lunes, 14 de diciembre de 2020

"Strawberry Fields Forever", John Lennon (1967)

 

Fotograma del video oficial. Imagen tomada del sitio www.iloveclassicrock.com

Let me take you down
'Cause I'm going to Strawberry Fields
Nothing is real
And nothing to get hung about
Strawberry Fields Forever
Living is easy with eyes closed
Misunderstanding all you see
It's getting hard to be someone
But it all works out
It doesn't matter much to me

Let me take you down
'Cause I'm going to Strawberry Fields
Nothing is real
And nothing to get hung about
Strawberry Fields Forever
No one I think is in my tree
I mean it must be high or low
That is you can't, you know, tune in
But it's all right
That is, I think, it's not too bad

Let me take you down
'Cause I'm going to Strawberry Fields
Nothing is real
And nothing to get hung about
Strawberry Fields Forever
Always, no, sometimes think it's me
But you know I know when it's a dream
I think, er, no, I mean, er, yes
But it's all wrong
That is I think I disagree

Let me take you down
'Cause I'm going to Strawberry Fields
Nothing is real
And nothing to get hung about
Strawberry Fields Forever
Strawberry Fields Forever
Strawberry Fields Forever

miércoles, 9 de diciembre de 2020

"The Attention Manifesto", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).




Imágenes tomadas del sitio www.incidentalcomics.com

"David Copperfield"... y juzgar demasiado pronto...

  Vaya esta entrada en este humilde blog para desagraviar (si es que en mi pequeñez pude hacerlo) al escritor victoriano al que llegué a tachar de anodino en la entrada anterior. Errare humanum est reza la locución latina, así que queda claro que soy humano. Dije en la anterior entrada que me parecía carente de mordiente la novela David Copperfield, que todo era previsible y ñoño... pues eso, que me apresuré... Apenas dos días después haber calificado de esa forma al autor inglés, ahora tengo que desdecirme y, para ser justo, alabar su capacidad de enrevesar lo que parece llano y complicar lo sencillo. Ya me parecía a mí... que este Carlitos no podía ser tan malo...
Charles Dickens. Imagen tomada de Wikimedia Commons
 Con todo, ruego permita el lector que vuelva a aquella injusta aunque algunas veces entendible expresión de "literatura de té y pastas" que he aplicado más de una vez a la literatura victoriana (en realidad, de tanto leer ya no sé si es expresión de mi cosecha o tomada de otro). Lo cierto es que no puedo olvidar que Dickens, al igual que la mayoría de los escritores que trataban de vivir con lo que ponían en negro sobre blanco (así hago distingo con alguno que no tuvo que ganarse la vida, léase, por ejemplo, Henry James). Tal vicio que tenía el tal Dickens (el de querer comer todos los días y vivir en algún sitio más privado y cómodo que debajo de un puente) le obligaba a maltratar a su propia prosa con artimañas que, poco o mucho, algo devaluaban su narrativa. ¿De qué artimañas estoy hablando? Con haber leído un par de novelas de Dickens ya se sabe: los pequeños giros argumentales al final de cada capítulo que dejaban al lector en vilo esperando la siguiente entrega (entrega que llegaba en una publicación semanal); descripciones que pueden llegar a ser sensibleras para la moda actual; "perfilado" excesivo de los personajes, que los convertía en buenos o malos de una forma demasiado evidente... En fin, que este gigante de la literatura universal (no hay sarcasmo aquí) se veía obligado a "vender" su obra a gentes de todo tipo. Uno se imagina a ociosos señorones de la época leyendo un capítulo de David Copperfield y, días después, comentándolo de forma animada con sus amistades... Por eso lo de "literatura de té y pastas". Pero, claro, esto es injusto visto desde aquí o desde Tombuctú. Como decía antes, apenas dos días de la entrada anterior, me arrepiento de lo escrito: en torno a la página seiscientas del tomo, se empieza a enredar todo. Ahora que Copperfield ya es un joven adulto y bien situado en la vida, empieza a reencontrar a sus amistades y enemistades de la infancia de forma casual y... ya se sabe... (presentación, nudo, desenlace). En fin, que fui injusto con Dickens... o no... quizá todo lo que sea criticar en un sentido o en otro es lo que mantiene vivo (como atemporal que es) a la buena literatura. Eso y, por supuesto, leer...

lunes, 7 de diciembre de 2020

"David Copperfield", de Charles Dickens.

