viernes, 8 de noviembre de 2024

Segundo concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta de Castilla y León, dirigida por Fabien Gabel. Obras de Fauré, Gruber, Richard Strauss y Florent Schmitt.

  Ayer disfrutamos de otro espléndido concierto en el Auditorio Miguel Delibes. La OSCyL estuvo conducida por el director francés Fabien Gabel. Se guardó, como era obligación moral y deseo de todos los asistentes, un minuto de silencio en recuerdo de las víctimas de las terribles inundaciones acaecidas recientemente en el Levante español. 
 El concierto comenzó con un fragmento de Pelléas et Mélisande, opus 80 de Gabriel Fauré, una de las obras más conocidas, junto con la Pavana, del egregio autor romántico e impresionista francés. No sería el único de la noche, pues su compatriota Florent Schmitt y el bávaro Richard Strauss también pertenecen a ese periodo que supuso el paso de las melodías contrastantes y apasionadas, y virtuosismos del piano o del violín del Romanticismo musical hacia la mayor libertad armónica y rítmica del Impresionismo. Sólo Gruber distorsionó el concierto, luego explicaré cómo. Claro está que Pelléas et Mélisande es una obra escénica para ilustrar musicalmente la pieza de teatro homónima de Maurice Maeterlinck, un drama romántico, el clásico triángulo amoroso. Así, la música de Fauré (también ocurre lo mismo en la obra homónima de Claude Debussy, cuyas melodías estuvieron espiritualmente presentes todo el concierto como comentaré más tarde) es música escénica que debe acompañar a lo que está ocurriendo en la obra teatral, y en ese sentido Gabriel Fauré es un genio absoluto. En el primer movimiento, Prélude, la melodía dulce y suave muestra la ingenuidad doncellil de Mélisande; el segundo, Fileuse (Hilandera), por el contrario, simboliza el trágico destino de los amantes, personalizado por la flauta, el fagot y los violonchelos, mientras que la trompa representa al marido engañado, Golaud; el tercer movimiento, Sicilienne, es uno de los movimientos más bellos jamás creados, un diálogo entre el arpa y la flauta, que enamora al más duro de corazón; por último, termina el fragmento con La mort de Mélisande, que, no podía ser de otro modo, no es sino una marcha fúnebre que acompaña a la muerte de la heroína. Es una obra excelsa, de una belleza pocas veces alcanzada.
 Pero hete aquí que los que programan los conciertos de la OSCyL buscan el mayor contraste posible entre las obras (digo yo que será por eso), y plantean una de las obras más conocidas (absolutamente desconocidas por mí, lo digo sin pena alguna) de Heinz Karl Gruber, un compositor austriaco contemporáneo, ya octogenario, discípulo de la llamada Segunda Escuela de Viena, de la cual sobresalió como todo el mundo sabe Arnold Schoenberg. Es decir, la música de Gruber cae en eso que se ha llamado atonalidad y dodecafonismo, una aberración (en mi humilde opinión) en el que la música es hurtada de la melodía y el ritmo que la hacen comprensible. En concreto, la "música" de HK Gruber es definida como neotonal, e incluso se la considera parte de la Tercera Escuela de Viena... En fin, esto de las escuelas de Viena es otra aberración, pues los musicólogos denominaron Primera Escuela de Viena a la música compuesta por Haydn, Mozart y Beethoven, ¡Nada menos! Pero las comparaciones de los tres gigantes con los otros... Bueno, parece que Gruber compuso Aerial pensando en un trompetista concreto, el noruego Hakan Hardenberg, que anoche nos acompañó. La obra, veinticinco minutos de desatinos atonales, sirvió, al menos, para que el solista demostrara su sobresaliente dominio de la trompeta. Fue muy significativo que en el bis, el propio Hardenberg anticipó con un "I think you deserve some melody" ("Creo que merecen algo de melodía"), y nos premió con un estándar jazzístico. Más claro, agua.
 Después del descanso tocó el turno de Richard Strauss y Schmitt. Del muniqués ya he hablado en otras ocasiones en este blog, pues se representa en el Auditorio Miguel Delibes obras suyas con relativa asiduidad. Hoy tocaba la Danza de los siete velos de la ópera Salomé, basada en el drama homónimo de Oscar Wilde, basada a su vez en la historia neotestamentaria de la decapitación de Juan el Bautista por orden de Herodes. Salomé en esta historia, ya se sabe, era la hija de Herodes y Herodías, quien, al bailar ante su padre con extrema destreza y gracia es premiada  por éste con el trofeo que ella decida, siendo urgida por su madre a que pidiera la cabeza del Bautista. Así pues, nos encontramos con más música escénica, para la que Strauss (Richard, no confundir con la egregia familia creadores de los más hermosos valses encabezada por Johann y continuada por Josef y Eduard) es otro genio sin igual. En Salomé, Richard Strauss propone unas melodías de cierto aroma "orientalizante", con preciosos arabescos interpretado por el oboe e incluso una corta tonada de origen turco; por otro lado, enérgicas entonaciones de resonancias wagnerianas contrastan con las suaves canciones anteriores.
 Y por último, otra versión de Salomé, en este caso a cargo del compositor francés Florent Schmitt, concretamente La Tragédie de Salomé, opus 50. Reconozco que no había escuchado nada de este autor nacido en 1870 y fallecido en 1958, y que hace honor a ese periodo del que hablaba antes del paso del Romanticismo musical al Impresionismo, periodo muy fructífero para el país vecino, con gigantes como Debussy, Ravel, Satie o Fauré. La Tragédie de Salomé está dividida en dos partes, ambientada en el palacio de Herodes, comienza con un Prélude de carácter descriptivo con arabescos orientalizantes a cargo del corno inglés; después, la Danse des Perles es un scherzo que musicaliza la danza de Salomé ante su padre; luego, ya en la segunda parte, Les enchantements sur la mer que inevitablemente trae recuerdos del sublime poema sinfónico La mer de Claude Debussy, con esas olas encarnadas en melodías in crescendo; después, la Danse des éclairs (Danza de los relámpagos) con un frenesí rítmico; y por último la Danse de l'effroi  (danza del espanto), que simboliza el asesinato y decapitación de Juan el Bautista. 
 Ha sido, pues, un concierto muy romántico, todo con música escénica de ese periodo, a medio camino entre el siglo XIX y el XX, con melodías y ritmos apasionados que musicalizan las ansias y pasiones humanas. Tan solo el bodrio de Gruber ha estado fuera de lugar.

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