martes, 18 de diciembre de 2018

"El jugador", de Dostoyevski.

 Una novela breve (una novelette) para el grosor de las obras del buen Dosto; apenas 230 páginas de análisis psicológico de jugadores empedernidos que emponzoñan sus almas en la ficticia ciudad balneario y de ocio de "Roulettenburg" (el propio nombre ya es una burla a esas pequeñas ciudades que aparecieron como setas en la Europa Central de la segunda mitad del XIX), entre ellos Aleksei Ivanovich, evidente álter ego de Fiódor Mihajlovič. Igual que éste, aquél se debate entre un amor apasionado (y, en general, la persecución de todo aquello joven con faldas) y una ludopatía rampante.
 Hay elementos comunes a otras obras de Dosto: la prosa enrevesada que, a veces, da la impresión de perder el hilo al empezar un argumento demasiado profusamente; la alucinante capacidad de descripción psicológica de los personajes (¡nadie como Dosto!);  o la muestra de la degeneración moral más evidente pero sin hacer burla de ella, mostrándola como disecciona el cadáver un forense. Cuenta la leyenda que escribió esta novela breve en menos de un mes, más bien, dictó la novela a su secretaria, la cual se convertiría en su segunda esposa, bajo la amenaza de su editor de quedarse en propiedad con todo lo que escribiera posteriormente (¡ah, la figura del editor, siempre tan malinterpretada!). 
 Al margen del carácter autobiográfico de El jugador, también está presente la sempiterna crítica de Dostoyevski a la sociedad rusa, siempre tan prepotente, tan arrogante y a la vez arruinada y sumisa si puede conseguir un simple kopek que jugarse en la ruleta. Aquí la figura que sirve de arquetipo de esa Rusia del quiero y no puedo es el General Zagorianski, gran derrochador en tiempos de abundancia para luego vivir de la caridad, todo ello sin perder la soberbia de su rango y raza.
 Pero como antes decía, lo mejor es la descripción psicológica de los personajes, capaz de hacer un fresco del alma del ruso emigrado que no encuentra su lugar en una Europa demasiado diferente; el retrato es a veces bravo, a veces ridículo, pero siempre atormentado,  probablemente como fue la vida del autor.

"Perdido entre libros y monstruos"

 "Perdido entre libros y monstruos", así me siento. Los libros me acompañan voluntariamente, pues yo los elegí y los elijo; pero los monstruos, algunos en mi cabeza, otros reales, me acompañan a mi pesar. Me crie entre monstruos... me criaron monstruos... lucho cada día por no convertirme en uno de ellos...

lunes, 10 de diciembre de 2018

Conclusiones tras leer "Grandes esperanzas", de Dickens.

 Al leer Oliver Twist o La tienda de antigüedades era muy evidente que originalmente habían sido escritas para ser publicadas por entregas; es decir, que todos los capítulos acaban con un pequeño giro argumental que deja en ascuas esperando la siguiente lectura... pura técnica de mercadotecnia... Con Grandes esperanzas no he encontrado esto de forma tan notoria, aunque, según parece, también se publicara de esta forma. Con todo, (espero que lo que voy a decir no suene soberbio) hay momentos bajos en esta última novela; capítulos enteros que podían ser suprimidos sin que el resultado final se resintiera lo más mínimo. Tal vez (al margen de los temas meramente economicistas para el escritor y su editor) la forma de leer de 1860 no tenga nada que ver con la de 2018. Sin duda hace ciento cincuenta años aquellos que tenían posibilidades de leer lo hacían de forma más sosegada que nosotros, con lo cual lo que ahora despreciamos como "paja" era el desarrollo a velocidad normal para que la trama fuera cuajando en el recuerdo del lector. Quizás se leía menos pero se leía mejor...
Imagen tomada de Commons Wikimedia
 Por eso, cuando digo que la mal llamada Literatura victoriana es, en buena medida, literatura "de té y pastas" no pretendo ser tan despectivo como parece, en realidad yo añoro una vida de té y pastas, no me cabe la más mínima duda de que las vidas apresuradas que llevamos en el siglo XXI nos idiotizan de una forma que no llegamos siquiera a entender.
 En fin, Dickens es, como siempre, el gran maestro del retrato psicológico de sus protagonistas. No solo los describe con una precisión que hace que el lector llegue a creer conocerlos mejor que a sus propios amigos y familiares, es que además lleva la narración en la evolución psicológica de los mismos de un modo tan verosímil que parecen más personajes de carne y hueso que literarios. Bien, querido Charles, espero volver en breve a disfrutar de tu inestimable compañía.

viernes, 23 de noviembre de 2018

"Pen Names", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com)

Imagen tomada del sitio www.incidentalcomics.com

"Grandes esperanzas", por Charles Dickens.

