sábado, 2 de septiembre de 2017

"La máquina del tiempo y otros relatos", por H. G. Wells.

 No tengo duda alguna de que la literatura que más me llena en los últimos años es la mal llamada "literatura victoriana", especialmente relatos de temática fantástica. Porque fue en aquel prolífico periodo (siglo XIX y principio del XX) cuando el todavía Imperio Británico generó una pléyade de escritores de una calidad no alcanzada todavía. Herbert George Wells no puede ser, en puridad, considerado un escritor victoriano, toda vez que la mayor parte de su obra fue escrita en el siglo XX, ya fallecida dicha monarca y entrado Reino Unido en un decaimiento político y social en el que todavía hoy siguen ahondando; en todo caso, la prosa de Dickens, las hermanas Brönte, George Eliot, Thomas Hardy o Henry James dejaron una impronta indeleble en la de Wells, con las modificaciones lógicas del paso de varias décadas. Por otra parte, el gusto por lo fantástico se inicia en el Romanticismo literario (nombre correcto para la literatura victoriana) y fueron los anteriormente citados los que comenzaron una extraordinaria tradición que se mantiene en la narrativa anglosajona hasta nuestros días.
 De hecho, Wells pasó a la historia por un excelente puñado de relatos fantásticos entre los que se encuentra La máquina del tiempo; otros son La isla del Dr. Moreau, El hombre invisible o La guerra de los mundos
 Tal vez me guste tanto este estilo porque se aúnan la calidad literaria más preciosista (descripciones cuidadas, léxico amplio, alejamiento de la prosa facilona y periodística) con temas que enganchan y entusiasman. Es, probablemente, la lectura ideal para la primera juventud, cuando se forja definitivamente un lector. Wells, junto con Verne, Kipling, Conrad, Stevenson y otros tantos escritores de lo que en mi época llamábamos "libros de aventuras" fueron los que me han facilitado la supervivencia en un mundo que es mucho más sórdido y vulgar de los que se pueden leer en sus obras. 
 No es sorprendente que los relatos de Wells hayan sido llevadas al cine con mayor o menor éxito. La máquina del tiempo también fue adaptada, aunque con notables modificaciones, tales que apenas se reconoce en la adaptación de 1979 que fue titulada "Time after Time".
  En el relato de Wells, tras la llegada a un futuro lejano, el Planeta Tierra está dominado por dos formas de vida totalmente opuestas derivadas de los humanos: los eloi, seres que viven en la superficie, son vegetarianos y aparentemente estúpidos; y los morlock, que viven en las profundidades, son carnívoros y agresivos. El protagonista explica su teoría según la cual los eloi derivan de las clases aristocráticas de la sociedad humana y los morlock del proletariado. Es, por tanto, una fantasía con carácter social y filosófico, pues denuncia la brutal sociedad de su época en la que la divergencia social era tan marcada que difícilmente podía hablarse de una sola sociedad. Esto, según algunos, explica el posicionamiento ideológico de Wells que buscaba en el comunismo la superación de toda animalidad humana.

sábado, 19 de agosto de 2017

"Machado" por Julio Llamazares (cuando la política lo mancha todo...), extraído de El País del 19 de agosto de 2017.

