poderosa e imperial Victoria (de 1819 a 1901), pero cuando se habla de literatura victoriana pensamos en obras que, fuera del ámbito anglosajón, se denomina "Romanticismo". Ese Romanticismo tenía unas características muy definidas, entre las que destaca un ansia de libertad narrativa que intenta romper el precepto aristotélico de las tres unidades (acción tiempo y lugar), acabando así con la línea clara en la que el lector puede entender lo que ocurre (acción) en una localización (lugar) y una época (tiempo) determinados; por otro lado, el escritor del periodo romántico busca hipertrofiar los sentimientos de los personajes, desarrollando la pasión por encima de la razón; también son frecuentes los lugares y ambientes extraños, anómalos e incluso sobrenaturales, lo que han llamado "novela gótica". Bien, pues la narrativa de Anthony Trollope, aun siendo contemporáneo de, por ejemplo, Dickens (gran escritor victoriano por excelencia) no participa de estas características. De hecho, se puede decir que las novelas de Trollope son realistas, un tanto anticuadas para su época; él sí mantiene ese precepto aristotélico de las tres unidades (en esta novela la acción son las relaciones de clérigos anglicanos y sus familias, el tiempo es la primera mitad del siglo XIX y el lugar la inventada diócesis de Barchester); sí hay importancia de la pasión y del individualismo frente a los grupos sociales, pero en absoluto hay nada parecido a una novela gótica. Por ello los críticos consideran a Anthony Trollope como un bastión del Realismo literario cuando éste ya estaba mutando en toda Europa en el famoso Romanticismo. Su prosa, ya digo, resulta un tanto anticuada para haber sido escrita en la segunda mitad del XIX, pero aparenta más empaque que algunas novelas de estilo romántico (cuidado, no confundir con la novela rosa que escribía Corín Tellado, ¡eh!) de autores de gran renombre.
El argumento principal de Las torres de Barchester son las intensas relaciones entre un grupo de clérigos, sus mujeres e hijos (recordemos que es la Iglesia Anglicana, donde no hay celibato) y, por encima de todo, las amargas luchas por el poder para conseguir los cargos más importantes e influyentes, desde el obispado hasta el de deán, pasando por el de custodio de un hospicio para ancianos. Cada puesto, claro, tiene una pingüe dotación económica anual por la que los interesados se pelean de manera más o menos civilizada, pero también tiene una posición de poder sobre los otros que anhelan mucho más que el vil metal. Papeles especialmente interesantes tienen los personajes femeninos, que, aunque no pueden optar (en aquella época al menos, hoy sí) a puesto alguno, influyen, cuando no gobiernan a sus maridos, pretendientes, hermanos y familiares para que ejerzan la autoridad que se les supone. La novela está estructurada en tres volúmenes y se inicia con la muerte del obispo de Barchester y su sucesión por el venerable doctor Proudie (Trollope, por cierto, gustaba de nombrar a sus personajes con apellidos que indicaban su carácter o algún rasgo de su personalidad, en el caso de "Proudie" se podría traducir por orgulloso) cuya mujer, la señora Proudie, "obispa" de Barchester mandaba e intrigaba mucho más que el propio obispo; con ellos desembarcará en la diócesis el señor Slope (traducible por "pendiente", "inclinación") que es el verdadero malvado de la novela, siempre manipulador, conspirando contra todos para trepar y conseguir las más altas cuotas de poder que pueda. Esos son los personajes perversos, los que son tratados con mayor bondad son Harding ("endurecimiento" en español) que aspira a ser custodio del hospicio para ancianos; Quiverful ("carcaj lleno") que también ansía ese puesto pero se contentaría con cualquiera con tal de alimentar a sus catorce retoños; la señora Bold ("audaz", "atrevida"), viuda con un niño pequeño y una notable renta a la que muchos cortejan; o Arabin, un ser sin aspiraciones ni maldad. Tras la presentación de los personajes en el primer volumen, se produce el nudo de relaciones, dimes y diretes, enfrentamientos y reconciliaciones, traiciones, lealtades y todo tipo de trato posible entre seres humanos. Trollope, gran moralista, recompensa a los personajes dotados de virtudes con el éxito final sobre los malvados, de modo que el intrigante Slope acabará por fracasar estrepitosamente en sus múltiples ambiciones.
En cuanto a los temas tratados, los principales son, sin duda, la codicia del hombre como motor de muchos corazones; la bondad, en cambio de otros; los disimulos de algunos para conseguir avances; las luchas de poder... y, en general, las relaciones humanas. También hay un tema subyacente, hoy ya demodé, que tiene que ver con la Iglesia Anglicana y su modo de poner en práctica rituales, llegando a diferenciarse en aquellos principios del siglo XIX entre Iglesia Alta, aquella que pretendía mantener unos ritos más estrictos, más cercanos a los católicos e Iglesia Baja, la que promovía una mayor naturalidad y supresión de rigideces, para así poder ser entendidos más fácilmente por el pueblo. Esas diferencias fueron laminadas por el siglo XX y su homogeneización social, encontrándose hoy en día tan sólo la Iglesia Baja entre los anglicanos, reservándose los ritos más rigurosos para celebraciones monárquicas.
Pero, al margen de argumento y temas, lo mejor de todo es cómo lo narra Trollope, qué capacidad extraordinaria tiene de describir la psicología de sus personajes y la evolución de la misma a lo largo del tiempo. Esto es lo que hace verdaderamente verosímil la sociedad pergeñada por el autor. Uno llega a conocer perfectamente a cada protagonista, y están tan bien delineados que se aprecian sus virtudes y defectos en las personas con las que tratamos cotidianamente.
Decía antes que Trollope es un moralista, y no me retracto. Diré, incluso, que hace triunfar las virtudes evangélicas (humildad, sencillez, bondad, lealtad...) frente a los defectos mundanos (codicia, doblez, engreimiento, falsedad...). Quizá eso es lo único que tenga de cristiana la novela, porque la mayor parte de sus personajes, altos dignatarios de una iglesia cristiana, carecen por completo de ello.
No puedo evitar transcribir el inicio del último capítulo del tercer volumen, en el que el autor resume su tradicional gusto a la hora de acabar una novela. Véase aquí, por mi parte, como elogio de este gran autor. "El final de una novela, como el final de una comida infantil, debe estar compuesto de dulces y ciruelas confitadas."