 Si tuviese que elegir el escritor que más me ha llenado, el que me ha hecho buscar minutos de donde sea para seguir leyendo, el que mejor concita la creatividad argumental con la calidad literaria, aquél que sea atemporal, aquél que no se deje llevar por las modas o las tonterías de cada época... ése sería, sin duda, Charles Dickens. De los demás, muchos me han gustado puntualmente, aunque también me han decepcionado; no he encontrado un solo autor presente o pasado que no tenga obras menores, peor pergeñadas, con personajes menos redondos o argumentos más simplones... todos menos Dickens. En él no he encontrado hasta la fecha nada parecido a flojear, literariamente hablando. Ahora continúo este placer con Grandes esperanzas.
 Una vez más, Dickens toma partido por la clase proletaria. Ahora el protagonista es Pip, apódo de Philip Pirrip, un huérfano maltratado, en general por la vida, y en particular por su hermana y otros habitantes de Kent. Dickens, profundo moralista, vestirá al chico con todas las virtudes y escaso aditamento material, pero, por supuesto, llegará a convertirse en un caballero, es decir, alcanzará el "cielo social", a pesar de todas las patadas, coces y mordiscos que le dará la vida. 
 Lo genial de Dickens es la naturalidad con la que narra todo, sin buscar altisonancias presentes en otros autores de la llamada "Literatura victoriana". La delineación de los personajes tiene una calidad difícil de alcanzar, uno acaba conociendo como si fuera de carne y hueso a los personajes que sólo son "negro sobre blanco". Esa es una de las mejores características de las novelas dickensianas, que los personajes son tan redondos que acaban por convertirse en verdaderos arquetipos, sobrepasando el ámbito literario para consagrarse en el real.
 Mejor que explicarlo yo, copio un pequeño fragmento en el que el propio Pip analiza su carácter sensible y tímido en el mundo despiadado en el que le ha tocado vivir con tanta madurez y concreción que resulta todo un análisis psicológico aplicable a miles de seres humanos, algunos de los cuales, desgraciadamente, me lo encuentro en el espejo a diario:
 La manera como me había criado mi hermana me había hecho muy sensible. En la reducida esfera en que viven los niños, sea quien fuere su educador, no hay nada que los afecte tanto y les cause mayor dolor que la injusticia. La injusticia de que se hace objeto a un niño puede ser muy pequeña, pero él también es pequeño, al igual que su mundo; en cambio, su caballo de cartón es tan alto, en proporción, como un caballo irlandés. En mi fuero interno me mantuve, desde los primeros años de mi infancia, en constante conflicto con la iniquidad. Desde que comencé a hablar me había dado cuenta de que mi hermana era injusta conmigo al comportarse de modo tan caprichoso como violento. Estaba convencido de que su método de crianza no le daba derecho a tratarme a empujones; y atribuyo mi carácter tímido y en extremo sensible a la circunstancia de haber sufrido infinidad de castigos y haber tenido que meditar en soledad y sin protección de nadie.

sábado, 17 de noviembre de 2018

"Amok", de Stefan Zweig.

 Recopilación de relatos (hoy, tal vez, clasificados como novelas breves) del gran autor de Austria-Hungría junto con Joseph Roth. Autor de prosa lenta, adjetivada, con multitud de oraciones subordinadas, léxico muy rico... literatura de calidad, vamos. El relato que da nombre a el volumen de Acantilado, Amok, es la narración de una obsesión de un hombre cultivado e inteligente que es subyugado por una mujer dominante, con tintes freudianos muy evidentes. Como característica común el fin de la mayor parte de los protagonistas: el suicidio. Nada banal si sabemos cómo acabó sus días el propio Zweig.
 Según parece, Stefan Zweig escribió (o, al menos, publicó) en 1922 este relato, veinte años de suicidarse. ¿Tal vez la muerte autoinfligida pasó por la mente del vienés desde su juventud? Sus biógrafos más reputados apuntan a la desesperación que sufrió al ver el entonces imparable avance de las huestes nacionalsocialistas por toda Europa, la destrucción, por tanto, del mundo del que disfrutó con gran éxito en su juventud. Por tanto, se infiere que Zweig se suicidó ante la incapacidad de ver cómo la intolerancia, la intransigencia, el autoritarismo militarizado, el racismo y el ultranacionalismo se imponían a la tolerancia, la democracia civil, la mezcla de culturas y razas y el internacionalismo; probablemente, aunque por supuesto no de forma perfecta, lo que de facto suponía el Imperio Austro-húngaro.
 Sin embargo, la presencia del suicidio del protagonista cerrando estos relatos escritos veinte años antes de que el autor mismo lo cometiera desmiente esa presunta razón de la desesperación ante la situación política. Por tanto, no es descabellado afirmar que el suicidio siempre formó parte del planteamiento vital (valga la contradicción) del propio Zweig. 
 En todo caso, la calidad literaria del autor vienés supera ampliamente este aspecto menor (al menos en el ámbito narrativo). Stefan Zweig es, sin lugar a dudas, uno de los mejores escritores de la primera mitad del siglo XX, y estos relatos son una pequeña muestra para comprobarlo.