 El artículo 155 de la Constitución Española es Machado. Cuando alguien se atreve a decir que Machado, el exilado de todas las patrias que yace en Collioure, donde falleció, arropado por la bandera francesa, era españolista (y anticatalán de paso) es cuando el Gobierno español debe intervenir e inhabilitar al que lo ha afirmado no porque sea independentista sino por imbécil. Porque un imbécil no puede ostentar ningún cargo público, ni siquiera el de historiador de guardia de un Ayuntamiento.
 Se empieza asesinando a ancianos y se termina por no ir a los oficios religiosos, proclamó el inglés Thomas de Quincey refiriéndose a la estupidez humana, y uno piensa en cuánta razón tenía viendo las consecuencias de una política de demonización de lo opuesto que ya había comprobado hace unos años cuando en San Sebastián se propuso quitarle a Cervantes la plaza que tiene en la ciudad por lo mismo por lo que ahora se sugiere que se le quite su calle a Machado en Sabadell: por españolista. Y aún es peor lo de Goya o de Quevedo, a los que, además de españoles, se les tacha de “franquistas”. Puestos a descalificar, se les podría acusar de participar en el fusilamiento del presidente Companys, puesto que al parecer vale todo ya.
 En el verano de 2015 recorrí parte de Cataluña siguiendo los pasos en la ficción de Don Quijote camino de Barcelona, inspirados en los del propio Cervantes, que en varias ocasiones visitó la Ciudad Condal en sus viajes al Mediterráneo. Aparte de un total desconocimiento de ello por parte de los catalanes con los que hablé, percibí en muchos de ellos cierta reticencia hacia el escritor y su personaje, tenidos por españoles, no sé si también por españolistas (supongo que como yo). Una persona llegó a decirme: “Aquí somos más de Tirant lo Blanc”, mostrándome así su distanciamiento de un escritor que curiosamente fue el principal difusor de un libro cuyo protagonista, por cierto, nunca pisó Cataluña. Que Cervantes dedicara a Barcelona los mayores elogios a una ciudad que se le conocen (“Flor de las bellas ciudades del mundo, albergue de los extranjeros, patria de los valientes…”) no le salva de ser español y anticatalanista y quién sabe si franquista también. Lo del pobre Machado, no obstante, supera todas las expectativas. Que alguien sugiera solo quitarle la calle que tiene en Sabadell solo se justificaría si, a cambio, se sustituye por otra a Thomas de Quincey con sus palabras llenas de sabiduría: “Una vez que uno comienza a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento”.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Inciso cinematográfico: "The Ottoman Lieutenant", dirigida por Joseph Ruben.

 Llamaba el director Fernando Trueba a una premiada cinta sobre la Guerra de Irak una "peliculita de tiros"... probablemente quería decir que aquellas películas bélicas que no son evidentemente antibelicistas solo sirven como eso, como "peliculitas de tiros". Eso es, me temo, lo máximo que se puede decir de El teniente otomano.
Imagen tomada del sitio metacritic.com
  No quiero ser injusto: la película está rodada hasta con cierto preciosismo. La dirección de fotografía es espectacular, aprovechando las bellezas naturales de Anatolia. El reparto es aceptable, destacando, aunque sea un secundario, el impagable Ben Kingsley; los otros (Michiel Huisman, Josh Hartnett y Hera Hilmar) están aceptables. Pero lo reprobable es el argumento: está ambientada en los albores de la Primera Guerra Mundial (en un evidente error de asesoramiento así la llaman aunque, obviamente, fue conocida como Gran Guerra hasta que llegara la Segunda, -difícilmente la iban a llamar Primera si no había habido más-); pero eso (y otros pequeños fallos como la belleza del teniente turco, que no usa gorro militar alguno para que no le estropee su hermoso peinado) es lo de menos, la película es una coproducción turco-americana y con eso está todo dicho. La visión proturca es tan marcada que parece una caricatura: los armenios (que como ya se sabe fueron masacrados por los otomanos en uno de los primeros genocidios del nefasto siglo XX) son representados como meros terroristas y ladrones de ganado; los rusos como simples borrachos pendencieros; y, por supuesto, los turcos como civilizados hombres de honor. Todas las masacres de armenios son justificadas como las consecuencias de la guerra, como si la guerra fuera algo inevitable de lo que nadie tiene culpa, algo así como un huracán o un terremoto.
 Al margen de ese argumento, también está el aparentemente imposible romance entre una adinerada señorita americana y un rudo pero elegante militar turco. Es lo de menos, esta sí que es una verdadera "peliculita de tiros" para la gloria de Erdogan, sus secuaces y su reinterpretación de la historia.

miércoles, 9 de agosto de 2017

"Beatus ille...", Horacio.


Beatus ille qui procul negotiis,
ut prisca gens mortalium
paterna rura bobus exercet suis,
solutus omni faenore,
neque excitatur classico miles truci
neque horret iratum mare,
forumque vitat et superba civium
potentiorum limina.


