martes, 4 de enero de 2022

"La pequeña Dorrit", de Charles Dickens.

  Otra extensa novela (952 páginas en la edición de la Editorial Alba) que fue publicada en su época, como tantas de Dickens, por entregas en publicaciones semanales. No tiene, desde luego, la rotunda belleza de David Copperfield, ni la apabullante historicidad de Historia de dos ciudades, tampoco la desbordante humanidad de Oliver Twist, pero las características principales del gran escritor victoriano están de principio a fin. La feroz crítica social que aparece en las tres obras maestras antes citadas también está en La pequeña Dorrit, en este caso dirigida a aquellas cárceles para delitos económicos y financieros (fundamentalmente, deudas impagadas) que menudearon por el Londres de finales del XIX y que el propio padre del escritor sufrió como prisionero durante muchos años. Esto es otra constancia en Dickens: los lugares que son verdaderos personajes de sus novelas; habitualmente, Londres con su smog, sus calles atestadas de basura, de mendigos andrajosos, de miseria económica pero sobre todo moral... Ahora el “personaje geográfico” de la novela es la Cárcel de Marshalsea, un despreciable penal símbolo de todas las injusticias humanas del Imperio Británico de la época (y, quede claro, de cualquier país, estado, imperio, república o nación de aquel tiempo... de éste... y de siempre). Sin embargo, Marshalsea es una sociedad dentro de la sociedad, y, aunque sorprenda (no para los lectores de Dickens), los presos son mucho más honestos que los carceleros.
 En cuanto a los “personajes humanos”, Dickens gusta de delinearlos por excelsas descripciones de sus caracteres, pero también por oposición a otros que son sus antítesis. Así, por ejemplo, Dorrit (como tantos protagonistas dickensianos) representa la humildad, la caridad y la bondad; mientras que su propia hermana, Fanny, es la imagen de la soberbia, la vanidad, la inmisericordia... ¡Cuántas veces se lee esto en Dickens... y cuántas se ve en nuestra sociedad y aun en nuestras propias familias! Para Charles Dickens, claro está, siempre será preferible una sociedad de corderos a una de lobos, algo que está presente en la esencia del mensaje evangélico, tan caro para el inglés y para todas las personas de bien. Dickens, como gran moralista, pergeña personajes otorgando virtudes evangélicas a protagonistas y defectos satánicos a los demás.
La impresionante calidad prosística de Dickens le permite alternar narración con descripción de una forma perfecta, pues las minuciosas descripciones no detienen nunca el sosegado pero firme ritmo narrativo. Un ejemplo notable es la descripción que hace del padre de la señora Plornish en el capítulo XXXI del primer libro, Dignidad.
 Para no acabar sin encontrar un solo defecto en esta novela y, en general, en todo Dickens, he de afirmar que, debido a la necesidad que tenía en su época de publicar por entregas en esas revistas semanales, a veces, la trama puede parecer un tanto estirada artificialmente; eso, y que muchos de esos capítulos acaban con un giro argumental que no se explica salvo que se esté aumentando la intriga para que el lector compre el siguiente número de la revista de marras. Un poco esa expresión un tanto injusta que ya escribí antes de “literatura de té y pastas”, en el sentido de que uno se imagina a orondas señoras burguesas cuyas vidas transcurren plácidamente entre rutinas insulsas de ámbito social, discutiendo con sus amistades las últimas entregas que ese joven escritor, ese tal Dickens, había publicado recientemente. Bueno, pues sí, tal vez, pero eso hace ciento setenta años, hoy, leer a Dickens es uno de esos placeres que le permiten a uno (misántropo como pocos) reconciliarse con el género humano, al menos con los humanos con esa sensibilidad y talento literario, claro.

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