  Una de las obras emblemáticas de un autor imprescindible para todo aquél que trate de conocer qué es eso que llaman "literatura"... y, probablemente, una de las novelas menos leídas. Porque, claro, nadie sería tan zafio de despreciar públicamente a un Tolstói (bueno, me temo que alguno sí), pero si se le pide que resuma, lo más sucintamente posible, el argumento de Guerra y paz o el de Ana Karenina, o que hiciera un breve comentario a los principales personajes de sendas novelas... en fin... igual se lo ponía en un aprieto... Pues algo semejante pasa con Dickens y, desde luego, con David Copperfield, y, en realidad, no me sorprende mucho. No me sorprende mucho porque, incluso para mí, un tipo tan raro que disfruta con esa mal llamada "literatura victoriana" y que, a falta de Los papeles póstumos del Club Pickwick que ya tengo en la recámara creo haber leído más del ochenta por ciento de la obra del autor inglés, se me está atragantando un tanto. No se me está atragantando por las mil doscientas y pico páginas de la edición de Alianza editorial, ni por la tradicional estratagema del bueno de Dickens que hacía dejar cada capítulo (sesenta y cuatro en total) con una pequeña incógnita para enganchar al lector (recordemos que Dickens, como tantos otros autores de la época, publicó la mayor parte de sus novelas por entregas en publicaciones semanales), no, la novela se me está atragantando un tanto por lo ñoño y previsible que me está resultando. Acabo de leer lo que he escrito y hasta yo mismo me he alarmado... Veré si puedo argumentarlo.
 En fin, decir que una novela de Dickens es ñoña igual es ir demasiado lejos. Lo que quiero decir es que, a diferencia de Oliver Twist, de Grandes esperanzas, de Nuestro común amigo, de El grillo del hogar, de Historia de dos ciudades, por supuesto de Para leer al anochecer y otros cuentos de temática sobrenatural, incluso a diferencia de La tienda de antigüedades (en esta última, ya no lo tengo tan claro), en David Copperfield todo tiene un tono demasiado previsible, faltan esos giros argumentales que lo dejan a uno con el corazón en vilo; por otra parte, los personajes están, en mi humilde opinión, demasiado encasillados entre los buenos y los malos, apenas se observa evolución en sus caracteres (aparte del personaje principal, claro está). Quiero decir que, por ejemplo, desde el principio se ve que Clara Pegotty será el personaje maternal que el propio David tenga siempre a su lado; que Uriah Heep será un carácter dañino que adula para luego apuñalar por la espalda; que su padrastro, Murdstone, es mezquino y maltratador; o que la tía del protagonista (Betsey Trotwood) es un elemento protector dentro de su excentricidad... Se podría continuar con todos los personajes, ninguno sorprende, todos son definidos de forma plana y evidente sin que haya cambio posible en sus caracteres; a un servidor le hubiese gustado que alguno de ellos cambiaran absolutamente, de blanco a negro, su personalidad o comportamiento, no sé, estoy pensando en el señor Scrooge de Cuento de Navidad; evolución, en definitiva, de los personajes.
 Tal vez sea muy pretencioso por mi parte hacer críticas tan acerbas a una de las grandes obras por excelencia de la literatura universal, pero... así lo siento, perdón si molesto a alguien. En todo caso, los eruditos críticos literarios dicen que David Copperfield es prácticamente una autobiografía, quizá el autor se vio arrebatado por una visión más almibarada que perjudicó su talento creativo... no sé.