 Dichoso aquél que lejos de los negocios,
como la antigua raza de los hombres,
dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con sus propios bueyes,
libre de toda deuda,
y no se despierta, como el soldado, al oír la sanguinaria trompeta de guerra,
ni se asusta ante las iras del mar,
manteniéndose lejos del foro y de los umbrales soberbios
de los ciudadanos poderosos.

Horacio. Epodos 2,1.

viernes, 4 de agosto de 2017

"Colorado Kid", por Stephen King (o la destructiva exigencia editorial).

 Casi todos los escritores honestos (aunque tal vez tiene más de suicida que de honesto hacerlo) han criticado más de una vez la voracidad del mundo editorial que exige al autor una producción fija semejante a la de una fábrica en serie, cuando la creatividad literaria no se rige por estos parámetros economicistas. Esto es, en mi opinión, lo que explica la bajísima calidad de Colorado Kid, de Stephen King.
  Que King es uno de los mejores escritores vivos de terror y suspense no lo niega nadie; tampoco que muchas de sus novelas son ya verdaderos clásicos del género. Pero ésta en concreto es francamente pésima. Da la impresión de que ni siquiera es una novela, sino una historia abortada por el escritor que hubiera tenido que ser reconvertida para ser publicada por exigencias de su editorial... ya se sabe: cuando un escritor vende y genera tan pingües beneficios como King todo es publicable, aunque sea bazofia. Esta tiranía es especialmente cruel con escritores tan talentosos y prolíficos como el de Maine por cuanto daña su excelente reputación creativa.
  De lo mejor de Stephen King (algo muy caro a los lectores de novelas de terror y suspense) es la capacidad de generar finales sorprendentes con giros argumentales insospechados, y de eso es precisamente de lo que carece esta novela, de un buen final... en realidad por no tener no tiene ni final propiamente dicho. En fin, como antes dije, más que una novela un aborto desechado.

"El arca inmóvil", por Gerald Durrell.

 Últimamente leo narrativa principalmente, un poco de poesía y poco más. Sin embargo hay algunas formas de ensayo que no suelen ser tan sesudos ni técnicos, sino de ámbito divulgativo. De entre ellos está la de un zoólogo británico de gran fama en su tierra aunque es menos conocido aquí: Gerald Durrell.
  No llamaría literatura estrictamente a esto. Son las vivencias personales y profesionales de un tipo que tiene, eso sí, una frescura y un sentido del humor que hacen muy amena su lectura, al menos para todos aquellos que disfrutamos con la compañía de animales. Con anterioridad había leído otro de sus pequeños ensayos así como su Guía del naturalista, todo narrado con ese entretenido estilo propio.
  En este pequeño volumen narra sus aventuras y desventuras con la puesta en marcha del Zoo de Jersey que él fundara hacia 1959, así como sus personales ideas sobre el funcionamiento de un zoológico, su modernización y justificación.

miércoles, 26 de julio de 2017

"La habitación de la torre, 13 relatos de fantasmas", de E.F. Bennson.