viernes, 16 de noviembre de 2018

"Mamá"


 Sólo tengo esta foto. Me apena, me avergüenza, me duele, pero al mismo tiempo me ilusiona. Es una foto en blanco y negro de una chica joven, no más de veinte años; su gesto serio, excesivamente formal da una solemnidad un tanto patética a la imagen. Es una foto de carné, con lo cual sólo se percibe el cuello de la tosca blusa blanca que lleva. No sé si su cara muestra más seriedad o más miedo, pero es la cara de alguien a quien el mundo le vino muy grande. Y no sé más. No sé su nombre, aunque lo necesito saber, por lo cual le doy el poco ocurrente nombre de Eva, la primera mujer. Sólo sé que esa chica tan seria, tan joven, aparentemente tan pobre tenía veinte años hace casi cincuenta… y que esa chica es mi verdadera madre.
 Esa chica, mi verdadera madre, dista mucho de aquélla a la que he llamado mamá desde la infancia. Lo supe recientemente: soy hijo adoptivo. La revelación, a mi edad, tan avanzada, supuso, como es entendible, un shock del que apenas me he repuesto. Sucedió de forma casi fortuita, contra la voluntad de mis padres… quiero decir, de mis padres adoptivos. Fue una gestión administrativa (un empadronamiento) lo que me llevó a conocer que los señores que me educaron, alimentaron y vistieron no son mis padres biológicos. Tras la revelación no pude menos que hacerles mil preguntas, preguntas que les extrañaron, les dolieron y esquivaron… desde entonces la relación quedó ya rota.
 Seguí indagando en registros civiles para ver si podía encontrar a mis verdaderos padres biológicos, y, aunque pueda parecer inverosímil, conseguí encontrar una persona, antigua amiga de mi familia (ahora familia adoptiva), que me habló de mi madre. Hay historias que por cercanas duelen más que otras, aunque no se llegara a conocer a las personas que las protagonizaron. Tirando del hilo, mejor, de la lengua de esta persona, pude conocer la historia. Lamentablemente no pudo recordar su nombre, pero con ayuda de una vecina suya de avanzada edad me contó que mi madre biológica era “la hija de Rosario”, una chica cándida con poca cabeza y muy crédula que “fue engañada por un vivales” que la abandonó sin haber cumplido los veinte años, sin oficio ni beneficio, embarazada de tres meses. Al parecer, sus padres, estrictos católicos (intuyo que no debían saber lo que esto significaba) la pusieron inmediatamente en la calle. Fue recogida por unas “caritativas” monjas que la mantuvieron hasta que dio a luz, dejando el niño, yo, en adopción. Según parece, mis padres entraron en contacto con esas monjas y se llevaron la criatura como quien se lleva una lechuga. De mi madre biológica poco más se supo: no quiso seguir con las monjas y su autoritarismo paternalista lleno de reproches y de sentimiento de culpabilidad y se echó a la calle. A partir de ahí todo fue cuesta abajo: prostitución para poder vivir, alcoholismo para sobrellevarlo… un día la encontraron muerta a los pies de un precipicio… probable suicidio.
 La amiga de aquella vecina tenía un contacto, o eso dijo, con alguna exmonja que había servido en aquel convento para “chicas descarriadas” en torno al año 70. Por su mediación se consiguió esta foto de carné en blanco y negro que ahora tengo en mis manos, no consiguió saber su nombre. No es más que una chica joven y asustada… pero ahora sé que es mi madre… la llamaré Eva.

martes, 13 de noviembre de 2018

"Pero ¿qué será de este muchacho?", por Heinrich Böll.