  Por supuesto, cuando digo "visión almibarada" no quiero decir que la novela esté libre de situaciones de una dureza terrible, especialmente si consideramos que atañe a la vida de un niño y que, en aquella época victoriana, el hambre, la enfermedad o el maltrato se generalizaban entre los infantes de clase baja hasta el punto de llevar la mortalidad infantil hasta unas cotas que hoy se antojan inadmisibles. En eso sí que es "Dickens puro": un retrato sin tapujos de una sociedad embrutecida en el trabajo para que las clases dirigentes pudieran disfrutar del estatus socioeconómico más alto que había en aquel entonces en la faz del planeta; al igual que en Oliver Twist, Dickens retrata a niños trabajando de sol a sol en oficios peligrosos (deshollinadores, limpiadores, mozos de cuadra...), muchas veces pagados con poco más que un poco de pan y un camastro en un dormitorio comunal. 
 Ahora que lo pienso, lo anodino, más que en lo contado, es cómo lo cuenta. Y de nuevo, otra barbaridad. Decir de Dickens, uno de los genios literarios de todos los tiempos, alguien que fue capaz de compaginar como nadie la descripción y la narración, haciendo que tanto ambientes como personajes fueran delineados perfectamente a la vez que no se perdía un ápice del hilo narrativo, es, cuando menos, arriesgado. Lo que trato de decir es que, en las más de cuatrocientas páginas que he leído hasta el momento, no he encontrado sorpresa argumental alguna, todo está mostrado de antemano. También puede que haya leído "demasiado" a Dickens y ya lo tenga "calado" desde el principio, en fin... Hablando del argumento: vida de David Copperfield (ya digo, álter ego del autor) desde su nacimiento hasta su muerte, así como de los que circunstancialmente lo rodean; seres despiadados que se aprovechan de su candor y otros que lo tratan de proteger de todo mal. Todo narrado en primera persona, cual si de diario personal se tratara, pero de modo retrospectivo.

sábado, 28 de noviembre de 2020

"El peso falso", por Joseph Roth.

  Otro relato más de Joseph Roth, otra historia más de gente desarraigada, sin solución posible, que llevan sus vidas arrastrando todo tipo de problemas, traumas y complejos. Ahora pienso, sin embargo, que, a pesar de todo lo anterior, las novelas de Roth no son especialmente deprimentes. El retrato de esas gentes, esos lugares y esos tiempos es tan fiel y verosímil, que no se hace duro ni áspero al leerlo. Pues eso, con respecto a las gentes, en El peso falso, el protagonista es Anselm Eibenschütz, un funcionario que controla el comercio, en concreto que las medidas y los pesos de los comerciantes no estén falsificados y, por tanto, que no estafen a los clientes; el lugar es especialmente importante, hasta el punto de que es un personaje más del relato: Zlotogrod, una localidad ficticia, frontera entre los entonces Imperio Austro-Húngaro e Imperio Ruso, un lugar perdido en Europa Oriental, camino de ningún sitio y destino sin importancia; los tiempos también son los habituales en Roth: la época previa a la Guerra del 14, cuando esos dos grandes imperios todavía campaban por sus respetos, aunque tenían ya la suerte echada. Con esos mimbres Joseph Roth elabora un relato minucioso y preciosista que muestra la increíble capacidad que tenía este tipo para poner negro sobre blanco las vidas de sus contemporáneos y, tal vez, la suya propia enmascara entre las demás.
 Desgranaré lo anterior: con respecto a los personajes, el principal, Eibenschültz, es característico suyo: alguien perdido en su propio mundo, alguien que, tras un cambio no especialmente importante, ha perdido el rumbo de su vida. El cambio en este caso es dejar de ser militar para acceder a un humilde puesto de funcionario de pesos y medidas en un confín del Imperio. Es fácil ver a Roth tras este personaje, como él, inadaptado, como él, sufriente, como él, alcoholizado... De hecho es en el alcohol en lo que el funcionario decide sumergir su vida, en eso y en los amoríos con una joven gitana hacia la que sólo siente una pasión animal que lo arrastra irremisiblemente. Los otros personajes parecen mejor adaptados al ambiente duro y sin esperanza de Zlotogrod: los gendarmes armados que lo acompañan y que se limitan a cumplir inopinadamente su función; el tabernero, Jadlowker, que tiene su garito poblado con lo peor de un lado y otro de la frontera; Kapturak, traficante de desertores rusos a los que vende una suerte de futuro irrealizable y esperanzas sin fundamento; Euphemia, la chica que arrastra las pasiones de varios hombres y que las satisface inopinadamente; incluso su mujer, Regina, que engaña a su marido y tiene un hijo del escribiente... Todos parecen vivir sus pequeñas vidas sin exigir mucho más, es Eibenschültz el único que no comprende la razón de su existencia, que se va hundiendo lentamente, que asiste anonadado a su propia autodestrucción... Frecuentemente se habla del desarraigo social de Franz Kafka, un judío germanófono en la Praga católica y checo-parlante de entreguerras, pero lo mismo podría decirse de Joseph Roth, también judío y también germanófono nacido en una localidad ucraniana y mayoritariamente ortodoxa, pero también podría decirse del ficticio Eibenschültz, nacido en Bosnia y viviendo en Zlotogrod.
 Con respecto a la localización, Zlotogrod es, como antes decía, la nada. Pero, una nada muy importante. Un fin de un mundo, mejor, un fin de dos mundos, espalda contra espalda, los dos Imperios plenamente europeos que desaparecerán como tales en la Primera Guerra Mundial. Los de Alianza Editorial dicen en la contraportada, tal vez con acierto, que Zlotogrod es un trasunto de Brody, la localidad natal de Roth. Es muy probable que sea correcto, pero en todo caso, la localidad ficticia es punto de partida y de final de la trama de la novela, mientras que Brody fue, para Roth, la localidad natal, el lugar desde el que huir a ciudades más prometedoras e interesantes. Porque es evidente que Joseph Roth, a pesar de haber nacido en un municipio de menos de veinte mil habitantes, era un animal de ciudad, de gran ciudad exactamente. Roth era vienés hasta la médula, aunque separen más de 800 kilómetros esta ciudad de su localidad natal. En todo caso, Zlotogrod es otro personaje más de la novela, con su terrible clima, su pequeño río helado en invierno, su bosque fronterizo...
 Y luego está la localización temporal, otra que el propio autor vivió. Época de cambios: el Imperio Austro-Húngaro, esa gigantesca Criatura de Frankenstein que estallaría en mil pedazos en la guerra; el Imperio Ruso que mutaría social, política y económicamente del zarismo opresor al comunismo subyugante sin solución de continuidad... y sin verdadera solución para sus sufridos ciudadanos. Época de cambios bruscos en la alta política que llevaban a los hombres de a pie a una suerte de muladar de la Historia, a un lugar donde nadie quisiera estar. 