 Continúo con el catálogo de Valdemar. Van a tener que nombrarme "lector honorífico", si es que tal distinción existiera... Lo cierto es que los lectores que gustamos de aquellos relatos fantásticos o con temas que giran hacia lo extraordinario o anormal tenemos una deuda con esa editorial, porque han sacado en unas condiciones muy dignas (de formato y presentación, pero sobre todo de traducción) obras "menores" de autores fundamentales de la literatura romántica (principalmente anglosajones, lo que muchos llaman "literatura victoriana") como Dickens, Wells, Stevenson, Conan Doye, las hermanas Brönte... que era francamente difícil encontrar en nuestra lengua. Ya se sabe que la literatura romántica, anglosajona o no, tenía un gusto por lo oculto y sobrenatural, pero las obras principales acabaron despuntando por el realismo, con lo cual esas supuestas "obras menores" (de las cuales, la casi totalidad están a años luz, por encima, claro, de lo que se publica como grandes éxitos hoy en día) habían quedado marginadas.
  Edward Frederic Benson no era uno de los grandes. Sin embargo, su prosa coincide con ellos en la sofisticación en las descripciones, la notable adjetivación y la originalidad argumental. En inglés sus relatos estuvieron siempre disponibles con reediciones frecuentes, pero en castellano habían caído en el olvido. Gracias, por tanto, a la editorial Valdemar podemos disfrutar de ellos.
 Parece ser que el tal Benson fue uno de los beneficiados de aquella brutalmente desigual sociedad victoriana. No en vano era hijo del arzobispo de Canterbury (el más alto rango eclesiástico de la Iglesia de Inglaterra, sin contar con la reina que sigue siendo "cabeza de la iglesia"), vaya, algo como la vieja expresión popular española para alguien con la inmensa fortuna de ser "hijo de obispo", por lo inusual y destacado de la situación. Tal vez la vida regalada que llevó le inhabilitó para tener la sensibilidad social que otros como Charles Dickens tuvieron hacia los más desfavorecidos.
  Al margen de orígenes sociales, Benson es un extraordinario escritor de relatos fantásticos. Valdemar subtitula el tomo como "13 relatos de fantasmas", lo cual no es totalmente apropiado. Los relatos son típicamente victorianos también en el tema, es decir, no es fácil clasificarlos, pues algunos gustan de apariciones fantasmagóricas, otros de relaciones con el diablo, otros de pesadillas terroríficas, otros de fenómenos extraños e inexplicables, pero todos tienen en común lo fantástico y anormal. Esto quiere decir que los relatos pueden deleitar tanto al que busca lo verdaderamente imaginario e irreal como al que busca una historia bien pergeñada y con prosa cuidada; yo, por supuesto, pertenezco a las dos categorías.

domingo, 23 de julio de 2017

"Mangas cortadas" de Javier Marías, publicado en El País del 23 de julio de 2017.