 Casi todo lo escrito por Böll está a medio camino entre la narrativa y el ensayo. Lo que leí con anterioridad es más narrativa, pero este breve texto es más ensayo. Como la contracubierta de la edición de Galaxia Gutenberg informa, es una reflexión sobre la llegada al poder del Partido Nacionalsocialista en Alemania, cuando el autor cuenta quince años. Recupera todos los pensamientos, sentimientos y observaciones de alguien joven pero ya plenamente consciente de la barbarie y sinrazón que había conquistado su país. No escatima adjetivos ni razonamientos.

Böll pertenece a la llamada “literatura de escombros”, por haber sido escrita en el país centroeuropeo tras la Segunda Guerra Mundial, en una situación de demolición física pero también moral de su sociedad. Con él hay otro premio Nobel, Günter Grass y Siegfried Lenz. Los tres (y algún autor menor más) destacan por su agria crítica a la entrega medio consciente medio inconsciente que sus compatriotas hicieron hacia los nazis y su salvajismo. Creo haberlo escrito en otra entrada que de los tres el más honesto me parece Böll. Grass negó hasta que le mostraron la evidencia que había llegado a militar en las juventudes hitlerianas. Hubiera sido un milagro que hubiera podido escapar a ello, salvo que hubiese emigrado, y tampoco era nada tan terrible, solo había que asumir la culpa de haber sido envenado y obligado por su sociedad a no salirse del rebaño luciendo una esvástica en su uniforme. Queda fuera de toda duda la denuncia y repulsión del nazismo por parte del autor de El tambor de hojalata, así que negar la evidencia fue un error absoluto. Por contraposición, Heinrich Böll siempre admitió haber formado parte de las dichosas juventudes hitlerianas, justificándose como antes dije por la falta total de libertad en su país en aquella época. Su sinceridad, a mi modo de ver, le honra.
  Al margen de posiciones personales o de formas de ser, la prosa de Böll, ya digo, más ensayo que narrativa, es una excelente vacuna contra toda forma de totalitarismo que lleve a la cosificación del ser humano, a creer en la superioridad, ya sea por razones racistas, economicistas o egocéntricas, de un hombre sobre otro. Desgraciadamente, esta vacuna sigue siendo de obligada administración cada poco tiempo, “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Böll escribe con naturalidad, sin ampulosidad, se lee con rapidez y normalidad, pero cala profundamente (para aquellos dotados de inteligencia emocional, claro). Una vez más queda la duda del valor del Premio Nobel, ya se sabe, o éste no lo merece o lo merecen miles más… En todo caso, el valor de Böll no está en su imaginación, en su creación de mundos y personajes ficticios, sino en su aspecto moral. Muchos creerán que al haber situado sus novelas tan definidas en el espacio y el tiempo es coyuntural, en absoluto, Böll no pone en solfa solo el nazismo, critica la recurrida tendencia humana a comportarse de forma animalesca al querer escalar socialmente, al considerar que una vida humana pueda ser más importante que otra.

domingo, 4 de noviembre de 2018

"Pirómides", una novela del Mundodisco, por Terry Pratchett.

 Séptima entrega de la genial creación de Terry Pratchett. La gran tortuga A'Tuin sigue surcando el Universo, con sus cuatro elefantes que soportan a su vez al mundo plano con forma de disco. Los habitantes de este mundo hipotético, verdaderas parodias de la humanidad, siguen sus aventuras sin sentido. Ahora le toca a Pirómides, alter ego evidente de los faraones de Egipto. En su tratamiento paródico, aquella civilización es tratada por Pratchett con toda la ironía de nuestra época: el padre de Pirómides, anterior faraón, es un tipo vulgar, cansado de todo, pero que sigue jugando su papel a ser un dios en la Tierra, más o menos como lo haría un mal prestidigitador cansado de su oficio y de tener que engañar un día sí y otro también al público... o, mejor aún, mostrar la dignidad de un dios cuando realiza malos trucos y sus fieles fingen creerlo y adorarlo...
 Para liarlo más, su hijo, conocido como Teppic, aunque llamado realmente Pteppic (pronúnciese como "patetic") ha buscado como oficio uno de los gremios profesionales más respetados en el Mundodisco: el de asesino. Sí, en el Mundodisco, los asesinos son controlados con dignos gremios que regulan la profesión, dan el certificado de aptitud a los mismos y se encargan de que un asesino, por ejemplo, mate como Dios manda y no de cualquier forma. Así es Pratchett, un tipo que da la vuelta a la realidad humana, con una sorna y una ironía que, francamente, no he encontrado con frecuencia. Todo es un afán por ridiculizar la estupidez humana, su soberbia, su vanidad, sus comportamientos animalescos revestidos de la dignidad de quienes se creen "hechos a la imagen y semejanza de un Dios". 
 Desde luego, si nuestros gobernantes y el grueso de la población humana leyeran a Terry Pratchett y se vieran reflejados en su estupidez para poder así conducirse en la vida con menos soberbia y con más normalidad, nos iría mucho mejor. ¡En fin, una pena que muchos crean que este tipo escribía para niños y jóvenes!

lunes, 29 de octubre de 2018

"Casa de muñecas", por Henrik Ibsen.