  En el cuadro que pinta Joseph Roth, están reflejados todos los estamentos sociales. Si Zlotogrod es trasunto de Brody, lo es en todas sus dimensiones: ambas son ciudades que parecieran haber "caído mal" en el mapa del mundo, con una población demasiado heterogénea poblada por rusos, ucranianos, polacos, judíos... (Brody es hoy una localidad de poco más de veinte mil almas, perteneciente al oblast de Leópolis, el oeste de Ucrania, que fue brutalmente desprovista de su pluralidad racial, primero con el Holocausto nazi que eliminó a los judíos, después con la expulsión de aquellos habitantes de origen alemán tras la Segunda Guerra Mundial, y más recientemente con la expulsión de todo lo que huela a ruso en el centro y oeste de Ucrania). Se le antoja a uno que son ciudades desgraciadas, con una historia demasiado trágica que parece querer perpetuarse sin que sus habitantes quieran o sean capaces de evitarlo. Tal vez ese componente autodestructivo del territorio se transmite a sus habitantes, tal vez también a Anselm Eibenschütz.
 El peso falso es, en definitiva, una pequeña gran novela, algo a lo que nos tiene acostumbrados Joseph Roth, un autor capaz de sacar un texto perfecto de un conjunto de vidas sin importancia en un lugar perdido del mundo.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Mateo 7: 13-14

  13 Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. 14 ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. 

"Abel Sánchez", de Miguel de Unamuno.

