Leo en el Times que la máxima preocupación de los estudiantes
de Oxford en los exámenes finales se centra en la toga tradicional de
esa Universidad. Lo preceptivo es que la mayoría de los alumnos vistan
una sin mangas o con unas cortas que no les cubran los codos (no estoy
seguro). Sin embargo, los pocos que se hayan ganado becas o se hayan
distinguido en los exámenes del curso anterior tienen derecho a
presentarse a los nuevos con togas de mangas largas. Quienes protestan
por esta diferenciación arguyen que les resulta “estresante” el
“recordatorio visual” de que hubo otros que sacaron mejores notas, y que
se ponen “nerviosos” al ver así manifestada su “inferioridad
académica”. Consideran la permisión de las mangas largas algo
“jerárquico” y “elitista”, que “entra en conflicto con los ideales de
igualdad”. Por supuesto, no les sirve de acicate para ganárselas este
año, sino que piden que se les prohíban a quienes se hayan hecho
acreedores de ellas. A éstos, claro, no les hace gracia perderlas por
decreto tras haberlas conseguido con esfuerzo. En octubre el sindicato
de estudiantes tomará una decisión. Una antigua alumna se ha atrevido a
señalar: “Por si lo han olvidado, Oxford es una institución académica,
que reconoce la excelencia académica. Todo el mundo es igual antes de un
examen, pero no después”.
Más allá de la pintoresca anécdota, esta cuestión de las togas es
sintomática de los actuales y contradictorios tiempos. Recordarán que
hace pocos años sufrimos hasta lo indecible aquella máxima estúpida de
“Todas las opiniones son respetables”, cuando salta a la vista que no lo
es que los judíos deban ser exterminados, por poner un ejemplo extremo.
Lo deseable, en principio, es que todas las opiniones puedan
expresarse, incluso las abominables. Lo inexplicable es que en poco
tiempo hayamos pasado de eso a juzgar intolerable cualquier opinión
contraria a la nuestra, a la vez que sí resultan tolerables, y hasta
dignos de encomio, los insultos más brutales contra quienes emiten esas
opiniones que nos desagradan. Bajo pretextos diversos (“discriminación”,
“falta de igualdad”, “jerarquización”), muchas personas que someten su
trabajo a la consideración pública han decidido “blindarse” contra las
críticas y los juicios. Si un estudiante va a la Universidad, sabe de
antemano que, si no se aplica, otros sacarán mejores notas, y conviene
que se vaya acostumbrando a la competitividad del mundo. Igualmente, si
alguien elige ser escritor, o periodista, o actor, o director de teatro o
de cine, o pianista, o cantante, o político y desempeñar un cargo, sabe
o debería saber que su quehacer será enjuiciado, y le tocaría asumir
que, ante las críticas o los denuestos, no le cabe sino encajarlos y
callar. Cualquiera puede opinar lo que se le antoje sobre nuestras
novelas, poemas, películas, canciones, programas de televisión,
montajes teatrales, gestiones políticas y demás. Ante la reprobación no
nos corresponde quejarnos ni replicar. (Otra cosa es cuando los críticos
no se limitan a nuestras obras, sino que entran en lo personal o
falsean lo que hemos dicho, o nos difaman: ahí sí es lícita la
intervención.)
Pues bien, de la misma forma que hay estudiantes universitarios —ojo,
no párvulos— que consideran una “microagresión” que el profesor les
devuelva sus deberes o exámenes corregidos —sobre todo si es en rojo—,
cada vez abundan más los artistas y políticos a los que parece
inadmisible que se juzguen sus obras y sus desempeños. ¿Quién es nadie
para opinar?, aducen. ¿Quién es nadie para asegurar que esto es mejor
que aquello, que tal novela es buena y tal otra mediocre? Es más, ¿quién
es nadie para decir que algo le gusta o le desagrada (justo en una
época en que demasiados individuos son incapaces de articular más
opinión que un like)? Hace unas semanas escribí
educadamente (tanto que mi frase empezaba con “Quizá yo sea el
equivocado …”) que me resultaba imposible suscribir la grandeza de una
escritora. Según me cuentan (nunca me asomo a un ordenador ni a las
redes), algo tan subjetivo y leve desató furias. Me he enterado poco, ya
digo. Pero un señor cuya carta se publicó en EPS me basta como muestra
(un señor que se definía como “nosotros, el pueblo”, nada menos). Decía
que “no podía estar de acuerdo” conmigo. Uno se pregunta: ¿en qué? ¿En
que me resulte imposible suscribir lo mencionado? Si yo hubiera
soltado un juicio de valor, como “Es mala”, pase el desacuerdo. Pero no
fue así. Meses atrás dije también que cierto tipo de teatro, “para mí
no, gracias”, y media profesión teatral montó en cólera, incluidos los
monologuistas palmeros. Aquí algo no cuadra. Se ha sabido siempre que
quien aspira al aplauso se expone al abucheo, y el que se examina a ser
suspendido. Parece que ahora se exige el aplauso incondicional o, si no
lo hay, el silencio; y las mangas largas o cortas para todo el mundo.
Demasiada gente quiere blindarse y no asumir ningún riesgo. Para eso lo
mejor es no salir a escena ni pisar un aula. Vaya (ustedes perdonen),
creo yo.
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