 Casa de muñecas es una de las obras teatrales por excelencia, representada infinidad de veces y de lectura obligatoria a partir de bachillerato. Es obra atemporal (más o menos) pero coyuntural en cuanto a la sociedad occidental que describe. Un español de hoy lo entiende perfectamente igual que un sueco de hace cien años o un italiano de hace cincuenta, pero dudo mucho que lo comprenda plenamente un tibetano, por ejemplo de cualquier época; así que podríamos relacionarla con la civilización occidental, signifique esto lo que signifique. Casa de muñecas es, evidentemente, una obra feminista, puesto que coloca a la mujer en un plano de total igualdad con el hombre cuando esto no era habitual (la obra se publicó en 1879). Esto último, su fecha de publicación, es lo más sorprendente, pues hoy, casi ciento cuarenta años después, el tema sigue estando de plena actualidad.
 La protagonista principal, Nora, es, aparentemente, una mujer adornada con todos los vicios que supuestamente tenían las señoras de su época: superficial, débil, insegura, caprichosa... una verdadera "muñeca" que poco más podía hacer que adornar el hogar de su señor. Su inicial falta de experiencia social la lleva a comportarse de forma ligera e infantil en asuntos económicos ante los cuales confía en la bonhomía del otro, cuando se ha dejado claro que el otro (el abogado Krogstad) es precisamente un timador sin escrúpulos. En los dos primeros actos, Nora se comporta como una perfecta estúpida, incapaz de comprender la realidad que la rodea, como un jarrón chino, cultivando imágenes periclitadas de mujer exclusivamente como madre y esposa. El otro personaje principal, su marido, Torvaldo Helmer, la trata como un objeto... pero eso sí, como un objeto precioso y querido. En su frenesí de proteccionismo paternalista la trata como a una disminuida psíquica, con nombres como "alondra", "ardillita", "testarudita" y más epítetos acabados en diminutivo. Y eso es, en mi opinión, lo más interesante: el tipo de machismo que describe, un machismo muy alejado (aparentemente) de la violencia física, del insulto o del menosprecio; antes al contrario, el machismo presente en Casa de muñecas es un machismo dulce, protector (en el mal sentido), que a fuerza de sobreproteger a la mujer la acaba haciendo una perfecta inútil incapaz de valerse por sí misma. No es casualidad que Nora incluya en el mismo grupo a su marido y a su padre, pues ambos han acabado tratándola igual. Este tipo de machismo paternalista no sale en las portadas de los diarios ni en los noticiarios puesto que no causa víctimas mortales, pero está muy ampliamente distribuido incluso hoy. 
 La actitud vital de Nora cambia de forma radical en el tercer y último acto. Aquí la protagonista despierta, descubre que ha sido tratada como una incapaz, que más que un marido ha tenido un poseedor, un propietario, se rebela contra su situación y comprende que sólo abandonando a su marido conseguirá encontrarse a sí misma y realizarse como persona adulta e independiente. La obra es, por tanto, si no atemporal, al menos de muy largo recorrido en el tiempo, pues hoy en día sigue funcionando (afortunadamente, cada vez menos) este machismo dulce y paternalista que acaba dejando en algo decorativo a la mujer. 
 Algo que no me ha gustado es lo brusco del cambio que experimenta la protagonista. Desde un punto de vista meramente formal da la impresión de que faltara un acto intermedio para que se desarrollara una evolución de Nora de forma gradual. Tal como está es demasiado explosivo, un poco apresurado. En todo caso, Casa de muñecas es una obra teatral ya totalmente clásica, imprescindible para todo aquel que quiera comprender la relación entre sexos, las convenciones subyugantes que han sufrido las mujeres y hombres a lo largo de los siglos y que han convertido a las primeras en meros objetos y a los segundos en meros coleccionistas. De nuevo, la literatura salva vidas... o, al menos, las hace mucho más inteligentes y válidas.