  Después de leer a Walser, Unamuno parece un remanso de paz, incluso con la carga psicológica que siempre tienen los personajes del vasco; al menos no hay reflexiones enfermizas y sin salida. Porque Unamuno, bien es sabido, daba a todas sus obras una orientación reflexiva muy marcada, de los individuos, pero también de la sociedad y sus pecados. Abel Sánchez no es una excepción: la reinterpretación del mito bíblico y del concepto de envidia ya es en sí misma una meditación sobre la naturaleza humana; pero, además, Unamuno le da un enfoque muy español y, aunque no hay referencias temporales exactas, también es evidente la referencia a aquellas primeras décadas del siglo XX que tan dañinas serían para España y para el resto de Europa.
 En efecto, Abel Sánchez, es, claro está, una reinterpretación del mito bíblico de Caín y Abel. Como en el Génesis, Abel agrada a todos (el Dios social) con su obra pictórica, mientras que Joaquín (el Caín moderno) no concita las simpatías de sus allegados; esta situación provoca la envidia de Joaquín Monegro hacia su, por otra parte, amigo del alma, Abel Sánchez, deseando (y provocando, casi accidentalmente, su muerte). El detonante de las envidias no son como en la Biblia la ofrenda a Dios, sino una mujer, Helena; por tanto también es un triángulo amoroso, al menos en un principio, luego, las reflexiones de Joaquín lo llevan a pensar en la envidia como concepto, como motor de vida incluso... y motor de muerte, claro... La trama se complica con más personajes: si Helena es la mujer aparente (la "pava real", la llaman Abel y Joaquín), la belleza superficial y con un punto de maldad; Antonia (que será la mujer de Joaquín) es la mujer madre y esposa arquetípica, toda resignación y comprensión. Con todo, ese personaje maternal (muy habitual, por otro lado en la narrativa unamuniana) no consigue aplacar la envidia que Joaquín siente por el éxito social de Abel. La llegada de dos hijos, uno de cada pareja, Abelín de parte de Abel y Helena, y Joaquinita por Joaquín y Antonia no calma las aguas, pues, por interés de Joaquín, acaban casados (mezclándose así las sangres de los Monegro y los Sánchez), eternizándose el conflicto entre los ya abuelos. Desde una interpretación más superficial y moderna se podría inferir una auténtica enfermedad mental en Joaquín Monegro, incapaz de superar una envidia infantil que nadie entiende y todos ridiculizan, enfermedad mental que lo convertirá en un ser atormentado y desgraciado cuando, en realidad, la vida le sonríe en todos los ámbitos.
 El relato también tiene algo de metaliterario, al menos por las continuas referencias que se hacen al Caín de Lord Byron, que Joaquín lee y relee. Esta obra, recordemos, es otra reinterpretación del mito desde el punto de vista de Caín, es decir, en el relato de Unamuno, de Joaquín. Decía antes que, aunque Unamuno no da muchos puntos de referencia temporales y espaciales, se puede considerar que la obra es hija de su tiempo. Lo es porque en un momento de las disquisiciones sobre la envidia como fuente de dolor y de destrucción para todos pero especialmente para el que la sufre, se hace una explícita referencia a España y su atraso sempiterno en el ámbito de la lectura y la cultura en general cuando se espeta:
 - Sí, hijo, sí, todo sería ponerse a ello, pero cuantas veces lo he pensado y no he llegado a decidirme. ¡Ponerme a escribir un libro... y en España... y sobre Medicina...! No vale la pena. Caería en el vacío...
 Eso, unido a un claro pesimismo social, a la sensación de que las envidias y los rencores malsanos llegarán a provocar un gran desastre son hoy evidente presagio de lo que acontecería poco después; recordemos que la novela fue publicada en 1928, a ocho años del estallido de la Guerra Civil. Esos argumentos, la preocupación por la situación política y social de España y la imposibilidad aparente de reconciliación alguna, están muy presentes en todos los autores de la Generación del 98 y en la obra de Unamuno en concreto. Por todo ello se puede afirmar que Abel Sánchez es, a la vez, una obra coyuntural, pero también atemporal.

martes, 24 de noviembre de 2020

"El bandido", por Robert Walser.