 Leo en el Times que la máxima preocupación de los estudiantes de Oxford en los exámenes finales se centra en la toga tradicional de esa Universidad. Lo preceptivo es que la mayoría de los alumnos vistan una sin mangas o con unas cortas que no les cubran los codos (no estoy seguro). Sin embargo, los pocos que se hayan ganado becas o se hayan distinguido en los exámenes del curso anterior tienen derecho a presentarse a los nuevos con togas de mangas largas. Quienes protestan por esta diferenciación arguyen que les resulta “estresante” el “recordatorio visual” de que hubo otros que sacaron mejores notas, y que se ponen “nerviosos” al ver así manifestada su “inferioridad académica”. Consideran la permisión de las mangas largas algo “jerárquico” y “elitista”, que “entra en conflicto con los ideales de igualdad”. Por supuesto, no les sirve de acicate para ganárselas este año, sino que piden que se les prohíban a quienes se hayan hecho acreedores de ellas. A éstos, claro, no les hace gracia perderlas por decreto tras haberlas conseguido con esfuerzo. En octubre el sindicato de estudiantes tomará una decisión. Una antigua alumna se ha atrevido a señalar: “Por si lo han olvidado, Oxford es una institución académica, que reconoce la excelencia académica. Todo el mundo es igual antes de un examen, pero no después”.
 Más allá de la pintoresca anécdota, esta cuestión de las togas es sintomática de los actuales y contradictorios tiempos. Recordarán que hace pocos años sufrimos hasta lo indecible aquella máxima estúpida de “Todas las opiniones son respetables”, cuando salta a la vista que no lo es que los judíos deban ser exterminados, por poner un ejemplo extremo. Lo deseable, en principio, es que todas las opiniones puedan expresarse, incluso las abominables. Lo inexplicable es que en poco tiempo hayamos ­pasado de eso a juzgar intolerable cualquier opinión contraria a la nuestra, a la vez que sí resultan tolerables, y hasta dignos de encomio, los insultos más brutales contra quienes emiten esas opiniones que nos desagradan. Bajo pretextos diversos (“discriminación”, “falta de igualdad”, “jerarquización”), muchas personas que someten su trabajo a la consideración pública han decidido “blindarse” contra las críticas y los juicios. Si un estudiante va a la Universidad, sabe de antemano que, si no se aplica, otros sacarán mejores notas, y conviene que se vaya acostumbrando a la competitividad del mundo. Igualmente, si alguien elige ser escritor, o periodista, o actor, o director de teatro o de cine, o pianista, o cantante, o político y desempeñar un cargo, sabe o debería saber que su quehacer será enjuiciado, y le tocaría asumir que, ante las críticas o los denuestos, no le cabe sino encajarlos y callar. Cualquiera puede opinar lo que se le antoje sobre nuestras novelas, poemas, películ­as, canciones, programas de televisión, montajes teatrales, gestiones políticas y demás. Ante la reprobación no nos corresponde quejarnos ni replicar. (Otra cosa es cuando los críticos no se limitan a nuestras obras, sino que entran en lo personal o falsean lo que hemos dicho, o nos difaman: ahí sí es lícita la intervención.)
 Pues bien, de la misma forma que hay estudiantes universitarios —ojo, no párvulos— que consideran una “microagresión” que el profesor les devuelva sus deberes o exámenes corregidos —sobre todo si es en rojo—, cada vez abundan más los artistas y políticos a los que parece inadmisible que se juzguen sus obras y sus desempeños. ¿Quién es nadie para opinar?, aducen. ¿Quién es nadie para asegurar que esto es mejor que aquello, que tal novela es buena y tal otra mediocre? Es más, ¿quién es nadie para decir que algo le gusta o le desagrada (justo en una época en que demasiados individuos son incapaces de articular más opinión que un like)? Hace unas semanas escribí educadamente (tanto que mi frase empezaba con “Quizá yo sea el equivocado …”) que me resultaba imposible suscribir la grandeza de una escritora. Según me cuentan (nunca me asomo a un ordenador ni a las redes), algo tan subjetivo y leve desató furias. Me he enterado poco, ya digo. Pero un señor cuya carta se publicó en EPS me basta como muestra (un señor que se definía como “nosotros, el pueblo”, nada menos). Decía que “no podía estar de acuerdo” conmigo. Uno se pregunta: ¿en qué? ¿En que me resulte imposible suscribir lo mencionado? Si yo hubiera soltado un juicio de valor, como “Es mala”, pase el desacuerdo. Pero no fue así. Meses atrás dije también que cierto tipo de teatro, “para mí no, gracias”, y media profesión teatral montó en cólera, incluidos los monologuistas palmeros. Aquí algo no cuadra. Se ha sabido siempre que quien aspira al aplauso se expone al abucheo, y el que se examina a ser suspendido. Parece que ahora se exige el aplauso incondicional o, si no lo hay, el silencio; y las mangas largas o cortas para todo el mundo. Demasiada gente quiere blindarse y no asumir ningún riesgo. Para eso lo mejor es no salir a escena ni pisar un aula. Vaya (ustedes perdonen), creo yo.

sábado, 22 de julio de 2017

miércoles, 19 de julio de 2017

"I am a Man of Constant Sorrow", The Soggy Bottom Boys.

(In constant sorrow through his days)
I am a man of constant sorrow
I've seen trouble all my day.
I bid farewell to old Kentucky
The place where I was born and raised.
(The place where he was born and raised)
 
For six long years I've been in trouble
No pleasures here on earth I found
For in this world I'm bound to ramble
I have no friends to help me now.
[chorus] He has no friends to help him now 
 
It's fare thee well my old lover
I never expect to see you again
For I'm bound to ride that northern railroad
Perhaps I'll die upon this train.
[chorus] Perhaps he'll die upon this train. 
 
You can bury me in some deep valley
For many years where I may lay
Then you may learn to love another
While I am sleeping in my grave.
[chorus] While he is sleeping in his grave. 
 
Maybe your friends think I'm just a stranger
My face you'll never see no more.
But there is one promise that is given
I'll meet you on God's golden shore.
[chorus] He'll meet you on God's golden shore.