  Ya he comentado anteriormente lo complicado que es leer a Walser, no porque sus temas sean eruditos o complejos sino por la estructura, a veces deslavazada, y, sobre todo, porque sus personajes frecuentemente muestran un grado de autohumillación y pusilanimidad rayanos en la autoaniquilación. Pero claro, esto se combina con un dominio de la lengua extraordinario. Walser es un Miguel Ángel Buonarroti de la narrativa, un Leonardo da Vinci de la prosa, alguien capaz de pergeñar los textos más hermosos con una prosa compleja pero brillante, imaginativa pero gramaticalmente impecable. Por todo esto tengo sentimientos contrapuestos con el autor suizo: cuando me topo con una de sus novelas ansío sumergirme en ese estilo intrincado y minucioso, pero, a la vez, recuerdo haber abandonado con verdadero desaliento Jakob von Gunten, novela claramente autobiográfica (como, aparentemente, todas las de este autor) en la que no es que se roce, es que se penetra ampliamente en la indignidad, tratándose a sí mismo un auténtico despojo desprovisto de la más mínima autoestima. La preponderancia de este sentimiento no es baladí: todos los días se suicidan cientos de personas a lo ancho y largo del mundo, acosados por esa falta de autoestima necesaria para seguir alentando; en el mayor de los casos, sin verdadera justificación (en realidad, nunca está justificada la falta de autoestima), con lo que ahondar en ese pozo sin fondo que es la depresión no sólo es inaceptable sino que cabría pensar que debería impedirse. Sin embargo, también leí de Walser pequeñas maravillas como El paseo o El pequeño zoológico, ambas pequeñas grandes obras que mantienen esa altísima calidad literaria pero que, al carecer de elementos autobiográficos, no entran en esa espiral autodestructora. Estos dos pequeños libros son apuntes a vuelapluma (a vuelapluma de alguien que escribe con una calidad como la gran mayoría escribe, comprueba, reescribe y recomprueba...) tomados durante sus queridos paseos, por la simple contemplación de la belleza natural o humana por parte de un alma sensible. Una verdadera delicia. Bueno, pues, para bien o para mal, me decidí por la lectura de otra novela de Walser, ésta:
  ¿Y en qué grupo de anteriores se encontraría El bandido? Pues, probablemente, en una categoría intermedia: es clarísimamente autobiográfica, pero, aunque en algunos casos, como luego citaré, llega a ser dañina para el propio personaje, no es tan autolesiva como las principales, y mantiene un cierto tono optimista que ha sido maravilloso encontrar en Walser.
 Parece ser que esta novela fue escrita, como tantas por el autor suizo, sin afán alguno de publicarla, lo cual, tal vez, permitiera mayor libertad creativa. Lo cierto es que los estudiosos de Walser lo incluyen en eso que llamaron "microgramas", es decir, centenares de hojas escritas a lápiz, con una letra minúscula, plagada de abreviaturas y vocablos absolutamente  ininteligibles. Estos microgramas han sido estudiados desde una doble vertiente: la meramente literaria y la psiquiátrica. Porque, es algo de todos conocido, el propio Walser tenía serias preocupaciones por su salud mental, hasta el punto de que pasó sus últimas décadas de vida internado en un sanatorio psiquiátrico, en el que ingresó por petición propia. El bandido es un ejemplo claro de comportamiento de lo que algún especialista no dudaría en incluir dentro de conducta esquizofrénica: creación de varios personajes, todos ellos álter ego del propio autor, que desarrollan su personalidad de una forma psicótica; comportamientos autolesivos y de desprecio de sí mismo (mucho más frecuente, ya lo dije, en novelas como Jakob von Gunten); descripción de voces y diálogos interiores que abruman al individuo; hablar de sí mismo en tercera persona... En realidad todos estos son síntomas que los psiquiatras engloban dentro del entorno esquizofrénico, pero que, no nos engañemos, son muy frecuentes entre muchos escritores, probablemente una profesión que, por el exceso de trabajo intelectual, tiene una cierta propensión a la enfermedad mental.

 Sea como fuere, me ha costado mucho menos leer esta novela de Walser. Sí, ha habido momentos que he estado apunto de dejarlo, pero, en todo caso, los vicios de la prosa del suizo estaban menos acentuadas en ella que en otras novela. Además, Robert Walser es un genio en la creación de frases impactantes, verdaderas perlas de sabiduría popular que uno lee, asombrado de tanta clarividencia en unas pocas palabras. Dejaré algunas aquí transcritas con la recomendación final de ir a la fuente original, al autor, a su novela, para disfrutar verdaderamente de ellas.
  Nos fastidiamos los unos a los otros porque siempre hay algo que nos tiene fastidiados. Nos vengamos menos por maldad que a causa de algún mal, y estamos hechos de tal pasta que nadie de nosotros está libre de ningún mal.
  A menudo la arrogancia es nuestro último refugio, aunque es un refugio al que no deberíamos huir. Tendríamos que salir de nuestra arrogancia, que no es más que una jaula, y hablar con los más modestos y así redimirnos.
  Los escritores suelen hacer gala de un reverente desprecio por sus editores, de una mezcla de sentimientos que es reconocida en todas partes.
  Los tímidos se esconden con suma facilidad detrás de la impertinencia. Si uno molesta a estas naturalezas apacibles en sus sueños, en sus caprichos, responden con cualquier insolencia.
  No todos los hombres han sido llamados a ser útiles. Tú eres una excepción.

jueves, 19 de noviembre de 2020

"El zorro en el ático", por Richard Hughes.

  Había leído cosas interesantes sobre este tal Hughes: obra escasa pero selecta, argumentos enraizados en lo histórico pero de pura ficción, temas que incitan a la reflexión... Así que tomé una de las novelas que encontré en la biblioteca local, ésta:
 La novela está estructurada en tres libros que tienen continuidad (de hecho, no hay cambios argumentales entre ellos, parece más una división estética que otra cosa). En el primero (Polly y Nelly) se presenta al protagonista, Augustine, al que los críticos literarios consideran trasunto del autor, pues es un aristócrata inglés que lleva una vida anodina en la campiña de su país, alejado de su sociedad, una sociedad llena de arcaísmos, prejuiciosa e inútil. El tal Augustine abomina de su sociedad, se siente (y es sentido como) extraño, por lo que decide viajar a Baviera donde tiene parientes. Parece ser que Richard Hughes fue algo parecido: un aristócrata venido a menos que nunca encajó bien en su anacrónico mundo. El segundo libro (El cuervo blanco) es, sin duda, el más histórico de los tres, pues entrelaza la vida del inglés en Alemania con el famoso Putsch de Munich en el que Hitler se dio a conocer, al menos a los alemanes, y que, en realidad, fue un sonoro fracaso. En este segundo libro se muestra una sociedad alemana más moderna que la inglesa, en la que las prebendas aristocráticas (la familia alemana de Augustine es también aristocrática en el país centroeuropeo) han quedado olvidadas, que los nobles se implican como cualquier otro ciudadano en la tarea de reconstruir o redirigir el país (en el libro primero se había hecho especial énfasis en mostrar a la nobleza inglesa como un grupo de opulentos ricachones sin interés por los aspectos mundanos). Se hace un retrato parcial de Adolf Hitler que lo presenta como un aspirante mediocre a gobernante, alguien lleno de dudas que trata de caminar entre dos aguas para sobrevivir a todos los posibles avatares que la cambiante política alemana de la época pudiera traer. Entre los familiares alemanes del inglés se encuentran tipos diversos: Otto, el tío y patriarca, militar de la vieja escuela y partidario de la secesión de Baviera; Franz, sobrino del anterior, que cae bajo el influjo de una Alemania nueva y brillante que vendía el nacionalsocialismo; o Mitzi, hermana de Franz, una joven que queda súbitamente ciega (desprendimiento de retina), de la cual se enamora perdidamente el inglés, aunque ésta apenas sabe de su existencia. Por último, en el tercer libro (El zorro en el ático) se narra el desenlace del Putsch, la estoica aceptación de la ceguera por parte de Mitzi y su acercamiento progresivo a la religión, así como algunos argumentos secundarios (en mi opinión, un poco a desmano) de la familia inglesa del protagonista.
 ¿Y qué me ha parecido? Bueno, desde el punto de vista formal no hay queja alguna. Está bien narrado, con una prosa moderna, es decir, de lectura rápida, con pocas frases subordinadas y escasa adjetivación, pero que no cae en el simplismo, capaz de simultanear la narración de dos o más ámbitos distintos sin que el lector pierda el hilo en ningún momento. Con todo, al principio de cada uno de los libros hay un párrafo de mayor o menor longitud que trata de presentar lo que va a contar a continuación de una forma un tanto pretenciosa, como si el autor hubiera rebuscado en exceso las palabras, dejando una sensación de texto afectado, impostado. ¿Y en el plano argumental? Con respecto a los argumentos, creo que son interesantes, están bien pergeñados los ficticios y bien engranados con éstos los históricos, pero no dejo de tener un sabor agridulce al terminar de leerlo. Hay muchos altibajos de calidad en la novela. Ya decía antes, esos párrafos iniciales, demasiado pretenciosos, se alternan con capítulos que parecen claramente de relleno, sin mordiente ni verdadera justificación de su existencia. En conjunto, parece una obra muy pensada... demasiado pensada, tal vez. El autor ha trabajado en exceso el texto, pero no con resultado positivo, ha quedado algo demasiado artificial. Se ve calidad evidente, pero no acaba de convencer, una pena.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Inciso cinematográfico: "Dark Passage", dirigida en 1947 por Delmer Daves.

  Hay parejas cinematográficas que exceden los platós para convertirse en parejas en la vida real, ya se sabe. Humphrey Bogart y Lauren Bacall es una de las más reconocidas parejas fuera y dentro del celuloide; su química personal daba a las películas un extra, especialmente cuando había tensión sexual entre ambos. Aparentemente, no importaba que el bueno de Humphrey doblara en edad a Lauren (se casaron con 46 y 21 respectivamente) o la evidente diferencia de estilo personal (de tipo duro, él; de "mujer-pantera", ella). Pues eso, cuando rodaron Dark Passage llevaban dos años de feliz matrimonio que fructificaría con dos retoños y varias películas, algunas de ellas memorable. Memorable es ésta, hasta cierto punto. Es una de esas cintas que, redescubiertas en los repositorios de internet, despiertan inmediatamente la atención de uno: por los actores, dos genios; por el tema, relativamente frecuente pero interesante; y, sobre todo, por el planteamiento inicial. El argumento principal: Bogart, preso en San Quintín, se enfrenta a la pena de muerte por el asesinato de su mujer; él, inocente, huye a San Francisco y es recogido cual cachorro perdido por una joven intrigante, hermosa y con un punto de arrogancia (la Bacall) con la finalidad de demostrar su inocencia; ante la caza al hombre instaurada en toda California, el fugitivo se opera la cara para ser irreconocible. Bueno, el argumento no es nada del otro mundo, pero sí la técnica cinematográfica, al menos para 1947. Para evitar tener que andar con maquillajes raros, la primera parte de la película, hasta la cirugía estética, está rodada desde el punto de vista subjetivo de Bogart, sólo se ve lo que él ve además de sus propias manos; ya después de la operación aparece el rostro con rictus de madera del bueno de Humphrey.
Imagen tomada del sitio www.filmaffinity.com
 Ya digo, muy innovadora técnica para 1947; de las primeras veces que se rompe de forma imaginativa la llamada "cuarta pared", el plano que ocupa la cámara. Así, la propia Bacall y otros actores miran a cámara cuando hablan con el Bogart "pre-operación", con una frescura que se agradece. Por supuesto, después de la cirugía estética y, por tanto, de la aparición del protagonista, todo vuelve a la normalidad y respetan la cuarta pared.
 Ese planteamiento, tan nuevo para la época, da caché a la película por sí solo. Luego hay que sumar a los actores, la fotografía y demás. Con todo, en mi opinión no es una gran película. Le falta mordiente, a medida que va avanzando la trama (sobre todo a partir de la operación) se hace previsible, le faltan giros argumentales o, al menos, algo de suspense. Si el guión estuviese más trabajado y consiguiera mantener en vilo al espectador tal vez estuviéramos hablando de una de las mejores películas de la era dorada del cine americano.
 Con respecto a los actores, están muy en su salsa, quiero decir, los papeles que los encasillaron y antes apuntaba, el tipo duro y la mujer-pantera, con lo cual son verosímiles, en realidad no había muchos más actores que lo pudieran hacer como ellos.

Imagen tomada del sitio www.oviedo.es
  La fotografía también juega su papel, con un deambular por las calles de San Francisco que convierte a la ciudad californiana en otro actor más, con esa combinación de calles imposiblemente empinadas, tranvías arcaicos y atractivos edificios art decó que no son tan frecuentes en el cine de Hollywood, más acostumbrado a mostrar la anodina Los Ángeles o la opresiva Nueva York.